Los pies de Patricia Highsmith

Para celebrar los cien años del nacimiento de la irrepetible autora de “Extraños en un tren” o la serie del resbaladizo Mr. Ripley, publicamos esta entrevista que le realizó en Barcelona en vivo y en directo otro singular elemento de los laberintos de la literatura -escritor, periodista, biógrafo y resistente cultural- como es Miguel Dalmau. La gran escritora no era una entrevistada fácil. En vez de esperar que llegaran las musas iba a buscarlas a su botellero, ampliamente surtido de vodka, ginebra y whisky. Solía decir que prefería la compañía de sus gatos y sus caracoles a la de las personas.

 

Texto: Miguel DALMAU

 

Ya no recuerdo la fecha con exactitud, pero debió de ser en primavera de 1987. De lo que estoy seguro es que el encuentro tuvo lugar en el Hotel Colón de Barcelona: un vetusto edificio erigido frente a la Catedral, donde se habían alojado Truman Capote, Ava Gardner y otros mitos de la noche americana. En aquella ocasión la huésped era Patricia Highsmith (1921-1995), madre espiritual de las actuales grandes damas del crimen. A mediados de los años cincuenta, Hitchcock la había adaptado al cine en Extraños en un tren, y con el tiempo se había convertido en autora de las historias más inquietantes de la novela moderna. Era una auténtica poetisa del recelo.

Recuerdo que la encontré en el bar, menuda, bastante bebida y con aire de cuervo perverso. En la distancia se me ocurren tres cosas. Una, que el periodismo actual es cobarde y deficiente: ningún periódico de hoy le habría publicado a un joven una entrevista de semejante extensión. Dos, que la entrevista estaba muy preparada, es algo exhibicionista por parte del reportero y algunas de mis preguntas son algo ingenuas. Tres, que las respuestas de Highsmith nunca lo son. Y que al final, como los buenos aspirantes, conseguí acorralar al campeón, la Highsmith nada menos, antes de que me largara el crochet definitivo.

¿Cuál es la pregunta que todavía no le han hecho a Patricia Highsmith?

Bueno, así a quemarropa… No sé. Algo relacionado con mis pies, supongo. Nadie me ha preguntado nunca por mis pies. ¿Sabe qué número calzo? Un 41. No está mal para una mujer.

Entonces, ¿cuál cree que es la pregunta más adecuada para ganarse la confianza de un ser inquietante como usted?

¡Dios mío¡ A partir de ahora una pregunta relacionada con mis pies. Se lo aseguro.

Antes de hablar de literatura, ¿cómo es Patricia Highsmith en la intimidad?

Bueno, en realidad no hay el misterio que muchos imaginan. Soy una mujer sencilla y solitaria. Escribo unas pocas horas al día. Empiezo alrededor de las once y sigo hasta que me canso. No trabajo nunca de noche. Eso es una leyenda propia de otros escritores.

Todo el mundo le pregunta por sus gatos. No voy a hacerlo. Pero Yeats dijo que la mayor prueba de ingenio era ponerle un nombre adecuado a un gato. ¿Le importaría darnos otra prueba de su ingenio?

Somyan. Es el nombre de mi gato siamés.

¿Por qué un siamés?

Porque es el más inteligente y humano de los gatos. En cierto modo tiene algo de canino, solo que es más elitista. No es fácil que yo pueda convivir con otro tipo de animales.

Sin embargo, usted había criado caracoles.

¡Ah¡ Pero fue hace bastante tiempo. Aunque de vez en cuando preparo un poco de tierra húmeda en un terrario y reúno una familia de caracoles.

En todo caso la afición es antigua. Usted escribió The Snail Watcher…

En realidad no era un libro. Era un cuento de ocho páginas que daba título a un grupo de historias.

Sabemos que tiene otras aficiones muy curiosas.

Cada vez menos. Cosas de la edad. Conservo en parte mi hobby por las plantas. Pero ya no construyo mesas, por ejemplo.

¿Cree que el trabajo intelectual exige ese complemento manual que ahuyenta las tensiones y deja el cerebro casi en blanco?

Pienso que depende del individuo. Personalmente a mí me iba bien, pero no puedo hablar de otros escritores. Ni siquiera estoy segura de poder hablar de otras personas.

¿Existen “animales literarios” puros?

Yo no, desde luego.

Nos gustaría saber algo de su infancia tejana.

No hay mucho que contar. Abandoné Texas a los seis años y luego residí en Irlanda.

