Una travesía por las novelas de crímenes con “Lo leo muy negro”
Antonio Lozano, uno de los expertos en novela negra de nuestro país, escribe un ensayo sobre el género negro y los escritores de culto que más le han influido.
Texto: Sabina FRIELDJUDSSËN Foto: Asís G. AYERBE
Antonio Lozano tiene aspecto de haber sido un dócil estudiante empollón, pero tiene golpes ocultos y, en su voracidad lectora, come de todo, pero siente una especial predilección por el arroz negro. De hecho, es director de la colección Serie Negra de RBA, además de autor infantil con una novela policíaca para jóvenes castores. Ha volcado gran parte de sus conocimientos y toda su fascinación por la narrativa criminal en Lo leo muy negro (Destino), una visión panorámica y heterogénea al género donde tanto caben apuntes históricos, revisión de clásicos, zarandeo de tópicos y despliegue de curiosidades en un zoco donde se expone el oro y la quincalla de dos siglos de literatura negra, su brillo y sus sombras. Un animadísimo recorrido que va desde los moteles hasta los estudios de Hollywood, pasando por los despachos editoriales o las morgues.
Usted parece un tipo tranquilo, pacífico, prudente y de orden…
Podríamos discutir el acierto de presumirme tan bellas cualidades, pero vaya por delante mi agradecimiento.
¿Entonces por qué le fascinan las novelas de crímenes?
Un crimen, para empezar, es una transgresión, o directamente una aberración, que ya de por sí nos atrae por cuanto tiene de ruptura violenta del contrato interpersonal o social y de la que nos vemos muy incapaces, si bien en el fondo de nuestra mente no podemos dejar de preguntarnos qué podría llevarnos a él. Luego, claro está, activa una investigación que supone un reto mental. Y a esto se suma que, de estar bien trabajada, plantea interrogantes sobre la condición humana y tiene un poder tentacular para reflejar o cuestionar múltiples ámbitos sociales, políticos, económicos o legales. ¡El misterio es cómo no embruja a cualquier lector!
¿Cuál es ese libro que le ganó para el género?
Es difícil ir a las raíces, lejanas y embrolladas por naturaleza. Quizá las peripecias y los casos reflejados en los cómics de Tintín, los dibujos animados del inspector Gadget, los títulos de la colección Elige tu propia aventura… Entrando más en la ortodoxia del género, sí recuerdo encadenar novelas de Agatha Christie, sospecho que el rito de paso más común. Pero fue Raymond Chandler quien me deslumbraría: un detective carismático, un caso enmarañado y una prosa sublime.
Dice en un capítulo que el género negro no cuenta siempre la misma historia, ¿pero no hay siempre una víctima, un investigador y un culpable?
El interés y la calidad de una obra radica en su habilidad para encontrar resquicios por los que introducir elementos diferenciales, “originales” quizá sea mucho pedir, o para combinar de una manera imprevista o ingeniosa los nutrientes básicos. Los intersticios constituyen el campo de batalla donde está en juego su perdurabilidad. Pocas veces basta una prosa sublime (pienso, por ejemplo, en Benjamin Black) para compensar tramas mecanicistas.
Sin embargo, hay muchos aficionados que disfrutan una y otra vez de la misma historia bajo diferentes títulos…
Puede que la novela negra opere para el adulto como la fábula tenebrosa para el niño, una forma de enfrentarse a miedos y angustias soterrados que encuentra en la repetición una catarsis o una liberación.
¿Por qué muchos grandes autores norteamericanos de género policiaco fueron militantes o simpatizantes del Partido Comunista?
Desde el momento en que el género policíaco supone una plataforma privilegiada desde la que ejercer una mirada crítica sobre cualquier estamento de poder y recordar todo aquello que cojea en el cuerpo social y que destruye al individuo, no es de extrañar que atrajera a tantos escritores de ideas progresistas.
¡Pero producían libros como máquinas y acabaron trabajando en la industria capitalista de Hollywood!
Las necesidades alimenticias y el estado de perenne precariedad del escritor explicarían la inclinación a rendirse a los cantos de sirena de Hollywood. Además, siempre debía existir el autoengaño de creer que tu participación supondría una piedrecita en el engranaje, de sentirse un infiltrado capaz de virar unos grados el rumbo del transatlántico.
Sin embargo, afirma usted que “tradicionalmente, el cine estadounidense ha adorado el género negro, pero ha maltratado a los novelistas que lo practican”.
Ya fuera como guionistas —trabajando sobre obras propias o ajenas— o como meros receptores de emolumentos por la venta de los derechos de sus obras, los novelistas eran peones o espectadores en un negocio en el que su contribución era apenas un instrumento más y estaba sujeta por sistema a cambios y revisiones. Pero este orgullo herido no ha evitado, claro está, la proliferación de clásicos maravillosos.
