Thomas Mann vivió el momento cumbre de su vida en un balneario de los Alpes suizos

El autor de «La Montaña mágica» tuvo que exiliarse de Alemania por su oposición a Hitler.

Texto: Antonio ITURBE Ilustración: Alfonso ZAPICO

 

Primavera de 1912

El tren que ha partido de la estación alpina de Landquart asciende esforzadamente  culebreando por estrechos desfiladeros del cantón suizo de Grisons habitados por silenciosos abetos negros. Los túneles son largos y al salir la luz turbia de copos revueltos muestra abismos nevados con diminutas aldeas al fondo. Thomas Mann observa con desagrado las desvencijadas estaciones en las que se detiene el tren de vía estrecha mientras la locomotora trepa renqueante montaña arriba.

El escritor acude a los Alpes suizos a visitar a su esposa, ingresada en un reputado sanatorio, pero se pregunta si en verdad no se ha sometido a ese viaje agotador desde Munich para huir de la humedad pegajosa de los canales de Muerte en Venecia, que traen flotando efebos suntuosos como Tadzio.

Finalmente, la ascensión se culmina y el tren se deja caer por un valle tapizado de blanco y rodeado de inquietantes cumbres heladas hasta llegar a la pequeña estación de Davos-Dorf. Desde hace 60 años es una población a la que acuden enfermos pulmonares para ingresar en sus establecimientos de salud.  Lo saca de sus pensamientos alguien que golpea su ventanilla: su propia esposa, Katia, que le sonríe desde el andén.

Un coche de caballos los lleva a través de una carretera sinuosa hasta el sólido edificio del Waldsanatorium dirigido por el doctor Jessen. Ella le va poniendo al día de las rarezas y manías de algunos de los convalecientes. El tratamiento para la tuberculosis, siguiendo las pautas puestas de moda por el Alexander Spengler a mediados del XIX, consistía en aprovechar al máximo los beneficios del aire puro y seco de la alta montaña. Por eso al llegar se sorprende de ver a señores con trajes de mil rayas y señoras que incluso llevan puesto su sombrero, estiradas sobre tumbonas y cubiertas con mantas en las terrazas que miran hacia los Alpes. La dieta, en la que el vino tomado con moderación se considera beneficioso, es opípara y el lujoso comedor es el punto de reunión social de esa especial tribu de gente acomodada llegada principalmente de Alemania, Francia, Italia y Rusia para orear sus pulmones.

Mann ha traído equipaje para quedarse tres semanas, pero cuando su esposa le presenta al director médico, tras un breve reconocimiento, le sugiere que debería quedarse allí un tiempo para descartar cualquier riesgo de que una leve sombra aparecida en la exploración radiológica de sus pulmones pudiera empeorar. Sin mucha convicción, accede en esos días a tomar los aires de la montaña, fundamentalmente para acompañar a su esposa. Encuentra todo ese mundo balneario disparatado pero también fascinante y, mientras se arrebuja bajo la manta frente a los picachos de la cordillera, se le ocurre escribir un libro breve, algo satírico y liviano ambientado allí. Cuando esa tarde se sienta al escritorio y empieza a redactar la llegada a la estación de Davos de un joven llamado Hans Castorp para visitar a su primo ingresado en un sanatorio para curar su tuberculosis, deja la pluma sobre la mesa y gira su cabeza hacia la portentosa cordillera. Y ha de aceptar que no ha nacido para la levedad. Se da cuenta que ese hilo va a ser una madeja mucho mayor y empieza a coser un tapiz sobre el sentido de la vida, la enfermedad,  la responsabilidad política e incluso el destino de Europa en un libro que doce años después se publicaría con el título de Der Zauberberg. La montaña mágica.

 

Los Súper-Mann contra los nazis

Lo dice en La montaña mágica la encantadora aristócrata rusa Madame Chauchat: “los alemanes amáis más el orden que la libertad, toda Europa lo sabe”. Un reconocimiento que no le fue fácil hacer a Thomas Mann, que tenía un encendido patriotismo. Durante la I Guerra Mundial, era partidario del káiser Guillermo. Incluso dejó de hablarse con su propio hermano Heinrich (también escritor) por su talante pacifista contrario al expansionismo alemán de la I Guerra Mundial. Pero al paso del tiempo vio lo que estaba sucediendo con el antisemitismo y el auge del partido nazi. Se fue a ver a su hermano y le reconoció que tenía razón. No fue un paso fácil para un burgués de vida acomodada y amante del orden, ponerse a contracorriente. Pero el ejemplo del coraje de su hermano, en primera línea de la crítica de los movimientos fascistas en peligroso auge, hizo que finalmente abandonara una cómoda neutralidad y bajara a la arena.

Después de que el partido Nacionalsocialista, en pleno ascenso y con todo a favor -acababa de obtener en las elecciones de enero de 1930 seis millones de votos y se dirigía en tromba hacia el gobierno de la nación-, Thomas Mann, con la autoridad moral que le daba el reciente premio Nobel de Literatura,  el 17 de febrero de 1930 se subió al estrado  a una caldeada sala Beethoven de Berlín repleta de miembros del partido nazi de paisano dispuestos a boicotear el acto y pronunció su apasionado “Discurso alemán” para contar a sus conciudadanos que los nazis no tenían el monopolio del patriotismo y que lo que los motivaba no era su amor a la nación sino la sed de poder. No le hicieron caso. Cuando en 1932 se celebraron las cruciales elecciones que llevarían a los nazis al poder, él se opuso a Hitler y apoyó a su contrincante Hindenburg. En 1933 les confiscaron primero los coches, y después una de sus casas. En 1936 le fue retirada la ciudadanía alemana y el ministro de propaganda Joseph Goebbels trató de desacreditar su obra e incluso sus libros fueron vetados en su país. Se fue a vivir a Suiza y Estados Unidos, al igual que su hermano Heinrich. Thomas Mann no vivió unos años fáciles en el exilio, pero cumplió con sus convicciones. Cuando le preguntaban por el dolor de estar lejos de su patria respondía: “Donde yo esté, está Alemania”.