Uruk (actual Irak): el primer verano de la historia de la literatura

«La epopeya de Gilgamesh» es la narración escrita más antigua que se conserva. Casi cuatro mil años de imaginación atrapada en el ámbar del relato.

Texto: Antonio ITURBE Ilustración: Alfonso ZAPICO

 

Uruk, 1400 a de C.

 

El sacerdote Sin-leqi-unnini se remanga un poco el vestido de tela para poder caminar más deprisa entre las avenidas flaqueadas de huertos de Uruk, gran ciudad entre el Tigris y el Eufrates que ya no está en su época más esplendorosa pero sigue manteniendo la actividad y el trajín de una gran urbe. El martillazo de los artesanos y el griterío de los comerciantes que venden mirra y tejidos resuena por todas partes.

Con el paso de los siglos a esa zona del mundo se la conocerá como Irak. Sin-leqi-unnini tiene prisa y no quiere que nadie le pare por la calle, porque su especialidad en exorcismos hace que sea una persona muy popular en la ciudad y mucha gente acuda a él para sanar a familiares contagiados por el mal. Los espíritus malignos son irritantemente activos. No quiere detenerse porque la vida es corta y su trabajo muy largo.

Llega al templo y no hace caso a los esclavos que se arrojan al suelo a su paso. No tiene tiempo que perder. Cuando por fin llega a su estancia, que más que los aposentos de un sacerdote parece el taller de un alfarero: el suelo está sucio de polvo rojizo y esquirlas de barro seco, hay por todas partes pilas de rectángulos de arcilla y cinceles de todos los tamaños. Es su escritorio.

Sin-leqi-unnini se acomoda frente a la mesa de tablón, toma una de las tablillas de arcilla y un cincel y se dispone a retomar su tarea: conseguir pasar a las palabras imborrables la extraordinaria historia del rey Gilgamesh, acontecida mil años atrás y que se ha ido pasando de generación en generación como la mayor de las epopeyas jamás vividas.

Gilgamesh fue el quinto rey de la dinastía I de Uruk. Reinó aproximadamente durante el año 2.600 a de C. durante 126 años y le sucedió su hijo Ur-lugal. Él fue quien hizo construir las poderosas murallas de la ciudad que se convirtieron en leyenda. El sacerdote escriba alza los ojos por el ventanuco y observa esa doble muralla que protege la ciudad, con un anillo interior de casi diez kilómetros de longitud y cinco metros de espesor. Muchas de las 900 torres se han desmoronado, pero sigue siendo una muralla impresionante en ese atardecer en el que el sol hace brillar al fondo la pirámide escalonada que todo lo ve.

Sin-leqi-unnini es un sacerdote, Cree, como todos los sacerdotes, en el poder del mito y muestra a Gilgamesh como un ser asombroso: de más de 5 metros de altura, un semidios hijo de Lugalbanda y de la diosa Ninsun. A Gilgamesh, siempre inquieto, nunca dócil, le mueve el deseo de gloria y eso lo llevará a vivir aventuras sin fin junto a su amigo Enkidu, con el que tendrá sus más y sus menos. Pero a partir de la segunda parte del poema épico, narra cómo Gilgamesh tiene una meta superior: la búsqueda de la inmortalidad. Y eso lo llevará a aventuras mucho más oscuras en las que tendrá que enfrentarse cara a cara con la muerte e incluso vislumbrar lo que nadie había podido ver: el Más Allá que nos espera una vez que el viaje de la vida ha finalizado.

Sin-leqi-unnini cincela pacientemente la tablilla número doce, que será la última. Está tan magnetizado por la figura de Gilgamesh y sus proezas míticas que no es consciente en su escritorio-taller de Uruk que esa va a ser la narración escrita más antigua que se conserve. Será la primera de muchas narraciones al paso de los siglos; un reguero de historias, dramas, comedias y leyendas resistiendo el paso del tiempo en forma de palabras escritas que se resisten tozudamente a ser arrastradas por el viento del olvido.

 

+++++ Un descubrimiento asombroso

En las ruinas de Nínive (cercana a la actual ciudad iraquí de Mosul), en la biblioteca del Rey Asubanipal, se encontraron sepultadas en la arena miles de tablillas de barro cocido cinceladas con caracteres cuneiformes. Siempre se había creído que esos signos cuneiformes eran adornos ornamentales hasta que a mediados del siglo XIX un tozudo arqueólogo experto en cultura oriental, George Smith, se llevó unas cuantas al Museo Británico y empezó a estudiarlas con detalle hasta percatarse que se trataba de un lenguaje. Volvió a las ruinas y encontró unas tablillas en las que aparecía el mito del diluvio y un personaje mítico, un rey que había vivido en tiempos remotos en Uruk. Llevó décadas ordenar y traducir el texto. El propio Smith falleció antes de ver terminada la tarea. Algunas tablillas se habían perdido para siempre y la versión de La epopeya de Gilgamesh tiene algunas lagunas. Pero aun así, cuando se completó ese trabajo de miniaturistas, el resultado fue deslumbrante: esta narración que nos lleva a hace casi 5.000 años pero que reúne mitos (como el diluvio universal) que después veremos en otros grandes relatos místicos y que contiene los motores de la narrativa de todos los tiempos: la amistad, la pasión, la rebeldía contra el destino…