¿Contribuyeron sus padres al nacimiento de su vocación literaria?

Contribuyeron con la sangre, en la medida de la sangre. Pero nada más. En este sentido nadie guió mis primeros pasos. Nadie.

De niña usted tenía una pesadilla terrible…

¿Una pesadilla?

Sí. Algo relacionado con el insomnio.

Es verdad. Pero no era una pesadilla, porque me sucedía estando despierta. Era el miedo a quedarme dormida. Yo pensaba que si me vencía el sueño dejaría de respirar. Creía que la respiración era un acto consciente, algo que dependía de mi voluntad. Eso fue a los diez años.

¿Marcó esta experiencia su personalidad?

No, en absoluto. Todos los niños conocen sensaciones de este tipo. Es el lado terrible de la infancia.

Hay otra historia inquietante en sus primeros años. El robo de un libro…

¡Ah, sí! Yo tenía quince años. Era alumna de una escuela donde había una biblioteca excelente. Estaba fascinada por un libro de Historia, un tomo ilustrado muy bonito, muy caro. Creo que todas las chicas andaban detrás de ese libro. Así que se me ocurrió robarlo. Pero no era nada fácil. Había que ocultarlo bajo el abrigo y pasar disimuladamente por una puerta custodiada por dos guardianes. Al final no tuve valor. Pero decidí escribir un relato sobre ese episodio. Y no crea, mi estilo directo ya estaba allí.

Esto nos lleva a la siguiente pregunta. La vocación de Agatha Christie nació una noche en la que fue sorprendida en su dormitorio por un ladrón. Quizá sea una leyenda, pero ella se asustó tanto que se inventó a un detective como el inspector Poirot. En cambio, usted planea un robo desde su primera historia. ¿Es este el origen de su gran aportación a la literatura? ¿Ponerse de parte del delincuente?

No, de ninguna manera. Yo nunca estuve ni he estado de parte del ladrón.

Pero no negará que en el caso de Ripley usted resalta el lado fascinante del asesino…

De acuerdo. Pero Ripley es la excepción. Mi excepción.

Cuéntenos cómo nació su gran personaje. Fue en un viaje por los Estados Unidos, ¿verdad?

A medias. En realidad Ripley nació en Italia. Lo que sucede es que no supe escribir sobre él entonces. Pero al volver a Estados Unidos todo aquello fue tomando cuerpo. Hasta que un día, viajando de Nueva Inglaterra a Nuevo Méjico, el personaje se me presentó de forma casi palpable. En menos de seis meses el libro estaba concluido.

Entonces fue Ripley el que le dictó el primer volumen de la serie.

No, no.

Lo dictó usted.

Sí. Eso es más exacto. No crea a los que dicen que los personajes dictan las historias. Es una estupidez.

Sigamos. Existe un gran parecido entre Los embajadores de Henry James y El talento de Ripley. De hecho, el encargo es el mismo: alguien de mediana edad y elevada posición social envía a un hombre de confianza a que rescate a su hijo, que se está “perdiendo” en Europa. Pero así como Lambert Strether sucumbe al encanto europeo durante buena parte de la historia, su Ripley va más allá. Pasa de fascinado a fascinador, o mejor dicho, a participar en un juego de fascinaciones junto a Dickie, el hombre a quien tenía que rescatar. ¿Cree que Ripley mata a Dickie antes de contaminarse por Europa, o porque ya ha sido contaminado por ella?

¿Contaminarse?

Sí, infectarse, quiero decir. Aunque no me gusta la palabra.

Bien. La relación de Ripley con Europa es muy particular. Se aburre, luego siente envidia. Le vence un sentimiento ambivalente hacia Dickie. Efectivamente el argumento coincide con Los embajadores en este punto. En la naturaleza del encargo —rescatar— y la evolución del emisario.

En otra ocasión, si le parece, me encantaría charlar largamente de James con usted. Pero aún no quiero abandonarlo del todo. En su libro Suspense usted se refiere a ciertos autores que oficialmente están alejados del género: Flaubert, Balzac y otros grandes. Detrás de las grandes novelas, Madame Bovary, por ejemplo, o Retrato de una dama, ¿se esconde un gran libro de suspense?

Ante todo debo recordarle que el término “suspense” es una etiqueta comercial, algo relacionado con las editoriales o las campañas de promoción. No puedo imaginarlo como un estilo, ni siquiera un género. Pero sí como una actitud. O mejor dicho, como cierta tensión interna, cierto juego que otorga a cada libro un sabor específico. Y ese sabor, desde luego, es común a las grandes novelas más allá de su argumento.

