Lisboa de verano: entre la franquicia y el latido literario

La capital de Portugal se ha convertido en uno de los destinos más visitados de Europa y la masificación ahoga en verano parte de su encanto. Pero todavía mantiene su esencia de ciudad de la imaginación.

Texto: Antonio ITURBE 

 

Las riadas de turistas que invadimos las ciudades europeas estamos convirtiéndonos en una plaga de termitas que devora la personalidad de los sitios que visitamos. Hacemos que los locales de los negocios artesanales sean deseados por poderosas cadenas multinacionales del comercio y la restauración que substituyen a los antiguos locales singulares por tiendas de ropa y restaurantes clonados, idénticos a los que el turista tiene en la esquina de su casa.

Viajo a Portugal y el viaje a Lisboa empieza en el aeropuerto de El Prat.  Mientras observo el panorama pienso, con fatalismo ibérico, que exactamente en eso se van a convertir nuestras ciudades europeas: en una terminal de aeropuerto. Eficientes, asépticas, caras… y todas iguales. En el lavamanos de los servicios me encuentro al escritor Javier Cercas. Dudamos un momento y, finalmente, nos saludamos con el codo. Cercas va al salón de libro de Turín y al saber que voy a Portugal me explica que estuvo con una beca de estancia literaria en Cascais y me cuenta sobre Estoril, lugar predilecto de la aristocracia europea. Allí hay un casino de alto copete, donde se rodaron escenas de una película del agente 007. “Pues ese casino de James Bond, que recauda muchísimo dinero, da un porcentaje de sus ganancias a la municipalidad para que lo destine a inversión en Cultura. ¡Por eso te encuentras ahí unos museos estupendos!”.  La idea me parece buenísima: el casino se da un barniz de respetabilidad que no le viene mal y se potencia la cultura local. Nos hemos pasado siglos mirándolos con desdén, pero cada vez estoy más convencido de que mucho tenemos que aprender de Portugal.

Mientras atravieso la península a miles de metros de altura ando leyendo a Fernando Pessoa (1888-1935), uno de los grandes escritores portugueses. Rebosaba tanta literatura que se inventó varios narradores que eran algo más que pseudónimos, con los que firmaba los libros: sus heterónimos. En El libro del desasoiego Pessoa escribe con esa mezcla suya de iluminación y derrota: “Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”. La llegada a Lisboa es majestuosa: una costa de limpias aguas oceánicas, la llegada del Tajo al mar en un gran estuario, el puente 25 de abril de dos kilómetros que fue diseñado por un estudio de ingeniería neoyorquino y recuerda al puente de Brooklyn.

Lisboa ya no es aquella ciudad adormecida por el fado. Hay que estar al tanto de tropezar con la riada de turistas. Me parece que estoy en el centro de Barcelona, en cualquier centro de cualquier ciudad europea:  Nesspresso, una tienda espectacular de Tous, H&M, pizzerías de dudosa italianidad, hamburgueserías, Starbucks… Llego al mítico café A Brasileira en la rúa Garrett, abierto en 1905, donde venían a arreglar el mundo artistas como José de Alamada Negreiros, Aquilino Ribeiro o Fernando Pessoa. La estatua de bronce de Pessoa sentado en una tradicional mesa del café está encerrada entre dos terrazas de bar repletas de visitantes consumiendo refrescos y cervezas con la música a todo trapo. Miro al pobre Pessoa, rodeado a todas horas de gente ruidosa, él que era tan amante de la soledad. Me viene a la cabeza algo que escribió en el Libro del desasosiego: “Si te es imposible vivir solo, naciste esclavo”.

Pero pese a la presión de las franquicias, Lisboa sigue siendo una ciudad de librerías. Traspasas la puerta de la Librería Sá da Costa, muy cerca del Café A Brasileira, y queda atrás la jarana del espectáculo callejero de break dance gimnástico, que parece el mismo en todas las capitales europeas. Es una librería donde se mezclan libros de cierta antigüedad con novelas comerciales de segunda mano en varios idiomas, mapas vetustos, libros en miniatura, folletos viejos de viaje y cachivaches. Encuentro en el estante dedicado a libros en castellano a Ortega y a Juan Marsé. A Marsé le habría gustado saberse en esta promiscuidad entre alta y baja cultura.

En la histórica librería Ferín el tiempo parece haberse detenido. En 1840 paso de taller de encuadernación a librería. Muestra en su sótano un pequeño museo de encuadernación. Aquí no hay riadas de visitantes, pero alguna persona merodea por las mesas de libros. La librera Raquel Cardoso me dice desde detrás del mostrador me cuenta que conservan algunos de los muebles originales y también siguen conservando clientes de toda la vida, “pero también otros más jóvenes que se interesan por sus libros de historia, genealogía, política y literatura”.

Por la noche, la ciudad recupera el silencio. En el antiguo Hospital da Estrela, se reúnen varios escritores legendarios: Pessoa, Poe, el poeta Mario de Sa Carneiro… se trata de la inmersiva obra teatral A morte do corvo, del director Nuno Moreira. El público se pierde entre los inquietantes pasillos de este hospital abandonado en una obra en la que la acción se desarrolla en diferentes habitaciones simultáneamente y el espectador elige qué momentos ve, siguiendo aleatoriamente a unos u otros actores que van encontrándose y desencontrándose por el laberinto de pasillos. Ir a vivir esta obra tan única y sugestiva es una razón para visitar Lisboa tan buena (o mejor) que hacerse la foto desde lo alto del elevador de Santa Justa, y con menos cola.

Uno de los lugares literarios más visitados de la ciudad es La fundación José Saramago, ubicada en el magnífico edificio de A Casa dos Bicos reúne manuscritos, ediciones de los libros de Saramago y guarda hasta su vieja máquina de escribir. La Fundación está dirigida por la incansable Pilar del Río, viuda de Saramago y primera defensora de la vigencia del gran autor portugués, ganador del premio Nobel. Sigue con firmeza la idea de Saramago de que su fundación no sea un museo sino un lugar de actividades culturales sonde haya presentaciones de libros, música, talleres y no dejen de pasar cosas. Una fundación privada, que se mantiene con los derechos de autor. Así que es el propio José Saramago quien la impulsa con su trabajo. Frente a la Fundación, a los pies de un olivo, en la tierra de Lisboa que conecta secretamente con las filtraciones del Tajo, reposan las cenizas de Saramago. Me pongo a hojear frente al muelle de las columnas un ejemplar de su Viaje a Portugal. Leo en sus páginas: “Ningún viaje es definitivo”.  Pese a la masificación de las zonas céntricas y el despliegue de franquicias, Lisboa sigue manteniendo en sus librerías y algunos rincones el latido literario.