Museos imaginarios con arquitectura de papel
Los libros han salvado y expuesto en las paredes de sus paginas obras de arte destruidas por las barbaries de la Historia de las que, de otra manera, nunca habríamos tenido noticia. También la literatura ha creado sus propias obras de arte ficticias con el mármol y el óleo infinitos de la imaginación. María Gaínza y Pedro Amorós nos muestran cómo el arte pictórico y el literario se funden en el mismo remolino.

Detalle de la ilustración de Hallina Beltrâo, publicada en la revista Librújula número 57.
Texto: Hilario J. Rodríguez Ilustración: Hallina Beltrao
En su ensayo Si mi biblioteca ardiese esta noche, Aldous Huxley imaginaba sus emociones si todos sus libros fuesen devorados por las llamas. Sería como ver quemarse toda su vida de repente o como asistir al incendio de una gran civilización, pero con la posibilidad de reconstruirla poco después, porque a él los libros no le interesaban como objetos (incunables, miniados, intonsos o manuscritos) sino por sus textos, por las historias, los poemas o los ensayos que desplegaban en sus páginas, de modo que podían ser sustituidos por otros ejemplares de las mismas ediciones o de ediciones anteriores o posteriores.
A diferencia de los cuadros o las esculturas, que son únicos o parte de series limitadas, los libros pueden arder y renacer de sus cenizas, como el ave fénix; se pueden imprimir, ilustrar e incluso traducir sin traicionarlos demasiado. Esa es su fortaleza. Quizás por eso el arte pictórico nunca ha mantenido demasiados grados de separación con la literatura, donde ha buscado refugio cuando ha sido arrasado por catástrofes naturales, por el espolio de los invasores, por la ignorancia ideológica o por el odio religioso. Muchas obras se han precipitado por el abismo de la Historia con mayúscula pero antes han dejado un rastro de sí mismas entre páginas de libros, como la Historia natural de Plinio el Viejo, gracias a quien conocemos a Zeuxis pese a no haber visto ninguno de sus frescos y trampantojos (y sobre quien se dice que pintó un cesto con uvas tan realistas que varios pájaros se acercaron a picotearlas).
Al leer ciertos libros, como Vida imaginaria del doctor Mabuse o Un puñado de flechas, me sorprendo al observar en sus páginas huellas de algo desaparecido tiempo atrás, una vasija romana o un camafeo francés del siglo XVIII robados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, e incluso huellas de la parte imaginaria del arte, proyectos nunca llevados a cabo porque no se dieron las circunstancias o porque los realizaron artistas inventados por escritores. Últimamente este tipo de libros convertidos en museos han ido proliferando porque el arte ha expandido su campo de acción y ahora puede considerarse también un género literario, del mismo modo que la literatura a veces se convierte en un fenómeno expositivo. Así, libros, imágenes, textos, texturas, palabras y exposiciones se funden y se confunden. Se narra a partir de imágenes errantes provenientes del mundo del arte y se visualiza a partir de palabras errantes provenientes del mundo de la literatura. Ahora tanto artistas como escritores se lanzan y reciben feedback mutuamente, se retroalimentan, son uno.
Los pintores, los escultores y los arquitectos no pueden hacer cuanto se proponen, nunca han podido, unas veces por incapacidad y otras veces por falta de recursos; la literatura, sin embargo, puede recoger su testigo y llevar a cabo esos proyectos apenas esbozados por los artistas. Se podría hacer una historia del arte solo existente en los libros, una empresa fascinante aunque imposible porque ¿quién podría leerlo todo para asegurarse de no haber olvidado nada?
Un artista que solo ha existido literariamente es Ezequiel Justo en Vida imaginaria del Doctor Mabuse, una novela de Pedro Amorós que me recordó mucho a algunos relatos excesivos de Robert Arlt, J. Roberto Wilcock y Roberto Bolaño. Ese personaje va metamorfoseándose constantemente, a medida que recorre el mundo. Primero pasea por las calles de Madrid poco antes de la Transición, vestido como un pintor flamenco del siglo XVI, Jan Gossaert, también conocido como Mabuse, El Mabuse o Jan Mabuse porque nació en la ciudad de Maubeugue (cuyo gentilicio en flamenco se pronuncia «mabuse»). Más tarde, y a medida que deja cadáveres a su espalda y crea una organización criminal, se convierte en otro Mabuse, mucho más siniestro y letal, un personaje que nació en una novela de Norbert Jacques pero que alcanzó su forma definitiva en tres películas dirigidas por Fritz Lang en diferentes momentos de su carrera. Como el Mabuse cinematográfico, el de Pedro Amorós se convierte en un mago del disfraz y en un experto en telepatía e hipnotismo. Se sorprende a sí mismo diciendo frases megalómanas, amenazas al mundo, sacadas de los guiones de El Doctor Mabuse, El testamento del Doctor Mabuse o Los mil ojos del Doctor Mabuse. A medida que sus ambiciones crecen, la posibilidad de visualizar la locura de Mabuse en la novela de Pedro Amorós es menor, de ahí la pertinencia de ese paso del arte a la literatura, porque donde un cuadro habría llegado a los límites de sí mismo, la literatura aún dispone de mecanismos para continuar; allí donde el arte difumina sus contornos, las palabras siguen siendo capaces de avanzar. En este caso, no se trata de describir la trama del mundo del arte o de la vida de un artista, ni siquiera de consignar o describir sus obras, sino de inventarlas y luego mantener, pese a todo, una relación entre estas y los sistemas que organizan a las obras reales en los museos o en las colecciones privadas. De ese modo, la literatura le abre una puerta desconocida al mundo del arte, una puerta desconocida que al mismo tiempo el arte también le abre al mundo de la literatura.
