Últimas tardes con Marsé

Juan Marsé nos dejó en el mes de julio, pero la tenacidad del editor Andreu Jaume ha hecho que se despida con un último regalo: “Viaje al Sur” (Lumen), cuyo original mecanografiado llevaba sesenta años perdido. Una crónica sobre la Andalucía descalza del franquismo tan llena de verdad y de mirada como cualquiera de sus novelas.

Texto: Antonio ITURBE Foto: Asís G. AYERBE

 

En un minucioso prólogo, Andreu Jaume explica cómo ese empleado de un taller de joyería que se empeñaba en ser escritor acabó seduciendo a Carlos Barral y le consiguieron en 1961 una beca para pasar un tiempo en París. Allí entró en contacto con exiliados españoles, entre ellos los editores de la editorial Ruedo Ibérico, que publicaba libros de voces críticas y represaliados del franquismo. Surgió la idea de publicar un libro en modo crónica de viajes sobre el sur de España, que la propaganda del Régimen utilizaba como imagen folclórica de un país que quería empezar a venderse al exterior como destino turístico, pero donde la pobreza y las desigualdades eran sangrantes. Afirma Jaume que “Marsé no solo se había tomado muy en serio el proyecto, sino que tenía la intención de hacer un libro que fuera innovador en el género, ensamblando su relato con titulares de la prensa oficial e incluso enriqueciendo la edición con un apéndice económico”.

Marsé hizo el viaje junto a Antonio Pérez —con el que inicialmente iba a escribir a cuatro manos, pero finalmente su colega lo dejó correr— y el fotógrafo Albert Ripoll Guspi. Redactó el libro e hizo llegar el original único a la redacción de Ruedo Ibérico para su publicación. Sin embargo, las complicaciones internas de la editorial fueron demorando su publicación hasta que los cambios internos hicieron que el original se archivase y, posteriormente, se traspapelase. Durante años fue buscado por gente como la agente de Marsé, Carmen Balcells, que se plantó en Ámsterdam a revisar los archivos de Ruedo Ibérico, que acabaron siendo adquiridos por una institución holandesa, el Instituto Internacional de Historia Social. Pero nunca apareció y se dio por perdido.

Hasta que el editor Andreu Jaume, un erudito loco de los libros a dieta de sopa de letras, andaba preparando para la editorial Lumen una edición sobre ese Viaje al sur con un borrador incompleto y unas pocas fotografías, que era todo el material que se conservaba. Con esa tenacidad obsesiva de los bibliófagos, siguió indagando y se fue hasta Ámsterdam, sin mucha esperanza de hallar lo que no había encontrado Carmen Balcells. Pero fue conversando con Juan Marsé como surgió la chispa. De repente, Marsé recordó que en la editorial lo querían titular de otra manera: “Andalucía mon Amour”. Y Andreu Jaume volvió a rastrear los enormes archivos digitales en busca de un libro de similares hechuras. Encontró un documento con el título “Andalucía perdido amor”, pero estaba firmado por Manolo Reyes: “Inmediatamente volví a llamar a Marsé para informarle del hallazgo. Cuando le dije el nombre del autor, se echó a reír: «Manolo Reyes es el Pijoaparte —el protagonista de Últimas tardes con Teresa—. No recordaba en absoluto que lo hubiera entregado con pseudónimo». No había duda de que se trataba del manuscrito final y acabado, identificado por primera vez casi sesenta años después de haber sido escrito”.

Tras esta peripecia, que alegró los últimos meses devida de Marsé, que aún se puso a hacer correcciones en el texto con su habitual preocupación por el trabajo bien hecho, en septiembre llegó esta crónica a las librerías que se lee como una de sus novelas y que resulta de una asombrosa modernidad.

En la introducción que escribió Marsé en 1962 nos dice: “Es difícil escribir una crónica del sur sin cierta amargura y sin caer en la tentación de insultar a alguien. Las causas de la postración y del abandono son demasiado evidentes. Por otra parte, los libros se escriben, entre otras cosas, por diversión y por resentimiento contra algo. Y en este, a la hora del trabajo, creo que lo segundo me ha servido de percutor tanto o más que lo primero. Añadiré que los dimes y diretes acerca de si ciertos pasajes con resentimiento son objetivos o subjetivos es algo que está previsto y que me tiene absolutamente sin cuidado”.

Andalucía, para el extranjero que la visita, acaso pueda ser una grata sorpresa y un nuevo amor. Para España es, entre otras cosas, como un amor perdido, la nostalgia periódicamente renovada de una feliz y fecunda convivencia que pudo haber sido y que nunca fue; algo entrañable que al país se le fue de las manos mientras crecía y luchaba —para perder, una y otra vez— contra la miseria y el atraso que siempre la han poseído; algo muy simple que yo empecé a comprender en la posguerra: el pan, el trabajo digno y la cultura”.

