Agatha Christie, la gran autora de novelas-acertijo, vivió entre hoteles y misterios

Finalizó su primera novela en el Hotel Moorland y uno de los episodios más enigmáticos de su vida se solucionó en el Hotel Swan de Harrogate.

Texto: Antonio ITURBE Ilustración: Alfonso ZAPICO

 

Londres, otoño de 1919

 

Agatha Christie acude a las oficinas de la editorial The Bodley Head estrujando muy fuerte la carta que lleva en el bolsillo del abrigo, donde el editor John Lane muestra interés por su manuscrito. Está nerviosa porque ha recibido cinco negativas de otras tantas editoriales hasta que ya, cuando había perdido toda esperanza de que alguien se interesara en su manuscrito llegó el sobre con el membrete The Bodley Head proponiéndole concertar una cita para proponerle un contrato.

Al llegar, la recepcionista la hace esperar. No es una buena señal. No conoce cómo funciona el mundo editorial y esperaba, como todos los escritores noveles que aún conservan cierta inocencia, un recibimiento más entusiasta. Pero aun así, estar en las oficinas de esa editorial con libros apilados por todas partes y un trajín de gente que va y viene con resmas de papel, le parece un éxito. De hecho, todo empezó como una broma cuando su hermana Madge la retó dos años atrás: “Me apuesto cualquier cosa a que no eres capaz de escribir una buena historia policíaca”. No debería haberla retado… ¡Le encantan los retos! Y siempre ha tenido una cabeza privilegiada para armar enigmas.  Había publicado un poema en un diario local y tenía armada una novela, quizá demasiado farragosa, guardada en un cajón. Le faltaba oficio, pero contó con el apoyo de su madre, que la animó a terminar la novela casi empujándola a que se encerrase durante dos semanas en el Hotel Moorland a acabarla.

La historia le vino a la cabeza enseguida: la propietaria de una mansión de Essex es hallada muerta en su cama con las puertas y ventanas de la habitación cerradas por dentro, pero en contra de lo que parecía a primera vista, el médico dictamina que  no se trata de una muerte natural sino de un crimen. Lo que más le costó fue definir al protagonista. Dio muchas vueltas a cómo quería que fuese su detective, hasta que le vino a la mente uno de aquellos refugiados belgas que habían llegado a Torquay durante la Gran Guerra. Le encantaban los modales de aquellos señores mayores tan educados con ese acento francés tan refinado.  Así que decidió que su investigador sería uno de ellos y se llamaría Hercules Poirot.

Por fin, la recepcionista le dice que la espera el editor en su despacho. John Lane es un hombre atildado pero de modales bruscos. De hecho, la decepciona sus maneras más de comerciante que de alguien dedicado a la literatura. Despliega delante de ella los informes de lectura y le dice con un tono administrativo que son aceptablemente positivos. Lane le hace un solo cumplido:  está asombrado por el hecho de que una mujer como ella tenga tal conocimiento sobre el uso de los venenos. Agatha le explica risueña que lo aprendió durante la guerra, cuando trabajó como enfermera en un hospital y estuvo mucho tiempo trasteando en la farmacia. Le explicó a un asombrado Lane que hay cierto tipo de química que sirve para curar, pero que en dosis más alta, sirve para matar.

El contrato que le pone Lane sobre la mesa es abusivo. No recibirá su 10% de comisión como autora hasta que se hayan vendido los primeros 2.000 ejemplares y además la obliga a entregar a la editorial cinco libros más. Pero es inexperta en esos trapicheos de editor y pone una sola condición: firmar con el pseudónimo Mary Westmacott.

Al año siguiente se publicó El Misterioso caso de Styles. Su éxito hizo que Agatha se sintiera mucho más segura de sí misma y plantó cara al abusivo Lane. De hecho, en cuanto pudo abandonó la editorial y el avaricioso editor se perdió la oportunidad de publicar sus 66 novelas policiacas, que la han convertido en uno de los escritores más traducido de la historia.

El extraño caso de la señora Christie

En diciembre de 1926  Agatha Christie protagonizó un episodio digno de una de sus novelas. La noche del 3 de diciembre había mantenido una fuerte discusión con su marido, que tenía una amante y la cosa parecía ser algo más que una aventura pasajera. Cuando él se marchó de la casa, ella escribió una nota a su secretaria informándole de que estaría en Yorkshire y salió de la residencia de Berkshire conduciendo su coche. Nunca llegó a Yorkshire. La policía fue alertada y su coche apareció en la zona de Newlands, cerca de un lago. Se dispararon las alarmas y su desaparición fue portada en el New York Times. Un millar de policías y varios miles de voluntarios peinaron la zona durante días sin resultado. Once días después, fue identificada como una huésped en el Swan Hydropathic Hotel de Harrogate. Cuando llegó su marido, ella no lo reconoció. Había perdido la memoria. En el balneario termal se había registrado con un nombre extraño, que resultó ser -casualmente- el de la amante de su marido. Fue tratada por un psiquiatra y recuperó la memoria, tras serle diagnosticada una enfermedad nervioso-depresiva. Hay quienes se preguntan si la desaparición no fue una ingeniosa manera de ventilar la infidelidad conyugal y fastidiar a su marido. Se divorciaron un año más tarde.