En Praga con Dita Kraus, una de las últimas supervivientes de Auschwitz

Dita Kraus es una de las últimas supervivientes del Holocausto que guarda la memoria intacta de ese tiempo negro. Sus vivencias han inspirado “La bibliotecaria de Auschwitz”, una de las novelas escritas en español más traducidas de los últimos diez años. Ella escribió posteriormente sus memorias “Yo Dita Kraus” y ahora acaba de publicar en la República Checa la biografía de su marido, el escritor Ota Kraus. Nos vamos a visitarla a Praga.

Texto y foto: Antonio ITURBE

 

La primera vez que oí el nombre de Edita Kraus fue en el libro de la experta en el Holocausto, Nili Keren, titulado Auschwitz, the Death Camp. La primera vez que vi en persona a Dita fue un par de años después, en 2009, en el hall del hotel Triska, donde ella misma me había reservado habitación, cerca de su piso de Praga. Me llevó hasta ella mi investigación, si es que se puede llamar investigación a mi lectura desordenada de libros más o menos relacionados con el Campo Familiar de Auschwitz, mi viaje a Polonia para visitar el campo y el azar que me llevó a topar con ella cuando quería adquirir en internet el libro descatalogado de su marido, Ota Kraus, The Painted Wall. Era la única obra de ficción ambientada en ese barracón 31 del Campo BIIb de Auschwitz-Birkenau donde se organizó una escuela clandestina y una pequeña biblioteca con ocho viejos libros, pero se había publicado únicamente en inglés años atrás y era difícil de conseguir. Posteriormente, sería traducido al castellano y publicado por Roca Editorial.

En mayo de 2009 llegué a Praga con el aturullamiento del extranjero que llega a otra ciudad y la incertidumbre de cómo sería el encuentro personal con esa extraordinaria superviviente del Holocausto de 80 años con la que me había estado comunicando a través del correo electrónico durante más de un año. Cuando llegué al hotel ella estaba agarrada a su bolso sentada en el canto de uno de los butacones del hall y se levantó como un resorte en cuanto me vio aparecer por la puerta.

Me organizó un agradable plan de visitas a los lugares menos evidentes de la ciudad, una excursión al gueto de Terezin arrastrando en una maleta de ruedas ejemplares de la novela de su marido fallecido años atrás, Ota Kraus, para vender en la tienda del memorial y cocinó para mí dumplings rellenos de una deliciosa mermelada casera de arándanos como habría hecho con sus nietos y bisnietos. Dita fue la muchacha de catorce años que dispensaba los ocho viejos libros del barracón 31 a los profesores de la escuela clandestina que fundó a espaldas de los guardas de la SS el asombroso Fredy Hirsch. Seguía siéndolo.

La bibliotecaria de Auschwitz se publicó en España en 2012 y después tuvo un efecto dominó que la ha llevado a 31 países. Está pendiente de publicarse en Ucrania, donde la valiente editora de Vivat ya la tiene traducida, maquetada e incluso diseñada la portada, y va a publicarla en cuanto la guerra le permita una brecha, para que estimule a los ucranianos en su resistencia frente a la agresión y la crueldad.

En estos años el hilo con Dita se ha fortalecido. Ha habido correspondencia, encuentros en Praga e Israel y han pasado los años. Hace dos inviernos Dita se contagió de covid con más de 90 años y me invadió la angustia cuando la hospitalizaron. Había sobrevivido a los mataderos levantados por los nazis, al expolio del comunismo, a la dura emigración a Israel, a la muerte de su hija Michaela con 18 años, a la de su hijo Shimon ya de adulto tras una larga enfermedad, a la muerte de su marido. También sobrevivió al covid. Le costó recuperarse y me explicó en una carta cómo el llegar a la esquina de su casa dando pasos muy cortos fue para ella una de las mayores victorias de su vida

