Jordi Esteva: “Mi hogar siempre ha estado donde estuvieran mi pareja, mi perra y mis gatos y estará donde estén ellos”

El escritor, fotógrafo y director de cine Jordi Esteva publica «Viaje a un mundo olvidado» (Galaxia Gutenberg).

Texto:  David Valiente  Foto: Roger Lleivà

“Perdone por el despiste, es que me encontraba en la habitación grabando un video para YouTube”, me dice Jordi Esteva (Barcelona, 1951) mientras estrecha mi mano. El escritor, fotógrafo y director de documentales añade una nueva profesión artística a su ya largo CV: la de youtuber. Pero a diferencia de esos jóvenes indolentes sin talento que suben vídeos de ellos mismos haciendo el canelo en la plataforma para conseguir fama y dinero fácil, Jordi asume una misión pedagógica. Quiero contar historias. Jordi Esteva, así se llama su canal, se nutre de los conocimientos que el escritor ha adquirido a lo largo de su dilatado recorrido: “Hablo de aquello que se me viene a la cabeza, un día puedo contar sobre los procesos espirituales en África y otras sobre la idiosincrasia de la población de los árabes del mar”.
Sin embargo, no es su canal de YouTube lo que nos reúne con Jordi en el hotel donde se hospeda. Recientemente, ha publicado un nuevo libro con la editorial Galaxia Gutenberg: Viaje a un mundo olvidado, una fascinante narración que nos adentra en todo aquello que no se ve en los libros que ha escrito y los documentales que ha grabado, como dice a lo largo de la entrevista, nos muestra el making of de sus proyectos más icónicos: Socotra. La isla de los genios, Viaje al país de las almas, Los árabes del mar: Tras la estela de Simbad…
Después de toda una vida contando historias a través de la fotografía, de los documentales y de los libros, ¿qué es aquello que le ha empujado a contar su propia biografía y lo sucedido en las bambalinas de sus grandes proyectos?
La falta de ganas de viajar. El viaje me ha dejado de interesar porque el mundo es cada vez más homogéneo y los aeropuertos son terribles. He perdido la curiosidad por los viajes, aunque la mantengo en lo referente a otros asuntos. Una gitana me predijo que en la segunda parte de mi vida recogería lo cosechado, me encuentro en ese estadio y hago lo que decía la vidente, contando los sucesos de mi vida. De hecho, estoy volviendo a viajar o, si se quiere, reinterpretando los viajes acometidos. Asimismo, cuando tomas asiento delante de un pupitre y escribes, te planteas una serie de reflexiones que nunca hubieran tomado forma si no hubieras enfrentado el papel en blanco; es como hacer una especie de autopsicoanálisis. Quizá, ahora estoy viviendo el viaje más interesante.

Esto que cuenta resulta muy curioso, con el amor que desprende por el viaje…
Nunca he sido un viajero al uso; simplemente era una persona que deseaba salir de la España de esos años. Pertenezco a una generación que tuvo la suerte de experimentar el fenómeno de la contracultura y de escuchar a Bob Dylan, a The Beatles y a The Rolling Stone de la primera etapa. Todo alrededor incitaba a la rebeldía y a marcharse; quería interesarme por los temas de mi niñez (los árabes del mar, la isla de Socotra, la espiritualidad africana). Sin embargo, cuando emprendía el viaje después de lo sucedido en Egipto, siempre iba con un billete de vuelta.

Claro, lo suyo son más los viajes en profundidad.
Se parecen a los estudios antropológicos. Me quedo un tiempo en un lugar y luego vuelvo unas cuantas veces. Por ejemplo, mi proyecto sobre el animismo en Costa de Marfil se conformó de un primer viaje para hacer fotos, un segundo para documentar la escritura de un libro y, luego, un tercero para realizar el documental. El área estudiada no es más grande que la Comunidad de Madrid. Por eso afirmo que no soy un viajero propiamente dicho: no estoy un día en Guatemala, otro en Namibia y a los dos meses en
Mongolia. Quién lo haga, estupendo. Además, estoy convencido de que son lugares maravillosos en los que, si yo fuera, haría trabajos interesantes.  Con mi nuevo libro amplío mis intereses atávicos y hago como una especie de making of al enseñar las tripas de lo que fueron mis anteriores proyectos; desde los sucesos que viví, a qué me empujó a irme, pasando, por supuesto, por cómo llegué hasta los lugares soñados.

