Yasmina Reza: humor judío y peregrinaje a Auschwitz

Yasmina Reza publica “Serge”, una tragicomedia sobre tres hermanos unidos por el cariño y la memoria.

 Texto: Carlos LURIA Foto: Pascal VÍCTOR-OPALE

 

Al igual que muchos, descubrí a Yasmina Reza en 1998. Fue el año en que su obra Arte (Art en la versión catalana) se estrenó en Barcelona. El feliz hallazgo tuvo lugar en el Teatro Poliorama, al amparo de tres monstruos como Josep Maria Pou, Josep Maria Flotats y Carlos Hipólito. También, al igual que muchos, salí fascinado no solo ante la interpretación, por supuesto, sino ante el petróleo dramático que Reza extraía de un lienzo en blanco. Entre bromas y veras, Arte metía el dedo en llagas como el esnobismo, la pervivencia de la amistad, el concepto de autenticidad y la dificultad de aceptar los cambios que sufrimos la mayoría de los seres humanos.

Nos enteramos por aquel entonces de que Yasmina Reza había nacido en 1959 en Francia (consultada para escribir estas líneas, la Wikipedia dice que el nacimiento se produjo en Nantes, pero la editorial Anagrama asegura que en París, una discrepancia nada desdeñable si tenemos en cuenta que entre una y otra hay más de cuatro horas en coche). A finales de los noventa la autora ya había hecho gala de una rica trayectoria como traductora, guionista, dramaturga y novelista, e incluso una obra suya, La travesía del invierno (1989), había ganado el premio Molière. Por aquel entonces, poco antes del fin de siglo, faltaba aún una década para que Reza triunfara también con otra pieza teatral, Un dios salvaje, que posteriormente sería llevada al cine por su amigo Roman Polanski.

Quienes la habían conocido describían a Reza como una mujer fuerte, con carácter y tremendamente segura de sí misma, rasgos que llegaban a ocultar su extrema sensibilidad. Y otro rasgo distintivo de la autora: el complejo aluvión de sus orígenes. Su padre, nacido en Samarcanda pero criado en Moscú, descendía de una familia judía que fue expulsada de España por la Inquisición y que se refugió en Uzbekistán. Era un hombre religioso que se sentía muy próximo afectivamente a Israel. La madre de Yasmina, violinista, pertenecía a una familia de judíos húngaros, era atea y, por el contrario, no quería ni oír hablar de Israel. Pese a estas diferencias, los dos progenitores eran profundamente judíos en cuanto a formación e identidad cultural.

Y así fue cómo los recién llegados al universo de Yasmina Reza comprendimos la querencia de la autora por el ensamblaje entre frivolidad y profundidad, entre el humor y la humanidad más oscura: la marca de la casa de buena parte de la narrativa judía. Reza mostraba ese ensamblaje no solo en sus obras teatrales, sino también en sus novelas. A este lector le gustó especialmente el monólogo del anciano de Una desolación y algo menos la nerviosa Felices los felices, donde se intentaban trazar las fronteras entre el amor y la felicidad (un libro, por cierto, que Rafael Narbona puso a parir en El Cultural en una sucesión de improperios que acababa con la muy currada reflexión de que mejor olvidarse de los contemporáneos porque los clásicos nunca defraudan).

Yasmina Reza vuelve ahora con una nueva novela: Serge, publicada por su editorial habitual en España, Anagrama (un apunte anecdótico sobre el titulo: quienes sigan a Reza se habrán percatado de que siempre hay un Serge en sus obras: al parecer se trata de la promesa a un amigo). Se trata de una tragicomedia que presenta a tres hermanos de mediana edad: Serge, Nana y Jean. Este último es quien narra la historia, aunque Reza hace bastante lo que quiere con el punto de vista.

La vida ha tratado a los dos hombres con altibajos, y la relación entre los tres hermanos está presidida por el cariño y la memoria pese a las diferencias de carácter, las tensiones y las figuras colosales de sus padres. Él, ya fallecido; ella, muy enferma cuando empieza la novela. Ambos son judíos, como los padres de Yasmina; ambos son bastante intratables y ambos tienen una visión opuesta de Israel, también como los padres de Yasmina: “En casa el tiempo pasaba repetitivo y anodino”, cuenta Jean. “Lo único en condiciones de poner un poco de ambientillo era una conversación sobre Israel, no fallaba. Caíamos enseguida por la pendiente de la pomposidad y el patetismo”. Aunque no todo estaba perdido en aquel hogar. “El comunismo, en cambio, era la bestia negra común de nuestros padres. Cuando se trataba del comunismo, mi padre estaba de un humor completamente distinto y a mi madre le encantaban sus ocurrencias”.