Tras un invierno regular en Israel con la salud frágil pensó que nunca podría regresar a Praga, la ciudad de su infancia donde vio con diez años cómo una mañana de 1939 entraron la tropas alemanas y detrás de ellos los uniformados de la SS con brazaletes rojos con unas cruces torcidas. Pero ha regresado. A sus 93 años ha viajado sola a Praga al piso que pudo comprar con la pequeña compensación que, décadas después, el gobierno checo le pagó por la expropiación de la fábrica de su marido por parte del gobierno comunista tras la guerra. De dónde saca la fuerza Dita es un misterio, uno de esos milagros laicos que hacen que uno tenga fe en la vida. Para Dita nunca nada ha sido fácil, así que lo difícil para ella es lo normal y lo muy difícil, lo habitual. Nunca he conocido a nadie que se enfrente a las dificultades más terribles haciendo menos aspavientos que ella.

Cuando este verano de 2022 llego a Praga al hotel, Dita me está esperando como hace 13 años, como el primer día. Sus piernas no son fuertes, pero ella sí. Como no he comido, aunque es una hora tardía para el almuerzo en Praga, insiste en llevarme a una cafetería del barrio donde me sirven una generosa porción de una carne rellena de jamón y queso soberbia.

Tomamos el tranvía. Dita evita el metro por las escaleras, pero siempre se mueve con el transporte público. En cuanto pone un pie dentro, la gente se levanta inmediatamente del asiento para cedérselo. Le digo que es la reina del tranvía y se ríe. Está orgullosa de la juventud checa, cortés con los mayores como ella. Pero en la manera en que todas las veces que subamos al tranvía le dejan el asiento a una velocidad supersónica con un respeto absoluto, casi antes de que haya traspasado la puerta, me hace pensar que reconocen en ella a una jefa de la tribu.

Como sabe que soy de Kafka, me lleva a ver su gigantesca cabeza metálica de 11 metros y 39 toneladas que se descompone por secciones y se encaja de nuevo creada por el siempre polémico escultor David Černý. Me pregunto qué habría pensado Kafka de esa nube de turistas viendo abrirse su cabeza en rodajas. La ciudad está tomada por los freetours, las bandadas de turistas armados con palos de selfie y las despedidas de soltera, pero Dita sabe todos los secretos del laberinto de Praga y, muy cerca de la Plaza de Wenceslao, en pleno centro, es capaz de entremeterse por un callejón en la trasera del monasterio de Franciscus y allí, en un recodo encantador, se hace el silencio. Sentados en un banco a la sombra hablamos de la biografía de su marido, que acaba de publicarse en la República checa.

Le pregunto si era difícil vivir con un escritor, pero ella, siempre humilde, me responde que “yo vivía con un hombre que era profesor, marido, padre, amigo y escribía. Era agradable estar rodeada de libros”. Se queda un momento pensativa mirando a las plantas, que también la miran a ella. “No recuerdo un solo momento con él en que me aburriera. Siempre era una persona interesante, siempre tenía alguna cosa que contar. Es una tragedia la de esas parejas que se sientan uno frente al otro y se quedan calladas porque no tienen nada que decirse. Ota estaba siempre contando algo”. Saca el libro del bolso y al ojearlo no logro entender nada en checo hasta que en un poema doy con una frase en español: “¡Viva la libertad en España!”. Me explica que “en 1936 Ota quiso alistarse como voluntario para luchar contra Franco y fue a la oficina de reclutamiento. Lo miraron con cara de circunstancias, le preguntaron la edad y respondió: 16. Entonces, le dijeron: ¡Regresa a la escuela! Escribió un soneto sobre lo que sentía en su corazón por la gente que estaba luchando en España por la libertad”. Me traduce en inglés unos versos intensos y apasionados.

Le pregunto por los idiomas que maneja: “El libro de mis memorias lo escribí en inglés. Tengo más vocabulario en inglés que en checo”. Le pido que me diga en qué idioma son los pensamientos íntimos en su cabeza: “Creo que van cambiando. Cuando estoy en Israel probablemente en hebreo, pero a veces en inglés. Y cuando estoy en Praga pienso en checo y si viajo a Alemania pienso en alemán. El alemán fue mi primera lengua hasta la edad de dos o tres años, que empecé a escuchar el checo de una asistenta. Mis padres planeaban enviarme a Gran Bretaña para aprender inglés, pero no pudo ser. A los diez años empecé a estudiar inglés y aprendí algo, de manera muy básica, pero me sirvió en el campo de concentración para hacer de contacto con los soldados británicos que nos liberaron durante dos meses. Después en Israel me convertí en profesora de inglés y durante muchos años he leído mayoritariamente libros en inglés”.

