Negro sobre negro: Cadáveres diminutos
Texto: Antonio LOZANO
Quizá en el origen de la afición del ser humano por miniaturizar, ya fuera construyendo casas de muñecas o introduciendo barquitos en botellas, anidara en parte el anhelo de reducir la complejidad a algo manejable, que un elemento de una magnitud inaprensible en sus dimensiones originales revelara todos sus ángulos y aristas a un único observador. Como si una pérdida física —la disminución del tamaño— se tradujera automáticamente en una ganancia mental —la ampliación de sentido. La relación de esta aspiración con la locura, el individuo jugando en cierto modo a la omnisciencia divina, quedaba plasmada con brillantez en el prólogo de Ricardo Piglia a su colección de ensayos El último lector: “Varias veces me hablaron del hombre que en una casa del barrio de Flores esconde la réplica de una ciudad en la que trabaja desde hace años. La ha construido con materiales mínimos y en una escala tan reducida que podemos verla de una sola vez, próxima y múltiple y como distante en la suave claridad del alba. (…) No es un mapa, ni una maqueta, es una máquina sinóptica; toda la ciudad está ahí, concentrada en sí misma, reducida a su esencia. La ciudad es Buenos Aires pero modificada y alterada por la locura y la visión microscópica del constructor”.
Frances Glessner Lee (Chicago, 1878-Bethlehem, 1962), una eminencia en el impulso de la ciencia forense en Estados Unidos, expandió la lucha contra la criminalidad partiendo de este principio de que el encogimiento del mundo facilitaba su desciframiento. Si se podían construir modelos del mismo a pequeña escala, se podía intervenir sobre los males que acontecieran en el original. La mirada escrutadora que permitía lo pequeño ampliaría el margen de actuación sobre lo grande. De este modo concibió y fabricó, junto al carpintero Ralph Mosher en los años 40 y 50 del siglo pasado, veinte dioramas que, a un coste de entre 3.000 y 4.500 dólares la unidad, representaban otros tantos escenarios del crimen. Los llamó “Nutshell Studies of Unexplained Death”, lo que vendría a significar “análisis de muertes por resolver en formato de cáscara de nuez”. Cada diorama mostraba la figurita de un cadáver en un espacio diferente —lavabos, cocinas, dormitorios, garajes, graneros, cabañas, altillos…—, invitando al observador a determinar si el fallecimiento había sido fruto de un homicidio, un accidente o un suicidio.
Si para la sociedad furibundamente patriarcal de su época, Glessner Lee, nacida en el seno de una familia pudiente de Chicago, había dado muestras de “locura” al querer estudiar en la universidad, divorciarse del hijo de un general confederado e interesarse por un ámbito tan inapropiado para una señorita como el de la ciencia forense, la prueba de su espíritu singular llegó para todos de la mano del asombroso nivel de perfeccionismo y detalle que puso en sus maquetas. Si una muñeca había sido estrangulada, su rostro mostraba lividez; si se había colgado, aparecía hinchado; si colgaba de una viga, el nudo de la soga era corredizo. Ceniceros del tamaño de una uña rebosaban de colillas, cajones y ventanas microscópicos se abrían y cerraban, ratoneras minúsculas funcionaban, sobre los mostradores de las cocinas reposaban alimentos que requerían de una lupa para su reconocimiento, los calendarios colgados de las paredes mostraban los días del mes, la ropa era de punto… Poco sospechaba su castrador progenitor, aficionado al coleccionismo de muebles antiguos, que el interés compartido por la decoración de interiores mostraría en su hija tan peculiar mutación.
Frances Glessner Lee se hallaba en la sesentena cuando empezó a impartir sus seminarios para detectives, fiscales y otros investigadores en la Harvard Medical School. Corrían los años 40, y la lista de espera era larga. A los participantes les concedía noventa minutos para que estudiaran cada diorama, recomendándoles que desplazaran la vista en el sentido de las agujas del reloj y que buscaran pistas sobre la clase social y la situación económica de los cadáveres, así como indicadores del estado mental en el que se encontraban cuando les llegó su hora. Insistía en no considerar sus creaciones un puzle a resolver, sino un instrumento para entrenar la mirada hacia el detenimiento y la frialdad (de joven le encantaban los casos protagonizados por Sherlock Holmes, buena parte de ellos resueltos a partir de la capacidad del detective para reparar en menudencias que los implicados habían pasado por alto). Sus esfuerzos fueron recompensados con el título honorífico de capitana del cuerpo de policía de New Hampshire, primera mujer en alcanzar tal honor en la historia de su país. Diecinueve de sus veinte dioramas no solo sobreviven sino que continúan sirviendo de ejercicio práctico para la policía científica de Maryland. Cada vez que se topen por azar con un capítulo de Se ha escrito un crimen, piensen en Frances Glessner Lee, inspiración fundamental en la creación del personaje de la señorita Fletcher, como lo fue también para el del “Asesino de las Miniaturas” que apareció en un capítulo de CSI.
PS: Una forma de entender el chocante final de Heridas abiertas, la novela de Gillian Flynn que tuvo una manierista adaptación televisiva, es como homenaje encubierto a la labor de Gressner Lee, si bien con un rizo sensacional (spoiler alert): la casa de muñecas no sólo encierra el misterio del crimen sino que contiene el propio crimen.