Entonces, ¿cómo se definiría?
Soy una persona curiosa, un escritor al que le gusta emplear en ocasiones otros lenguajes. También me considero cineasta antes que documentalista; por supuesto, mi trabajo tiene valor documental, pero a mí me gusta buscar la poesía de las imágenes, además el término documentalista me resulta excesivamente académico. A posteriori, me he dado cuenta de que mi motivación ha sido la de buscar los mundos que están desapareciendo, indagar en la memoria, hablar con los ‘sabios analfabetos’, personas vistas
por la gente de ciudad como seres primitivos, pero que albergan un vasto conocimiento relacionado con la poesía, la cultura oral y la vida en la naturaleza. Si alguno de nosotros tuviera que sobrevivir en los escenarios por los que ellos se mueven, en una semana estaríamos muertos; pero esos sabios poseen un conocimiento práctico que les permite saber qué raíces son comestibles y localizar el agua potable, entre otras cosas. Son sabios de su campo con todas las letras. Tampoco puedo decir que sea un romántico y
que añore mundos barridos por la modernidad. Ahora estoy usando las redes sociales y métodos modernos para difundir mi conocimiento y mis creencias.

¿El viajero nace o se hace?
En mi caso me hice. El otro día un viajero empedernido me pidió que le escribiera en un cuaderno, decorado con motivos indios, muy bonito, qué era para mí el viaje. Lo definí con una única palabra: huida. Mi padre contribuyó a mi curiosidad por el mundo porque en mi infancia me contaba historias de su viaje a Egipto junto a su amigo copto. Entonces, yo soñaba. Mi generación fue educada bajo el paraguas del nacionalcatolicismo, rencoroso y castrador. Películas como Simbad el Marino me ayudaban a evadirme de un entorno que me ahogaba y del que deseaba escapar hacia otros mundos fantásticos. Fíjese, las sorpresas que da a veces la vida. El otro día me encontraba en el tranvía de Zaragoza cuando de pronto entró en el vagón un hombre vestido con ropa de pintor de brocha gorda y con una cara muy similar a la de un neandertal, y no lo estoy describiendo de forma despectiva porque a mí me pareció muy atractivo. Esas facciones duras me tentaron a acercarme a él y pedirle una foto, pero al final lo descarté por el temor a que me diera una hostia si le decía el motivo.

Pasó, si no me equivoco, tres semanas en una prisión de Egipto, ¿cómo recuerda esos días?

En la cárcel se pierde la noción del tiempo, parece que la estancia entre esas cuatro paredes se va a hacer interminable. Es muy duro. Un grupo de hombres derribaron la puerta de mi hospedería en el oasis de Dajla y me detuvieron. Digo un grupo de hombres porque no era la policía convencional, se asemejaban a los somatenes catalanes, eran unos campesinos muy feos y sucios. Me asusté mucho. En ese momento no sabía lo que estaba pasando, llegué a pensar que mi cuerpo acabaría en el fondo del río Nilo atado con alguna piedra, ya que, por aquel entonces, se hablaba de la desaparición espontánea de personas. Me llevaron, en mi propio coche, a la prisión de alta seguridad del país, donde encarcelaban a los condenados a muerte, a quienes cumplían cadena perpetua y a personas comprometidas en cuestiones políticas. En la cárcel sucedían cosas muy desagradables, pero, por suerte, en la sección de presos políticos, donde me internaron, no se veían ese tipo de cosas.