Vamos caminando despacio hacia el centro de la ciudad vieja. En el lugar más turístico de Praga, Dita conoce otro rincón oculto a los visitantes y allí nos sentamos a tomar té. Después,  enfilamos la calle París. Me señala la esquina de la calle Kostečná en la que vivió un tiempo con sus padres cuando empezó la peregrinación por distintas viviendas de la ciudad al ser expulsados de su bonita casa en un edificio muy moderno al que llamaban la casa eléctrica. “Aquí, en un piso de cuatro habitaciones vivimos cuatro familias judías cuando yo tenía 13 años, poco antes de ir al gueto de Terezin”.

Dita es vivaz, alegre y llena de curiosidad, pero a veces se queda callada. Le pregunto qué lugar ocupa Auschwitz en su memoria. “Es un periodo muy doloroso en mi vida, mi padre murió allí. Pasaron cosas terribles. Es una situación infernal saber que vas a morir, pero yo tenía la convicción de que no: no iba a morir. Eso me ayudó porque tomé el control de mi miedo. Me siento obligada a recordarlo y hablar de ello. Nunca rechazo cuando me piden una charla o escribir sobre ese tiempo aunque sea doloroso. Yo coopero porque siento la necesidad de que la mayor cantidad de gente posible conozca lo sucedido en el Holocausto”.

Me quiere llevar hasta el cementerio judío, aunque está algo cansada. Le digo que lo dejemos, pero insiste. Es extremadamente perseverante. A mitad de camino se detiene en la acera para dar descanso a sus piernas. No quiere sentarse, tan solo detenerse unos momentos y enseguida reemprende la marcha. Nunca da un paso atrás. Conoce una manera económica y sin colas para visitar el viejo cementerio judío de Praga a cualquier hora del día. En la tapia trasera hay una puerta con una reja de hierro desde la que se puede contemplar el silencio de las lápidas de piedra movidas como si flotaran sobre la tierra. Durante la ocupación nazi, en esa infancia donde todo se fue cerrando para los niños judíos: la escuela, el cine, los parques infantiles… solo les quedó el viejo cementerio y aquí jugaban al pilla-pilla o al escondite entre las tumbas y lo llenaban de alegría.

Noto que está fatigada y le sugiero que tomemos un taxi, pero me mira como si hubiera dicho algo disparatado. Iremos a buscar el tranvía, por supuesto. Odia el despilfarro. En un restaurante me dará otra de esas lecciones importantes que he recibido de ella estos años al tomar de mi plato la salchicha que me he dejado, envolverla en una servilleta de papel y guardársela en el bolso. Antes de llegar a la parada del tranvía me señala el edificio de la Filarmónica de Praga, que antes fue el parlamento: “MI abuelo, que era Senador, tenía aquí su trabajo”. Tras descansar sentada unos minutos a bordo, nos bajamos cerca del elegante café Slavia, donde la última vez que la visité en Praga nos sentamos a ver la bonita vista del río y comernos una tarta de cerezas soberbia. En el Slavia era fácil encontrarse a principio de siglo al único premio Nobel checo, Jaroslav Seifert, a tomarse la especialidad de la casa: café con absenta.

Nos acercamos hasta el pretil del río y atardece sobre el Moldava con pequeñas embarcaciones de recreo para turistas que evolucionan plácidamente sobre su superficie en calma. Me señala la otra orilla, donde también vivieron unos meses en el tiempo de la ocupación alemana, antes de que los deportaran a Terezin, como antesala de Auschwitz. Me explica con un brillo en los ojos que cuando el río se helaba en invierno cruzaba hasta la ciudad vieja caminando por encima. Me dice que ahora el río ya no se congela en invierno y que los veranos tampoco eran tan calurosos y eran pocos los días en que podían bañarse. Le pregunto qué significa Praga para ella: “en los últimos tiempos yo he sentido la llamada de la ciudad. Es mi conexión con el pasado antes del Holocausto, antes de las deportaciones. Me conecta con los años en que todo era normal. Este es mi lugar, este es el sitio al que pertenezco”. Sus palabras me hacen pensar en que al final de la vida volvemos a la memoria del inicio, como cerrando un círculo: “Lo puedes decir así. Cuando estoy en Israel estos recuerdos antiguos se desvanecen, pero cuando regreso aquí, adquieren todo su color”.