Entre el primer Ripley, en buena parte inocente, y el último de la serie, ¿qué tipo de evolución sufre el personaje? ¿Cómo ha ido cambiando a lo largo de la saga?

Pienso que se ha hecho un caballero.

¿Un caballero en el sentido europeo?

Sí. Un caballero a la manera europea.

¿No sufre también un desencanto? ¿Un desencanto consigo mismo?

No, no lo creo. A su modo Ripley es un triunfador. Quiero decir que triunfa en ese tipo de empresas donde la mayoría de hombres fracasan. Esto es algo que conocen bien ciertos asesinos.

¡Uf¡ Me deja de hielo. ¿La evolución de Ripley refleja su relación con la Vieja Europa?

No, no hay puntos en común.

Sin embargo, volviendo a James, existe una pérdida de inocencia cuando un alma digamos pura entra en contacto con la decadencia europea. De hecho, Ripley solo siente remordimientos tras su primer crimen.

Sí, es verdad. La única sensación de culpa de Ripley está asociada a Dickie. Pero tiene su lógica. Son dos hombres jóvenes que de alguna manera son amigos. Si uno mata a otro es normal que aparezca la culpa.

¿Piensa que después del primer crimen el hombre pierde su último freno moral?

Bueno, yo no sería tan categórica. Pero está claro que algo se rompe en la conciencia, algo cambia irreversiblemente.

O sea que el resto de crímenes son más fáciles de cometer…

Por supuesto. Después del primero, los otros se cometen con más frialdad.

¿Qué es lo que le atrae tanto en las relaciones entre hombres? Me refiero a las de sus personajes. Es fácil ver en ellas algo de “homo sin sexualidad”. Hay algo latente que…

Escuche. Esto de la sexualidad me hace bastante gracia. No pienso que tenga nada que ver con las historias de Ripley, especialmente en la primera. La sexualidad es como tomar té o café, ya me entiende. Si uno está casado, llevará una vida erótica más o menos convencional. Si tiene una amante, le sucederá lo mismo aunque en secreto. No sé. Me resulta difícil hablar de todo esto. Creo que en el caso de Ripley las cosas ocurren en otra parte. Podríamos decir que lo importante sucede en un plano vertical.

Si Ripley fuera una mujer, ¿necesitaría del plano horizontal, el de las pasiones de la carne?

Extraña pregunta. La verdad es que no lo había pensado nunca. Será cuestión de empezar a imaginarme a Ripley como una mujer. Sí, será divertido. Pero a condición de que usted se imagine a Goethe como una matrona.

Quizá lo era… Hablando de mujeres, ¿cree que la mente femenina es capaz de cometer un crimen a sangre fría o se lo impide su atávico respeto por la vida?

Un crimen es un acto demasiado concreto. No es una cuestión de cultura ni de sensibilidad colectiva. Las asesinas cometen sus actos criminales con la misma frialdad que el peor de los hombres. Recuerdo una serie de asesinatos que asolaron Inglaterra a mediados de los sesenta. Eran crímenes de jóvenes madres de familia, personas que mataban a sus hijos en un país desarrollado. Fue escalofriante. Fue algo que yo no hubiera concebido jamás en ninguno de mis libros. De modo que no creo que sea una cuestión de respeto. A veces creo que las mujeres tenemos menos respeto por la vida. Si no, ¿cómo explicar nuestra relación más relajada con la muerte? Aparte de que siempre he creído que si no cometemos más crímenes es por una cuestión de brazos. De mera fortaleza física. No por falta de ganas.

¡Uf¡ Sin embargo, en su ciclo de Ripley las mujeres tienen un papel muy distinto a todo esto. Pienso en la Marge de Dickie, o en Heloise. Esta última es una mujer muy convencional. ¿Responde acaso a su modelo femenino?

No, mi modelo no. Pero en general casi todas las mujeres son como Heloise. Seres muy convencionales.

En este caso las acusaciones de misoginia contra usted tienen fundamento. Además escribió un volumen de Cuentos misóginos.

Sí, lo hice porque me apetecía. Quería reflejar ciertos tics, nuestras manías, nuestras debilidades. Pero no me habría atrevido jamás a introducirlas en El amigo americano, por ejemplo. De hecho, la mujer no me inspira tanto como el hombre para mis historias. Hay otra dirección, otra acción vital. No sé. Creo que la entrevista se está volviendo tortuosa, tenebrosa.