¿Por qué le detuvieron?
Por aquel tiempo (aunque creo que todavía sucede) el Gobierno egipcio recibía ayuda de los Estados Unidos. Para complacer a Washington se inventaban una especie de complot comunista con el que mataban dos pájaros de un tiro: recibían dinero del extranjero y se quitaban del medio a los intelectuales o activistas políticos molestos. Todos los años mandaban un dosier para mostrar los avances y da la casualidad de que ese año me acusaron de ser el enlace de la IV Internacional que trataba de derrocar al Gobierno a través del uso de la fuerza armada y también de haber provocado la quema del pabellón de Israel en la Feria Internacional de El Cairo. Sin embargo, tenía pruebas para demostrar que no había cometido ninguno de los delitos de los que se me acusaba porque en el oasis de Dajla solo podía permanecer si me personaba todos los días en el cuartel del ejército. Por lo tanto, cuando me llevaron ante el fiscal general del Estado, le dije que esas acusaciones eran absurdas y que lo comprobaría si llamara a la persona encargada del cuartel en Dajla. Al final me encarcelaron y coincidí con personas que ya conocía de las conversaciones en el Café Riche de El Cairo, de las charlas en el cinefórum o de los eventos organizados por el Instituto Goethe y el Instituto francés. Tras tres semanas en prisión, me pusieron en libertad y un policía muy desagradable, desconozco su graduación, me dijo que tenía 24 horas para abandonar Egipto, a lo que yo repliqué que la justicia me había declarado inocente y que mi deseo era quedarme. Entonces, se echó a reír y me espetó: “Aquí la justicia soy yo”.

¿Pasó miedo?
Lo pasé en el momento del secuestro. Esos tres hombretones ataviados con ropas del Alto Egipto y armados con cuchillos que entraron en mi cuarto no me dijeron que eran una prolongación de la autoridad policial. Recuerdo que me acompañaban hasta dentro del baño. Esos dos días previos a estar ante los representantes de la ley, sí, pasé miedo.

 ¿Algún recuerdo se repitió con insistencia en prisión?
El primer día me dijeron que iba a ver a mis amigos rusos. Yo no conocía a ningún ruso. Sentí alivio cuando comprobé que se referían a los conocidos con los que me reunía en el Café Riche. Pensé que al día siguiente vendrían a buscarme y a decirme que todo había sido un error. Sin embargo, desperté y ante mis ojos aparecieron los barrotes de la prisión como si estuviera dentro de una película expresionista alemana y me di cuenta de que la situación iba en serio. Evidentemente, me sumí en una especie de depresión de la que lograba escapar cuando cerraba los ojos y me venían a la mente escenas de mi infancia en el Mediterráneo, entre las charcas y las rocas, dando de comer a las anémonas trozos de mi bocadillo con queso. Reviví historias de mi infancia que me hacían soñar y apartarme por momentos de ese mundo horrible que era la cárcel egipcia. Me puso muy contento que un gatito me escogiera como compañero. Dormía conmigo y le daba de comer. Gracias al minino pude aguantar unos días más.

¿Qué tal fue el regreso?
Una vez de vuelta a mi tierra natal, me sentía igual que un pulpo dentro de un garaje. Piense que en Egipto había conseguido mi sueño, que era vivir en las láminas de los libros que atesoraba mi padre: vivía en los oasis, haciendo fotos, conviviendo con la gente sencilla, que es con la que me gusta estar, y escuchando las historias que contaban los ancianos, dentro de un mundo que paulatinamente desaparecía. Regresar a la ciudad de la que había huido fue algo terrible. Me la pasaba escuchando música egipcia y religiosa y me tiré a la noche. Cerraba los antros más cutres del barrio chino de Barcelona. Estuve metido en el mundo del sexo y las drogas hasta que ETA puso una bomba delante de mi casa. Esto me hizo reaccionar. Por aquella época, Pepe Rivas me llamó para proponerme que le ayudara a resucitar la revista Ajo Blanco. e dije que sí. Después conocí a mi compañero de viaje desde hace 34 años, con el que estoy casado y que fue otro salvavidas. Poco a poco empecé a salir del pozo y a recuperar la ilusión, la curiosidad y las alas que me habían cortado al expulsarme de Egipto.