En estas páginas acompañamos a Marsé por ese sur de principio de los años 60. Arranca en Sevilla: “No son más de las tres de la tarde. Se llega con sol. Todo lo que entra por los ojos, entra con sol”. Nos lleva a la Giralda, pero no esperen un artículo de revista de viajes: “Se puede visitar por cinco pesetas. Se sube por unas rampas interminables que huelen —uno se pregunta por qué— a orines y a soldado español de caballería”. No se muerde la lengua a la hora de mostrar la pobreza de España pese al burdo maquillaje propagandista del Régimen: los camareros en Ronda van descalzos; Rota se ha convertido en un salón para americanos con cines, cafeterías y prostitución; en el Puerto de Santamaría no se quieren acordar de Alberti, en Barbate de Franco recorre el barrio del Zapal, de chabolas y niños desnudos: “¿Cómo describir El Zapal? Todo es informe, callejones de medio metro de ancho, manadas de niños semidesnudos, fogones con brasas ardiendo frente a las puertas, niñas preparando la cena; de los agujeros tapados con redes de pescar salen viejas, mujeres, una muchacha con los brazos en alto sujetándose el pelo, y hay hombres, ayudados por toda la familia, aplanando a golpes de martillo las chapas y clavándolas luego en su barraca, hay viejas como muertas sentadas en los bordes del lecho sin hacer, en interiores sombríos y malolientes. Mirar esos interiores significa ver solamente la cama, alguna silla, un aparato de radio, ropa amontonada, y esa vieja inmóvil que peina sus amarillentos cabellos durante horas y horas, sentada en el borde del lecho, como si esperara la muerte. (…) Como hemos podido comprobar: por estos inmundos callejones avanzan orgullosas, sonrientes y santificadas las nobles damas católicas, las espigadas señoritas de la beneficencia parroquial, avanzan iluminadas entre chiquillos cubiertos de moscas y de costras”.

Marsé va de pueblo en pueblo mirando y escuchando, contándonos la pequeña historia de Chato, el maletero de Ronda, o de Ana María, que sueña con irse a vivir a París porque no soporta tanta alcahuetería. Nos dice que “en Jerez, El Tío Pepe es un poco como el Espíritu Santo: está en todas partes”. Pese a la alargada sombra del franquismo, no se corta a la hora de exponer su anticlericalismo con el sarcasmo marca de la casa: “Algo que flota en el rostro de ciertas monjas y ciertos sacerdotes, una mezcla de estupidez y de dulzura”.

Marsé, además, busca innovar en el tratamiento narrativo. Encabeza el relato con titulares de los periódicos de la época y entremezcla notas y pasquines para situarnos en un tiempo denso y rancio. Los maestros del Nuevo Periodismo empiezan a tantear nuevas maneras de contar el periodismo y Gay Talese va a publicar en 1962 su canónica crónica sobre el gran boxeador Joe Louis, El rey en la edad madura, utilizando una técnica que causa asombro: usar la manera dialogada propia de una novela en un texto de no ficción. Juan Marsé ya lo está haciendo en su piso de Barcelona cuando redacta la crónica de este viaje a Andalucía. En Jerez nos cuenta desde la misma barra de la taberna:

“—Yo tenía una industria en la plaza de Abastos.

—Tres vasos de tinto, por favor.

—Yo tenía una industria en la plaza de Abastos y un mal día me encontré sin nada —añade la voz a nuestro lado, en el mostrador.

Vuelvo la cabeza. El Niño del Lunar se tambalea ligeramente, con un vaso de tinto en la mano, la gorra de basurero ladeada sobre su rostro oscuro y arrugado como una pasa”.

Su viaje no es de placer, aunque sea un placer leer sus mil pequeñas historias de gente corriente braceando en esa España miserable. “Un aspecto curioso de los viajes a regiones o países pobres es esa especie de empeño por mantener, a pesar de todo y de una manera casi inconsciente, un cierto equilibrio entre lo instructivo y lo divertido. Pero en un país como el nuestro, lo ilustrativo resulta a menudo muy poco divertido: demasiada sordidez. He ahí por qué el turista, animal exquisito y egoísta casi siempre, gusta de quedarse con lo estético y utiliza la cámara fotográfica para sacar bonitos encuadres y curiosos efectos de luz. Un reconocimiento hecho a fondo, metiendo la nariz más allá de esta luz increíble, de esos hombres y mujeres singulares, de sus cantes, de su tradición y de su gracia a menudo tan a flor de piel, podría resultar inquietante y de mal gusto”.

“Para nosotros, el problema no consiste tal vez en recorrer Andalucía con mentalidad de turista ni de sociólogo. No somos ni una cosa ni la otra. Con cierto aire de irrealidad, se desliza uno constantemente por calles nuevas, paisajes desconocidos, horizontes y gentes que uno había mixtificado un poco, que había soñado mal y que, a medida que va alcanzando, despoja de misterio. No hay nada que hacer. Se pisa siempre el mismo elemento: mito y realidad”.

Este libro va a figurar con mayúsculas en la obra de Juan Marsé. Y eso no es decir poco.