«Las cerezas de mi padre», de Belén Juárez Jiménez
Belén Juárez Jiménez (París, 1965) reside en Granada y es profesora titular de Microbiología de la Universidad de Granada. Desde siempre ha compaginado su actividad científica y docente (más de 40 artículos en revistas de alto impacto internacional), con su faceta literaria y artística. Actualmente, es coordinadora del área de Microbiología Clínica de la revista Ars Pharmaceutica. En relación a su faceta literaria, ha participado en diversas antologías y congresos de poesía y colaborado con múltiples revistas literarias nacionales e internacionales, así como en diversos periódicos locales. Llevó sus versos al Instituto Cervantes de El Libano y a Bahreim. Ha sido redactora jefe de la revista literaria Ficciones, codirectora del programa de radio La Vuelta de Llave, columnista de la revista del Legado Andalusí, traductora de poesía al francés e ilustradora en el libro Las Noches Azules del Alma (Fundación Euroárabe). Igualmente, ha sido miembro del jurado del concurso de Poesía Internacional de Armilla (Granada) en diversas convocatorias. Ha colaborado con sus ilustraciones en diversas publicaciones de Poesía Visual. Hasta la fecha ha publicado dos libros de poesía Destierro en Cuadro Ángulos (Devenir) y La Noche de Ayer (Alhulia, “Palabras Mayores”).
LAS CEREZAS DE MI PADRE
A ti, Papá
No existe mayor dolor
que el de no poder detener el tiempo
cuando conoces el futuro….
I.
Es el tiempo una cuna de ansiedad,
una rima de hilos de luz,
diamante de la vida que se esconde
tras la carne que nace, que muere, y que…
pregunta.
Cuna a destiempo
a lomos de las horas, desgarrando
la mente hundida en un silencio de neón
que destella la infamia de tanto sufrir.
He aquí el maldito rostro de un dios
que juega con los trozos de mi ser,
que me hizo adulta y más niña si cabe,
y donde mi llanto implorando,
sudando la muerte entre mis palmas,
era un juego infantil
para aquel que creó la vida.
II.
Tal vez un ángel atrevido,
un ángel rencoroso,
un dios disfrazado de ángel,
ángeles que inventamos,
un ángel desterrado,
malévolo de emociones,
tal vez un ángel que bautiza con amor
todas las preguntas de nuestros ojos.
Y hoy soy,
como infinita gota entre multitud de océanos,
un abrazo más del rencor de aquel ángel,
intuyendo la augusta venganza,
le supliqué no alzar su espada
contra la propia creación del que dicen es
Señor del Universo conocido.
Me atravesó…
me atravesó el vientre, los puños y los pies,
sin dejarme morir, sin dejarme abatir,
aplaudiendo mis ojos húmedos,
obligándome a vivir,
con la deshonra de ser hija del viento,
con la memoria intacta,
con la fuerza del reproche,
y la conciencia de saberme hija de mi padre,
de mi padre… al que nunca más volveré a ver…
III.
Él me dio la sangre,
el huerto de mis años más felices
donde crecí,
jugando con mis insectos.
Tantísimos ojos azules en su rostro,
un cielo a la altura de mis bucles,
el suave tacto de sentirme niña para siempre,
y comprendo,
comprendo que me ciñe la memoria
contra la vida,
ahogando palabras,
como un delfín sin espumas
brotando mis saludos contra el Magnífico
contra el oídium
que por blanco o gris perla
finge eterna belleza…
Veinte años,
y mis fuerzas que no pueden
maltratarme más …
IV.
Aquel que fue mi padre suplicó
con los puños cerrados
contra la única primavera que
resbalaba de su tiempo,
volver a ver a su niña
antes de cerrar los ojos para siempre,
antes de cerrar su risa, la luna de sus lágrimas,
el manto de su amor, la ira de sus horas.
Sucedió la tarde,
y las lanzas del sol invadieron mis ventanas,
el plomo de aquel ocaso, de gris metal,
sacudía mi esperanza,
la esperanza que se me negó,
la esperanza de la que hablan los creyentes,
esa esperanza que dicen del buen dios,
y que nunca merecí con tanta maldad,
que me marcara el pecho a latigazos.
V.
Y sigo llorando…
ahora sigo llorando,
me llega el aroma de la flor de la rapilla
– nomeolvides– insistía…
mi padre me dijo con una flor en la mano
–nomeolvides–
mientras el azul de su mirada,
me sigue devolviendo la tristeza,
como manjar de un tiempo de mangos y aguacates
que jamás madurarán ni morirán en mi recuerdo.
Veinte años después de aquel día de vértigos,
sigo viendo entre sus manos,
aquellas últimas cerezas que me pidió,
las ultimas gotas de vida que me pidió saborear,
las únicas que se llevó hacia el silencio.
– Dios de los otros,
estoy llorando y
no puedo ya ni controlar
mi desprecio hacia ti,
me lo quitaste sin merecerlo,
sin preguntarme.
– En este mundo de necios que permites,
de almas hermosas que no permites,
ya no mereces
ni siquiera el título de Dios.