¿Se arrepiente de esta etapa un poco loca?
En absoluto. Pero sí me asusta pensar que mis compañeros de parranda están muertos bien por culpa del sida o bien por alguna sobredosis. A mí me salvo de acabar como ellos que no estaba tan interesado en el sexo, sino que procuraba tener compañía, si acaso me atraía el acto de seducir. Todo esto da mucho respeto y también más amor por la vida.

En Costa de Marfil, fue testigos de una serie de rituales en los que demonios o espíritus tan antiguos como el propio mundo se adueñan o ‘cabalgan’ a personas de su elección. En todo rito religioso se produce una performance en la que existe un elemento sustancial y trascendental que es la creencia del propio asistente. ¿Creyó?
No. Creí en las transformaciones que se producían delante de mis ojos. Y ellos creían en las cosas asombrosas que sus sacerdotes estaban haciendo, como cambiar el timbre de voz. Su cosmogonía se relaciona con la existencia de yinn, genios o espíritus de la naturaleza que no pueden ser invocados por cualquiera, tan solo por aquel escogido por las deidades y que haya pasado un periodo de aprendizaje. Aquellos que llegan a convertirse en grandes sacerdotisas o grandes sacerdotes primero deben tomar unas cuantas lecciones en estado de trance. La gente recurre a ellos si necesitan curar a un enfermo o enfrentarse a una temporada de sequía. Por consiguiente, el gran sacerdote invoca a los genios, mediante el empleo de instrumentos de percusión, y a través de la posesión les transmiten la cura del enfermo o el motivo que está produciendo la sequía. Por supuesto, los sacerdotes y sacerdotisas nunca revelan las enseñanzas de los yinn, sino que al día siguiente actúan en consecuencia. No creo en los espíritus, pero no dudo de la fe y de las creencias de las comunidades africanas que visité.

¿No te planteaste la posibilidad de que exista algo más que la materia?
De hecho, había algo más. Era como si tuvieran capacidad para acceder al inconsciente colectivo del que habla Carl Jung. Hace unos cuantos años, mis fotografías sobre el animismo se expusieron en el museo de las Peregrinaciones de Santiago de Compostela, un lugar algo apartado y a donde solo acuden personas interesadas en las tallas románicas. 15 días antes de que tuviera fin la exposición, periodistas de la Cadena Ser se pusieron en contacto conmigo para informarme de que unas monjitas se habían quejado porque las imágenes expuestas mostraban escenas de vudú y mujeres desnudas; llegaron incluso a plantearse ponerme una denuncia. Yo les respondí que lo retratado en las fotografías no era tan disímil de lo aceptado dogmáticamente por la religión cristina: Dios le pidió a Abraham que sacrificara a su hijo y si no clavó el cuchillo sobre la carne de su vástago, fue porque un ángel lo detuvo; el tercer componente de la Santísima Trinidad es un espíritu; el Greco representaba a los apóstoles con espíritus sobre su cabeza y la eucaristía es como un acto de canibalismo sublimado, ya que el fiel se come el cuerpo y la sangre de Cristo. Esa exposición que podría haber pasado sin pena ni gloria, en esas dos últimas semanas, así me lo hizo saber la comisaria, recibió el mismo número de personas que debería haber recibido durante todo el verano. Que conste que no guardo ningún rencor a las monjitas; todo lo contrario, gracias a ellas al final la exposición fue un éxito.

Hay una conexión muy fuerte entre el erotismo y esa vida espiritual…
En África, el colonialismo y las religiones monoteístas cambiaron la mentalidad de la población autóctona; las leyes introducidas desde las metrópolis restringieron mucho la sexualidad libre que había. Y los efectos represivos han llegado hasta nuestros días. En Uganda, donde había un rey abiertamente homosexual, hoy se reprime con dureza al colectivo. Los espíritus imponen una serie de condiciones a los iniciados y una de esas condiciones es que ciertos días a la semana no pueden mantener relaciones sexuales con nadie. Pero no tiene nada que ver con la moral cristina o islámica: los yinn son celosos y muchas veces se enamoran de los iniciados a los que poseen.