Al día siguiente hemos quedado para dar otro paseo por la ciudad. Yo le insisto en que descanse pero mientras yo hablo ella ya está en la puerta con su bolso y las llaves en la mano. Yo la sigo y nos metemos en el supermercado, pero lo único que compra es un manojo de zanahorias. No me dice por qué y he aprendido cuándo no debo preguntar. Todo lo sabré a su tiempo.

Atravesamos uno de los puentes que cruzan el río y llegamos hasta una de las isletas, convertida en un agradable parque con árboles y bancos para sentarse. Ella va muy decidida hasta la punta, donde las aguas del río tocan suavemente la orilla. Hay unos patos dando vueltas y más lejos se ven unos cisnes, pero no le interesan. La veo otear la superficie muy concentrada y al cabo de un rato se lamenta. “¡Hoy no están aquí!”. Es entonces cuando me explica que viene a veces a darles de comer a una pareja de nutrias que viven en el río. Aprendo que a las nutrias les gustan las zanahorias.

Dita Kraus y Antonio Iturbe en el Palacio Czernin, actual sede del Ministerio de Asuntos Exteriores del gobierno checo.

Un tranvía nos lleva por delante del castillo donde hay largas colas de turistas, pero nuestro destino es otro: el imponente Palacio Czernin, actual sede del Ministerio de Asuntos Exteriores del gobierno checo donde no entra cualquiera. Allí Dita es recibida por un diplomático encantador al que ella había dado clases de inglés muchos años atrás y se le abren todas las puertas como la reina que es. En la que llaman «habitación de oro» porque los muebles tienen un baño de oro y se han sentado los grandes estadistas mundiales, Dita y yo tratamos de arreglar el mundo durante un rato.

Al atardecer vamos a un sitio que sabe que me gusta, el Café Louvre. Su abuelo había sido uno de sus clientes, también Kafka, incluso andaba por sus salones Albert Einstein el año que estuvo dando clases en la facultad de Física de Praga. Está muy reformado, con un toque vienés, pero conserva el encanto y las tartas riquísimas. Solo ceno una sopa de fresas fría y me reservo para el postre: Yo me decanto por la tarta sacher y Dita por un hojaldre de crema con fresas.

Le pregunto cuál es su secreto para haber sobrevivido sin perder el sentido del humor ni el aprecio a la vida después de haber pasado por los peores momentos del siglo XX y haber padecido tantas calamidades personales. “He tenido más situaciones dolorosas que la media de las personas, pero no tengo ninguna lección que dar. Yo lo único que he hecho es estar atenta a cada momento. Aceptar lo que es. Adaptarme al presente”. Le pregunto por alguna creencia a la que aferrarse, aunque ya sé que en Auschwitz dejó de creer en Dios.  “No hay nada después de esto” me dice con una sonrisa. “Todo eso del cielo es una vana esperanza”. Le insisto en la necesidad de alguna idea a la que aferrarnos que esté por encima de nosotros mismo para tratar de entender el sentido de estar esa tarde en el café Louvre observando el paso del tiempo, un tiempo que ya se nos está yendo entre los dedos. “Estoy segura de que la mente humana es incapaz de penetrar en las razones profundas de la existencia del universo. Es algo para lo no podemos tener una respuesta”. Se queda callada un momento y me cuenta: “cuando tenía doce años miré a través de un microscopio una gota de agua: allí había un montón de vida. Si tuviera que imaginarme algo más allá de nosotros sería esa imagen: una gota de agua que alguien observa”. Y sonríe.