Quevedo versus Góngora

Texto: Antonio ITURBE  Ilustración: Alfonso ZAPICO

 

“No se debe mostrar la verdad desnuda, sino en camisa”  Francisco de Quevedo

 

Valladolid, octubre de 1603

La figura patizamba y encorvada de Quevedo, con un pelo encrespado extravagante y vestido con una túnica negra de estudiante rematada con una gran cruz de Santiago bordada, pasa por delante de la Iglesia de San Benito. Se adentra por la primera callejuela hasta un mesón frecuentado por altos funcionarios de la corte del rey Felipe III, que lleva instalada en Valladolid un par de años.

Al entrar en el mesón, el olor a humo de los candiles se mezcla con el de las barricas de vino agrio. Al fondo, distingue en una mesa a un grupo de forasteros de distintas procedencias que juega al Siete y llevar. Al colocarse bien sobre el puente de la nariz los anteojos redondos que alivian su miopía, los pelos ya tiesos se le ponen aún más de punta. Uno de los que está jugando es un reconocido poeta llegado de Andalucía llamado Luis de Góngora.

Sale del mesón cojeando a toda velocidad. Quevedo no puede evitar sentir una mezcla de admiración y repulsión por Góngora. Veinte años mayor, es un poeta consolidado y de un elogiado virtuosismo técnico, pero para él se trata de una poesía de retruécanos y palabras huecas, con mucha forma y poco fondo. Aunque lo que ha terminado de irritarle de Góngora es que haya llegado de Córdoba para arreglar unos papeles de su condición de presbítero y lo que haya hecho es dedicarse a despotricar de la suciedad del río Esgueva, de la ciudad y de lo castellano de la manera más destemplada. “Ya te templaré yo”, se dice para sus adentros. Resuenan en su cabeza los versos que el cordobés escribió al poco de llegar:

 

La lisonja hallé y la ceremonia

con luto, idolatrados los caciques,

amor sin fe, interés con sus virotes.

Todo se halla en esta Babilonia,

como en botica grandes alambiques

y más en ella títulos que botes.

 

En el siguiente mesón, cuatro puertas más arriba, entra con un mal humor de mil demonios:

-¡Mesonero! ¡Trae vino y no poco! ¡Y papel! ¡Y tintero!

Sobre la mesa se afana a rasgar unos versos que oculta con la mano cuando alguien se acerca porque quien los firme será su pseudónimo Miguel de Musa, aunque sea un secreto a voces que detrás está su mano maliciosa:

 

Tenéis un ingenio bravo,

hacéis cosas peregrinas,

vuestras coplas son divinas,

sino que dice un dotor

que vuestras letras, señor,

se han convertido en letrinas

 

El mesonero vuelve al rato con otra jarra rebosante y observa cómo mueve la pluma con vehemencia sobre el papel:

 

Son tan sucias de mirar

las coplas que dais por ricas

que las dan en las boticas

para hacer vomitar.

 

Cuando Quevedo levanta sus ojos miopes tras los lentes, se encuentra frente a la mesa la cara redonda del mesonero:

-No sé si ha llegado a vuestros oídos que el afamado poeta de Córdoba que nos visita en la ciudad ha lanzado unas pullas sobre el tal poeta Miguel de Musa, a quien por ventura pudiera conocer vuestra merced. Insinúan sus coplas así que su ingenio fuera más de empinar el codo que de escribir versos. Quevedo conoce perfectamente esos versos que lo sacan de quicio:

“Musa que sopla y no inspira”

 

y también escribe el dichoso mosén de Córdoba:

 

“hija Musa tan bellaca,

Sino del que hurtó la vaca”

 

Quevedo aprieta las mandíbulas y se echa un trago de vino para enfriar su ardor.

-Pues mira  por donde, amigo mesonero, que vi al tal Miguel de Musa ha pocas horas y me cantó estos versos sobre el tal Góngora, que al parecer, además de ser jugador y, a decir de algunas lenguas amigo de los amores nefandos, tiene una nariz sospechosamente judía para un cristiano viejo. Y decían los versos del colega Musa:

 

En lo sucio que has cantado

Y en lo largo de narices,

Demás que tú lo dices,

Que no eres limpio has mostrado.

 

El mesonero y los numerosos parroquianos que han parado la oreja, ríen los versos ácidos y celebran ese jocoso enfrentamiento entre poetas de esgrima verbal tan rápida como afilada. Don Francisco de Quevedo vuelve a afanarse en sus versos y en su vino, compañeros inseparables, que harían que Góngora, más refinado pero no menos vitriólico, lo bautizara como don Francisco de Quebebo.

 

25 años de pelea poética

Los poetas, en principio las almas más elevadas de la literatura, se han caracterizado desde siempre por tener las peloteras más encarnizadas. El enfrentamiento entre Góngora y Quevedo que se inició en Valladolid en 1603 duró un cuarto de siglo, hasta la muerte del cordobés. En ese enfrentamiento latía de fondo el choque de dos maneras de ver la literatura: la del estilismo y erudición de Góngora (que dio lugar al llamado culteranismo, un estilo donde la belleza de la forma del texto era crucial) frente al conceptismo de Quevedo, en que lo importante es el mensaje y no rehúye lo escatológico o el sarcasmo como herramientas para agitar al lector. En realidad, el propio Quevedo aprendió mucho del estilo de Góngora y Góngora acabó bajando algo de su pedestal para ponerse a pleitear con Quevedo contagiándose de su esgrima y su sarcasmo.