Cosas como estas no se deben exclusivamente a los caprichos de narradores talentosos como Pedro Amorós, se deben por encima de cualquier otra cosa a la capacidad que tiene el arte contemporáneo de desplazar el lugar asignado a las cosas. Surgen nuevos espacios para el arte y nuevos espacios para la literatura, y a medida que alguien se adentra en esos espacios, pierde pie, la lógica le abandona. Por eso en la Vida imaginaria del Doctor Mabuse la progresiva amplificación de la locura de su protagonista va entrelazada con sucesivas escrituras, de sus memorias, de una biografía escrita por otro, de cuadernos y proyectos inconclusos, que no pueden llegar a ninguna parte, a cerrar el círculo, a cuadrarlo, porque de lo contrario caerían en los hábitos y limitaciones de las antiguas narrativas, del arte y la literatura en los términos en los que se entendían hasta hace unas décadas.
El arte, vaya por delante, ocupa demasiado. La mayoría de los museos del mundo están tan saturados de «obra» que necesitan un enorme espacio para almacenaje en sótanos, hangares y naves industriales, donde el arte que no entra en las salas de exposición se convierte en una amalgama de marcos apoyados los unos sobre los otros, estatuas que se tocan y restos de arquitecturas que ya nunca podrán ensamblarse juntos para formar ni un templo ni una muralla defensiva, ni siquiera una colección, un relato. ¿Recordáis el final de Ciudadano Kane? Tras la muerte del personaje interpretado por Orson Welles y las contradictorias y aun así complementarias versiones de su vida, un plano en grúa nos muestra todas sus posesiones almacenadas en una gran sala, mientras las más valiosas aguardan a ser inventariadas y las aparentemente menos valiosas acaban en el fuego de una chimenea. Pero no siempre el arte almacenado está inventariado y bien conservado, y a veces tampoco es el más importante; en la película el trineo donde está inscrita la misteriosa última palabra de Kane antes de morir, «rosebud», arde sin haber llamado la atención de nadie, salvo la de los espectadores, que asistimos impotentes a su desaparición.
María Gainza abre Un puñado de flechas con un relato sobre el paso del cineasta Francis Ford Coppola por Buenos Aires durante el rodaje de su película Tetro. Coppola ya no necesita probarle nada a nadie, ha dirigido las tres partes de El Padrino, Apocalypse Now y algunas de las obras maestras indiscutibles de la historia del cine, pero aun así continúa. Es el verano de 2008, él tiene casi setenta años y la joven narradora que nos cuenta la historia le escucha decir que todo artista llega al mundo con un puñado de flechas que puede lanzar al mismo tiempo en su juventud, cuando llega a la madurez e incluso cuando es viejo, aunque también puede ir lanzándolas poco a poco, espaciándolas para que cubran las diferentes etapas de su vida y en ningún momento tenga la sensación de que ya no le quedan argumentos.
Con esta premisa, el libro de María Gainza se adentra en colecciones privadas, atraviesa las salas de museos locales, recupera viejos catálogos y fija su atención en obras de dudosa autoría o procedencia, para recordarnos cómo el simple acto de ver, contemplar, mirar, mejora nuestras vidas, las nutre, ejercita nuestra resistencia ante el movimiento continuo, ante el flujo de capital, de información… Nos pausa, pausa el mundo. El arte, con sus interrupciones, hace más tolerable la vida moderna.
Un puñado de flechas lo que hace es transformar las dinámicas que hasta ahora manteníamos con el arte y la literatura, pidiéndonos un mayor compromiso visual mientras leemos y un mayor compromiso literario mientras vemos. No somos lectores, somos investigadores, del mismo modo que los novelistas no son escritores, son forenses. Nos vemos, no leemos, hacemos la autopsia de ambos actos. Solo de esa manera nos daremos cuenta de que posiblemente nuestras vidas ya estaban esbozadas en cuadros o esculturas de épocas pretéritas y de que no somos hijos de una única época, y menos de una sola cultura, sino de muchas. Somos, como diría Jorge Luis Borges, esferas cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna.
En el mundo desplegado en Un puñado de flechas nunca se llega a conclusiones tajantes, las investigaciones nunca acaban, simplemente se interrumpen; los relatos no se cierran, son porosos, quedan abiertos. No es un libro con fronteras precisas, es un libro sin género. Es un libro transgénero. Un libro contemporáneo. Moderno. Es un libro acorde con el mundo donde vivimos, cada vez más atravesado por flujos heterogéneos de información, que lejos de perfilar de una manera más nítida nuestra identidad, la difuminan. Lo primero que nos recuerda Un puñado de flechas es que muchas obras de arte y colecciones «no despiertan ni una pasión, ni gusto, ni inteligencia, nada más que constituyen la victoria brutal de la riqueza», todo porque «hay muy poca gente capaz de apreciar el arte sin desear poseerlo».
De muchas exposiciones y retrospectivas lo más valioso que queda tras ellas es el catálogo, el libro, el texto, el relato. Gracias a los catálogos, el arte se libra de ser únicamente un objeto de deseo, al alcance de la mirada de cualquiera pero fuera de la capacidad adquisitiva de casi todos. Ese triunfo puede parecer pequeño y breve, y aun así es un triunfo definitivo porque el arte deja de identificar a personas en particular y nos identifica a todos por igual, dotándonos de una especie de foto de carné como la que antaño solo estaba al alcance de las clases más privilegiadas. Con esa foto podemos sentir que al final disponemos de un pasaporte para que también nosotros podamos franquear algún día la línea que nos separa de la eternidad y entrar en ella con la extraña sensación de que quizás también allí seguiremos existiendo, pese a nuestra condición mortal y económicamente bastante precaria en la mayoría de los casos, y que estaremos ante el infinito al menos durante un rato y podremos mirarlo cara a cara, sin miedo.