Soy inocente. Usted es la experta en la materia.

(En este punto, el entrevistador le entrega un cuestionario para que responda)

¿El humor moderno? Me parece fantástico.

Perdone. Yo no me refería al humor moderno sino al hombre moderno.

¡Oh¡ ¿Por qué ha tenido que estropearlo todo?

Porque los hombres somos así. Pero, bueno, hable de lo que quiera.

No, no puedo. Ya sé que es algo como un test de asociación, pero no puedo responder a una pregunta con una sola palabra.

De acuerdo. Elija solo una. Una cualquiera.

Imposible. Todas me parecen importantes.

Entonces yo escogeré la más fácil. Hábleme de la pena de muerte.

¿Usted cree que es la más fácil? Bien. Supongamos que sí. Yo soy totalmente contraria a la pena de muerte. Es aberrante. Pero también es cierto que existen diferencias. Un crimen pasional, por ejemplo, no suele repetirlo la misma persona. Pero sí el psicópata. Un marido engañado no es lo mismo que un asesino de ancianas. No debería haber el mismo castigo en ambos casos.

Estamos de acuerdo. ¿Cree entonces que existe algún crimen justificable?

Bueno, tampoco he querido decir eso. No creo que exista un crimen justificable: ni por amor, ni por dinero, ni por celos. Por nada.

¿Qué relación hay entre los crímenes de Ripley y los crímenes de novelas como El extranjero?

Nada, ninguna. Yo no entiendo esa clase de asesinatos. Pertenecen a un período concreto, algo lejano. Hay algo dadá en todo el asunto. No entiendo su falta de móviles.

Quizá porque el móvil no es necesario. Todo es más sutil. Incluso más trivial. Eso es el existencialismo. Detrás de cada crimen gratuito palpita un corazón existencialista.

Puede ser. Pero no me interesa nada. No comprendo los asesinatos al estilo de El extranjero… Ese libro de Camus, creo.

Sí. Me temo que es de Camus.

No me interesan.

Entonces, en su opinión, no es posible el “neco ergo sum”.

¿Cómo?

“Mato, luego existo”, si me permite.

No, qué bobada. Para mí el crimen no es una forma de saborear la vida, como usted está sugiriendo. No es una forma de apoderarse de la vida que se pierde por nuestra mano.

Pero Hemingway decía que si uno provoca una muerte conoce la medida de la vida. De ahí su afición a la caza.

De acuerdo. Pero eso no tiene nada que ver conmigo. Mis gatos han de seguir vivos, ¿me comprende? En el jardín.

Está claro que sus personajes matan por otros motivos.

Sí.

¿Podemos decir que matan por una erótica del crimen? ¿Por una energía sexual decantada hacia el mal y la destrucción?

Tampoco me convence. No seamos tan solemnes. Todo es más simple. Quizá solo matan por dinero o cosas así.

Bien. Pero el hecho de hacer seductor a un criminal, ¿no es un mecanismo anti-angustia, una forma de ahuyentar los propios fantasmas?

No, en absoluto. Yo nunca tuve instintos asesinos. Por tanto, no necesito exorcismos.

Quizá usted no. Pero a lo mejor es una forma sutil de decirnos que nadie está a salvo, que todos podemos cometer un robo o un asesinato.

Eso sí. Todos podemos cometer una locura si se dan unas circunstancias determinadas.

¿Por qué cree que sus compatriotas los cometen sin perder la sonrisa, gente corriente, o a lo sumo con el rostro de los personajes de Diane Arbus?

No sé de quién me habla.

Sí. La fotógrafo de Vogue que luego viajó hacia la oscuridad. Para algunos es la mejor retratista americana de los sesenta.

¿Mató a alguien?

No. Se suicidó.

Bueno. Supongo que fue una decisión meditada.

Una última pregunta. ¿Cuál es el último mandamiento que nos queda? Robamos, ofendemos, mentimos, fornicamos, matamos…

Imposible. Yo no puedo saber eso, jovencito. Además, creo que tampoco quiero saberlo. Me voy.

 

Y Patricia Higsmith se levantó de golpe, dejándome aturdido en mi rincón. Sobre la mesa quedaron varias botellas de Voll-Damm vacías y un cenicero lleno. Luego la vi perderse camino del luminoso vestíbulo del hotel. Estoy seguro de que era una escritora magnífica. Y también un cuervo perverso tambaleándose sobre unos zapatos del 41.