¿Algún proyecto que le haya desilusionado?
En realidad estoy muy contento con todos. En todo caso, le diría que hubo uno que nunca llegó a materializarse y eso me causó mucha pena. Quise hacer un documental de Cheij Nabhany, un hombre interesantísimo, muy diferente al resto, un pozo de sabiduría que hipnotizaba con su habla. Pensé que saldría una película maravillosa, pero cuando fui a firmarlo con mi equipo vi que había perdido esa compostura serena, ese lustre en la mirada, ya no hipnotizaba con sus manos. Llegamos demasiado tarde, daba muestras de senilidad y tenía lagunas en la memoria. La gente me pregunta cómo consigo hacer para que parezca que detrás de la imagen no hay cámaras. Antes de grabar hago un proceso muy largo que se compone de una fase de documentación y lectura de libros, otra de fotografía… Pero lo más importante es que durante 10 años me he mantenido en contacto con ellos y he establecido una profunda relación. Conseguía esas tomas tan naturales porque en realidad era como si grabara en casa de un amigo.

Sin esas amistades tu trabajo no hubiera sido el mismo.
Cierto. Para trabajar necesito hacer amigos. A primera vista puede parecer una relación interesada, pero muchas de esas amistades han terminado siendo definitivamente verdaderas. Con unos argumentos parecidos le respondí a la antropóloga que me increpó en la presentación de mi documental sobre el espiritismo africano. Yo fui completamente honesto con mi trabajo. Es verdad que no utilizo un método científico como el empleado por ella en sus estudios, pero seguro que la antropóloga no se ha emborrachado o ha estado hasta las tantas charlando con los locales. En definitiva, me hice amigo de la comunidad. No he afrontado mi trabajo con un blog de notas en la mano, más bien he conocido a la gente desde dentro.

Leyendo los pasajes en los que habla de sus progenitores, me venía a la mente ese famoso dicho popular que asegura “no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos”.
Como muchos hijos de la década de los 50, calificaría la relación con mis padres de conflictiva. En aquellos años, los padres representaban el establishment y yo quería huir del ambiente represivo y de esa sociedad que me asfixiaba. Mi padre decía que era un rebelde sin causa porque no quería seguir el camino que ellos consideraban el más adecuado para mi futuro, no entendían lo que se me había perdido por Egipto. Les salí rana y gay.
Provengo de la burguesía catalana y es muy burguesa esa frase que dice: “lo que no se nombra no existe”. De pronto, en mi casa, se dejó de hablar de mi sexualidad, de mis amistades, de mis amores. Esto hizo que la relación con mis padres se enfriara y la distancia fue más aguada cuando partí para el extranjero. Sin embargo, la muerte de mi padre me hizo revivir muchas cosas bonitas, por ejemplo, los ratos que pasamos en barca cerca de unas islas que hay en la provincia de Girona, donde observábamos peces
voladores y tortugas. Me olvidé de los malos rollos. Junto a mi madre recuperé también recuerdos de la infancia, como esa casa maldita de mi abuela, donde, según la gente, ocurrieron cosas terribles y extrañas; se oían crujidos y algo parecido al deambular de espíritus. Ella me corroboraba mis recuerdos del pasado. Se abrió a mí. Me contó una historia lacerante de la Guerra Civil que yo ya conocía, pero no de su boca. Para ella fue un trauma oculto hasta que me lo reveló en los años 90. Todo esto nos unió mucho. Una vez muertos, aparte de echarles de menos, te das cuenta de que dejaste muchas palabras sin decir y eso sabe mal.

¿Ha conocido el desarraigo?
Durante el tiempo que duró el Impulso nómada no estuve desarraigado; mi hogar era El Cairo. En los otros viajes, no puedo decir que haya sentido desarraigo, pero sí me di cuenta de que mi estancia en esos lugares estaba marcada por la circunstancialidad. De hecho, mi hogar siempre ha estado donde estuvieran mi pareja, mi perra y mis gatos y estará donde estén ellos.