El protagonista de novela negra suele ser el paradigma del seductor. ¿Cuál es el seductor entre seductores?
Vaya por delante que, en la actualidad, la nómina de protagonistas masculinos de novela negra es bastante variada. Entre lo que he leído —dos gotas en un océano—, y si por seductor entendemos aquel que más mujeres se lleva a la cama, probablemente Mike Hammer —la machista y tirando a fascistoide creación de Mickey Spillane— se llevara la palma, quizá seguido de cerca por el Travis McGee de John D. MacDonald. Si desligamos el concepto de la sexualidad y lo vinculamos a la elegancia, al savoir faire, a la labia y una sinuosidad natural para obtener la colaboración (y, en ocasiones, agenciarse de paso el corazón) de bellas damas, dudo que Philip Marlowe tenga rival.
¿Y los más desastrosos en el terreno sexual?
Cito en el libro el hilarante caso de Martin Terrier, el exveterano de la Armada reciclado en asesino profesional que protagoniza Caza al asesino de Jean-Patrick Manchette. Pese a su condición de fiera máquina de matar, no puede evitar que su hombría reciba duros castigos, pues es directamente un fracaso sexual con patas. Sin embargo, mi deconstrucción favorita del garante de la ley es sin duda el sargento de policía Hoke Moseley que creó Charles Willeford en Miami Blues. Ahí lo conocemos conduciendo un destartalado Le Mans de 1974, vistiendo un traje de popelina, echándole edulcorante al café y remojando su dentadura postiza en agua por las noches. Y, por descontado, lleva meses sin echar un polvo.
Las autoras de género negro, ¿lo cuentan distinto que sus colegas masculinos?
La atención a la psicología por encima del despliegue de la fuerza bruta podía ser un elemento de diferenciación en el pasado, pero la narrativa negra contemporánea está llena de autoras que no huyen de la crudeza y de la violencia gráfica (Patricia Cornwell, Val McDermid, Karin Slaughter, Helen Grace…). Ellas han abordado con mayor frecuencia y profundidad cuestiones como la maternidad o la violencia de género. Por otro lado, un fenómeno seguramente ligado al hecho de que las mujeres son las principales consumidoras de ficción urbi et orbi es el notable incremento de protagonistas femeninas en las novelas firmadas por hombres (en las de Harlan Coben, Michaell Connelly o Dean Koontz, por citar solo unos pocos nombres). Mientras que la concesión de las riendas de la historia a un protagonista del sexo opuesto al propio era común entre ellas, el camino inverso raramente se daba hasta hace una década o menos.
¿Por qué considera que es una mala idea ducharse en un motel de carretera?
Alfred Hitchcock filmó con tal maestría la mítica escena de Psicosis que pocos recuerdan que debemos al novelista Robert Bloch la idea original de asociar para siempre una ducha en un motel de carretera con un baño de sangre travestido. Más allá de este ejemplo concreto, el motel ha sido un fertilísimo escenario para el género negro, polo de atracción para maleantes de diverso pelaje, escenario recurrente para el cierre de negocios turbios y tiroteos. Y eso que en cada mesita de noche reposa una Biblia.
¿Existe el crimen perfecto?
Si tomamos el concepto en un sentido muy amplio, abundan los ejemplos, basta con citar el hecho de que solo en torno al diez por ciento de los asesinatos en México acaban con un detenido. Bien distinto es si lo pensamos en términos “artísticos”, donde el crimen tendría una ejecución tan meditada y astuta que imposibilitaría su resolución —Ricardo Piglia lo expresó brillantemente al decir: “Cuando el crimen es perfecto es invisible y es abstracto y por lo tanto no se puede reconstruir. Están sus huellas, pero las huellas no llevan a ningún lado”. La ficción no se ha prodigado en ellos porque supondría desacreditar al héroe, es decir, al investigador, y desactivar de paso la función catártica del género (dar con un culpable que compense momentáneamente todos los pesares y esfuerzos).
En el libro incluso apunta alguna receta para ese crimen perfecto…
Es la que sirvió a Scott Turow en su novela Inocente para enviar al otro barrio a un individuo y, presuntamente, irse de rositas.
¿En la realidad funcionaría?
No la he probado.
¿Qué autores de género negro actuales marcan la diferencia?
De nuevo, solo puedo hablar desde mi limitada atalaya. Hay muchos escritores de primera fila pero, si por “diferencia” entendemos una personalidad única, me quedo con Fred Vargas, posiblemente sea quien más ha enriquecido mi horizonte de posibilidades ligadas al género negro.
Esta tarde, en los Diálogos online de la ACEC, patrocinados por CEDRO; Antonio Lozano charlará con el periodista Álvaro Colomer sobre el género negro desde sus orígenes hasta nuestros días. La entrevista se podrá seguir e interactuar en Instagram @acec_escriptors