Verano en la cabaña de Henry Thoreau: “En lugar de acudir a un erudito, visitaba ciertos árboles”
Henry David Thoreau fue un pionero «ecologista» y uno de los primeros activistas por los derechos civiles. «Walden» es su obra capital.
Texto: Antonio ITURBE Ilustración: Alfonso ZAPICO
Cuando la vida nos lleva a rastras hasta el borde de un precipicio de confusión donde ya no se sabe a qué aferrarse, siempre se puede volver a Henry David Thoreau. Walden, el libro donde relata los dos años en que se fue a vivir a una cabaña que construyó con sus propias manos, es una biblia para los que somos demasiado religiosos para creer en dios. Los diez mandamientos de Thoreau se resumen en uno: “Simplicidad, simplicidad, simplicidad”.
Vivió en Concorde (Nueva Inglaterra) y podía haber sido un respetado prohombre de la ciudad dedicado a la fábrica de lápices de su familia, pero no era ese su camino: “un hombre es rico en relación a la cantidad de cosas que puede prescindir”. Ejerció de profesor en la escuela de la ciudad pero fue llamado al orden por la dirección ante su comportamiento inaudito: no azotaba a los alumnos. Salió del despacho de dirección y no volvió. Leyó a los clásicos griegos y romanos, pero también se fascinó con los clásicos de la cultura hindú. Y, sobre todo, paseó: “he aprendido que el viajero más veloz es el que va a pie”. Lo argumenta, incluso con cálculos aritméticos, a un amigo que le reprocha que no tome el tren para ir de una población a otra. Le demuestra que él va más deprisa caminando: tarda una jornada entera en el trayecto, mientras que el otro emplea entre ir a la estación y tomar el tren media mañana. Pero para pagar el billete de ese tren ha tenido que trabajar un día entero. Así que, al final, emplea día y medio para hacer un trayecto que a él le cuesta solo un día.
Trabajaba esporádicamente en la medición de terrenos: “Durante más de cinco años me mantuve así, sólo con el trabajo de mis manos y descubrí que podía pagar todos mis gastos trabajando unas seis semanas al año. Disponía de libertad y seguridad para el estudio, los inviernos completos y la mayor parte de los veranos”.
Un día, decidió irse a vivir en soledad a las afueras de Concorde, cerca de la laguna Walden: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome sólo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que al llegar la muerte descubriera que no había vivido”.
Pidió prestada un hacha, limpió una zona para asentar su cabaña y cortó él mismo los árboles necesarios para construirla: “mis días en los bosques no eran muy largos; sin embargo solía llevar algo de comida, generalmente pan y manteca, y leer a mediodía el periódico, con el que la envolvía. Sentado entre las verdes ramas de pino que había desmochado y dejando que el pan se impregnara de su fragancia porque mis manos estaba cubiertas de una aromática capa de resina”.
El 4 de julio celebró su propia independencia porque fue el día en que ocupó su cabaña. Tenía tres sillas: “Una para la soledad, dos para la compañía y tres para la multitud”. Allí lo visitaban algunos escritores que conformaron en Concorde lo que se ha dado en llamar el grupo de los trascendentalistas: el pedagogo Bronson Alcott, partidario de una reforma educativa en favor de la igualdad de las mujeres -y padre de Louise May Alcott, autora de Mujercitas-; el ensayista y filósofo Ralph Waldo Emerson o William Ellery Channing, destacado miembro progresista de la iglesia unitaria, firme defensor de la abolición de la esclavitud, asunto en el que los cuatro estaban de acuerdo.
Plantó una pequeña parcela con judías, patatas y guisantes para cubrir algunos mínimos gastos (comprar clavos, algún cristal) y se dedicó esos dos años a sentarse a ver cocerse el pan en el horno de piedra que construyó, a leer, a tomar notas, a atender algunas charlas con visitas esporádicas y, sobre todo, a caminar: “Un abeto tsuga de inusual perfección, que se alza en medio del bosque como una pagoda… estos eran los altares que visitaba tanto en verano como en invierno”.
Somos ricos y no lo sabemos. Thoreau nos lo recuerda en sus textos, que forman parte de las líneas más inspiradoras que se hayan escrito: “Todo hombre es el señor de un reino a cuyo lado el imperio terrestre del Zar es un dominio insignificante, nada más que una loma dejada atrás por el hielo”.
¿Guerra? No, gracias
En 1846, Estados Unidos declaró la guerra a México por el afán de quedarse con los territorios de Texas, Nuevo México y parte de California. A Thoreu le pareció una guerra injusta y decidió, como protesta, dejar de pagar los impuestos a un gobierno que utilizaba el dinero de los ciudadanos en atacar a los mexicanos. Esa negativa hizo que, finalmente, el recaudador de impuestos ordenara su ingreso durante un día –a modo de escarmiento- en los calabozos de la prefectura de Concorde. Su amigo y protector, Ralph Waldo Emerson, se incomodó mucho al saber que una persona de su posición estaba en la cárcel por su testarudez. Se fue hasta la fachada del calabozo y en la ventana estaba su amigo tras los barrotes. “¿Qué hace usted ahí dentro?” le preguntó con cierto enfado. Y Thoreau, muy tranquilo, le respondió: “¿Y qué hace usted ahí fuera”?