La madre muere en las primeras páginas, y con esa muerte arranca un primer diálogo cargado del excelente humor negro marca de la casa. Una de las nietas se queja:

“—No entiendo por qué la abuela se ha hecho incinerar. Me parece de locos que una judía se haga incinerar.

—Es lo que ella quería.

—La idea de que te quemen, con lo que vivió su familia, es de locos.

—Deja de dar el coñazo —dijo Víctor”.

Los tres hermanos y la hija de uno de ellos deciden ir al campo de exterminio de Auschwitz, un lugar de peregrinaje y de monumento a la memoria pero también, según van a descubrir los viajeros, un parque temático por el que se pasean alegremente turistas de todo el mundo tomándose selfis. Es en esta visita, en la que estallan las tensiones entre los protagonistas, donde el libro alcanza sus mejores páginas.

“Auschwitz es el lugar con más flores que he visto en mi vida. En toda mi vida. En una fachada, un Juan Pablo II dice dentro de un bocadillo: ‘Antysemityzm jest grzechem przeciwko bogu i ludzkosci’. El judío es un buen abono, traduce Serge”. Y de nuevo una de cal y otra de arena: “El campo de Birkenau es inmenso. De una inmensidad que da vértigo. Uno entra en un lugar consagrado a la muerte. Es eso lo que produce vértigo. Los raíles van directos a la muerte. En Birkenau, el proyecto industrial de aniquilación es flagrante”.

Según confesó Yasmina Reza en varias entrevistas, en un principio tenía pensado que todo el libro girara en torno a esta visita, aunque luego el campo de exterminio se quedó en episodio central. “El turismo y el terrorismo son las dos grandes plagas de nuestra época”, confesó a La Vanguardia. Y a la agencia Efe: “Se ve a estos turistas visitando el campo de concentración con gesto serio, con sus pantalones cortos, chanclas y una mochila de colores chillones y luego van a un café a reír no se sabe de qué y por la noche completan el tour en una fiesta artificial”.

Yasmina se lamentaba de que estas visitas no fueran vinculadas a un ejercicio de reflexión sobre el pasado, como muestra la voz del narrador. “Delante tenemos la garita de recuento. Me acuerdo de los relatos de esperas interminables de pie, con harapos bajo un frío helado, viento y noche mortal, porque la mañana era la noche. Una mujer asiática en zuecos de goma con agujeros, como los que se ven en la playa, posa delante con su palo de selfi. Ha fabricado una sonrisa amable de la que va perfeccionando la dosis según las tomas”.

Sobre el humor judío se habló en el número 40 de la revista Librújula. Reza, como se ha dicho, recurre a él de una manera natural: mezcla una doble mirada sobre las situaciones y las personas que dan mucho juego tanto en los numerosos diálogos como en las descripciones. “Once mil niños judíos fueron deportados desde Francia”, reflexiona Jean. “Hay decenas de fotos de niños, sus nombres las fechas, su historia en cinco líneas. Les miras la cara, ves el nombre, el peinado pulcro, lees su número de convoy, pides perdón a esos fantasmas bajitos y te sientes mejor durante tres minutos, pero cuando salgas al sol, cuando vuelvas al coche, ¿de qué te vas a acordar? Y aunque te acordaras, ¿qué?”.

Serge no es, sin embargo, una novela redonda. Cierto que sus personajes, excesivos y con un pie permanentemente en el mal genio, expresan sentimientos tan humanos como la nostalgia del pasado, la perplejidad ante el presente y el miedo al futuro, e incluso reflexionan con acierto sobre la brecha generacional o el envejecimiento. Lo que ocurre es que, además de tantas otras cosas, Yasmina Reza es francesa. Muy francesa. Al humor galo hay que darle de comer aparte, y ese es el motivo por el que muy pocos humoristas vecinos hayan traspasado las fronteras de su país: Goscinny y Uderzo, Jacques Tati, Jean-Marie Le Pen y pocos más. La comicidad francesa suele hacer gala de una gesticulación que puede llegar a resultar irritante, de un uso constante de la negación, de un localismo crónico y de un culto al exceso y la extravagancia. En ocasiones, Reza cae en estos modos. Puestos a buscar referencias, ciertas escenas del libro pareen inspiradas en El gendarme de Saint-Tropez, de Louis de Funès.

Y, sin embargo, como si se arrepintiera de esta exuberancia de boeuf bourguignon, Reza nos presenta también diálogos escuetos que resultan entrañables. Como el de los dos hermanos, atribulados, maduros y uno de ellos perseguido por la sospecha de un cáncer:

“—Qué lejos queda la alegría de antes.

—La alegría de antes terminó. Pero nos queda la risa.

—¿Sabes qué me gustaría volver a ver? El jovencito Frankenstein.

—¿Te acuerdas de cuánto rió papá, él que no reía fácilmente?.

—Nos daba vergüenza.

—Todo el cine lo miraba. Pero éramos felices.