Charles Dickens en la cárcel

El autor de grandes obras de la historia de la literatura como Oliver Twist o David Copperfield pasó su infancia en una casa entre rejas.

 

Texto: Antonio ITURBE Ilustración: Alfonso ZAPICO

 

Londres, abril de 1824

Un funcionario sin dientes y una barba desaliñada que contiene restos de no se sabe qué, con peor aspecto que cualquiera de los convictos que custodia, agita una campana en la prisión de Marshalsea. El tintineo lúgubre anuncia que falta media hora para el cierre de puertas hasta las ocho del día siguiente. Parientes de visita, tahúres, traficantes de cualquier cosa, compinches y algunas prostitutas, empiezan a desfilar. Charles se abraza a dos de sus hermanos para despedirse de ellos en su visita de los domingos. Ha de ir a dormir fuera para poder levantarse al amanecer e ir a trabajar a la fábrica de betún. Se siente muy solo en la casa de la señora Roylance en Little College Street donde se hospeda; es sombría y huele eternamente a esa humedad verde que coloniza las paredes. Pero Marshalsea es un lugar infernal.

Dos meses atrás vieron llegar a su modesta vivienda de Candem a un subastador que se llevó todos los muebles. Al poco, vinieron a prender a su padre por culpa de las deudas. Su padre, con el bolsillo eternamente agujereado, debía 40 libras y diez chelines a un comerciante y fue conducido a Marshalea, en Southwark, una de las zonas menos recomendables de Londres. Un presidio dedicado especialmente en acoger a morosos, aunque también había personal de la Armada condenado por traición, piratería o crímenes de cualquier índole. En aquellos inicios del siglo XIX, la mitad de la población reclusa de Inglaterra lo era por deudas. En esa extraña prisión, donde todo era mugriento y desordenado, se toleraba que las familias de los internos se trasladasen allí, lo que generaba un caos constante. A algunos internos incluso se les permitía salir durante el día para que pudieran trabajar e ir pagando a sus acreedores.

Charles hace un gesto con la cabeza a modo de despedida de sus padres y, de repente, en alguna remota galería se escuchan los gritos desgarrados de una mujer. Sus hermanos se abrazan otra vez a él asustados y le preguntan qué sucede.

-Tranquilos. Está viniendo un niño al mundo.

El médico de la prisión sólo atiende a los internos pero no a sus familiares instalados allí, aunque algunos lleven años. Cuando hay un parto, son las mujeres que andan cerca las que ayudan a dar a luz. Piensa Charles que es un mal lugar para nacer.

Se encamina hacia la puerta agarrando con fuerza la bolsa de tela donde lleva un mendrugo de pan y un pedazo de cecina para la cena, porque en la prisión los hurtos son frecuentes. Cuando ya su familia no puede verlo, deja que las lágrimas corran por su rostro. Sólo tiene doce años y ya ha sido expulsado de la infancia de la manera más brutal. Aunque se han visto así por culpa de su padre, trasnochador y despilfarrador, siente también una rabia sorda hacia su madre. También ella lo acompañaba a los bailes y compartía ese sentido irresponsable de la paternidad. Pero sobre todo siente rencor hacia ella porque le ha echado encima el peso de la responsabilidad de mantener a la familia. A veces no sabe si es peor ese agujero de la prisión o esa soledad a la que lo han expulsado, ese trabajo extenuante desde el amanecer hasta la noche en la Warren’s boot-blacking factory enganchando etiquetas en los botes de betún para ganar un salario miserable. Odia ese olor a grasa y esa suciedad pobre que lo impregna todo.

Unos meses después, el fallecimiento de su abuela paterna haría que a su padre le cayera en herencia una suma modesta pero suficiente para rescindir sus deudas, abandonar la cárcel y que él pudiera encontrar un empleo menos duro. Pero esas vivencias en la zona más depauperada de la sociedad y esa pérdida de la infancia marcarán toda la obra de Charles Dickens. El Wilkins Micawber de David Coppperfield es el padre encarcelado por deudas, trasunto de su propio padre. Aunque quizá sea en las penurias del desamparado Oliver Twist –la primera novela inglesa protagonizada por un niño- donde retrate de manera más aguda el desamparo de un niño en los bajos fondos de un Londres que se presume civilizado y opulento pero que chapotea en la miseria económica y moral que conduce a la explotación infantil. Aunque tuvo una vida de éxito y desahogo económico -al menos, por temporadas- Dickens jamás olvidará su pasado y nunca olvidará el sufrimiento de los niños.

Escritor desde la cuna

La pasión por contar historias le llegó a Dickens en la cuna. Cuando él era muy pequeño y la situación familiar no era tan desastrosa, su padre trabajaba como administrativo en la Royal Navy. El matrimonio que formaban John y Elizabeth Dickens era muy aficionado a la vida social y contrataron a una nurse para cuidar de sus primeros hijos. Charles Dickesn nunca olvidaría la influencia de esa mujer, Mary Weller, que al acostarlos les contaba unas escalofriantes historias de terror protagonizadas por el Capitán Asesino, algún trasunto de Barba Azul con tendencia al canibalismo, que se dedicaba a convertir a sus esposas en picadillo para la cena. La manera en que la nurse imitaba los gemidos de las mujeres asesinadas de manera lúgubre lo horrorizaba, pero a la vez le fascinaba el relato. Recordó en un relato las andanzas de ese Capitán Asesino, aunque donde dio rienda suelta de manera más vivaz a esa fascinación por lo terrorífico fue en su extraordinario Cuento de Navidad, donde mezcla de manera aguda el relato de fantasmas y su conciencia social en la peripecia del avaro Mr. Scrooge.