«Íncipits, fotos y ausencias», de Ana Rodríguez Álvarez

Cuando se habla de los grandes íncipits de la Literatura, casi siempre se traen a colación los mismos: que si Cien años de soledad y El extranjero, que si Anna Karenina o Historia de dos ciudades… Pocos se refieren, sin embargo, a los grandes íncipits desconocidos. Esos que no salen en las listas pero que acompañan a los lectores durante años, incluso toda la vida, invocados tantas veces que la superficie de las palabras acaba por pulirse a fuerza de repetirlas.

Si alguna vez me encargaran elaborar un listado de arranques olvidados, yo –que todo lo dudo–, no vacilaría en asignar el primer puesto. Es el inicio de una novela que leí hace más de una década: El sermón sobre la caída de Roma, de Jérôme Ferrari. Había ganado el Goncourt el año anterior, pero no fue ese el motivo por el que la compré. Primero me llamó la atención ese título que evocaba a San Agustín; después, me decidí al leer aquellas primeras líneas, que al poco me aprendería de memoria y desde entonces recito cada cierto tiempo: «Como testimonio de los orígenes, como testimonio del fin, estaría esa foto tomada en el verano de 1918 que Marcel Antonetti se obstinó en contemplar en vano a lo largo de toda su vida para descifrar el enigma de la ausencia».

Que nadie me pregunte por el argumento de la novela, pues no lo recuerdo. En mi memoria sólo quedó grabada la mención a aquella foto, testigo mudo del vacío que seremos.

 

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Siempre que pienso en la foto del libro de Ferrari se me viene a la cabeza otra: la de mis bisabuelos J. y C. y sus siete hijos tomada en un estudio. Por la edad de mi abuela, que por entonces tendría unos doce años, calculo que la sacaron a principios de los cuarenta.

Posan en blanco y negro, muy formales, porque la fotografía era en aquellos tiempos algo serio, sin trucos ni filtros tramposos. En teoría. Lo cierto es que en la imagen sale un perro de mentira que el fotógrafo añadió para completar la estampa, quién sabe si por estética o como símbolo de fidelidad. En esa fotografía no posa, sin embargo, la tía E., que vivía con ellos y cuidaba de toda la prole. Su trabajo era tan invisible que acabó por hacerla invisible también a ella.

 

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Hace unas semanas hubo un temporal que duró tres días. Mi padre, que no tenía mejor cosa que hacer, se dedicó a ordenar viejas fotografías. Las fue distribuyendo por temas y las metió en antiguos sobres de revelado con el color ya desvaído. Me mostró aquellos sobres un sábado que fui a comer: se amontonaban por pilas en un contenedor de plástico con ruedas, desbordado de memoria y melancolía.

Aunque mi padre me propuso dosificar el visionado (no fuera a sufrir un síndrome de Stendhal fotográfico), me abalancé sobre ellas como si estuviera hambrienta, vete a saber por qué.

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–Siempre sonreías en todas las fotos. Eras una niña tan alegre… –me dijo mi madre.

Y al escucharla me puse un poco triste, aunque en realidad ya lo estaba.

 

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Saqué con mi móvil una foto a una foto, como en un juego de espejos. Es un retrato mío, de cuando tenía seis años y me abrí la cabeza contra un escalón: una brecha de cinco puntos cosida con hilo y recubierta de mercromina era mi marca de guerra. El hilo cayó hace más de treinta años, pero la línea, aunque algo difuminada, sigue atravesando mi frente. La piel se me pegó al cráneo en ese punto y, a veces, si hace mal tiempo, todavía me molesta un poco. Puede que mis dolores piensen que es una vía de escape y choquen contra ella, como una polilla que se estrella contra un plafón de luz pensando que es la salida.

Por si el punto de cruz de mi frente no fuera bastante, se me había caído el incisivo izquierdo. Pese a todo, estoy muy sonriente y se me ve feliz, dos cosas que no necesariamente van de la mano pero que en este caso coincidían.

Guardé la foto y pensé: «Esa eras tú. Puedes volver a serlo».

 

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De entre todo el montón, sólo encontré una foto en la que no sonreía. Era una imagen extraña, de la que no guardaba ningún recuerdo.

Aparezco en un salón de los noventa, rodeada de un gran mueble de color castaño del que asoman bandejas de plata, unos cuantos tomos de enciclopedia y un par de docenas de cintas vhs. Varios tapetes de crochet cubren el sofá y una mesita auxiliar.

Estoy justo delante de una silla, pero sin llegar a estar sentada. Ante mí se despliega una mesa enorme sobre la que descansa un mantel de hilo blanco. Los platos y los cuencos contienen los restos de una merienda infantil: hay medialunas de jamón y queso, palomitas, aceitunas y patatas fritas, una botella de Coca-cola con el emblema de la Expo 92 y algunas copas entre medio llenas y vacías.

Amplío una esquina para discernir qué es una masa blanca salpicada de rojo que se funde con el mantel: resulta que es una tarta de fresas con nata.

 

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Es un cumpleaños: en el lado izquierdo asoma el final de una cinta de colores que atraviesa una estantería. Sólo se lee «-ños». Del techo, en la parte derecha, cuelga un trozo de guirnalda hecha con papel pinocho. Detrás de mí, el único globo: es de color amarillo y está atado a una lámpara de pie, como único superviviente de una probable escabechina.

 

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Yo, como el globo, estoy sola, vestida con una camisa blanca y con el pelo recogido por una diadema de cuadros escoceses. Observo algo delante, pero no sé lo qué. Tengo la mirada sostenida con alfileres.

 

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Le pregunto a mi madre de dónde es esa foto, cuándo se sacó. Me responde que no está segura. Cree que puede ser el cumpleaños de M., una antigua compañera de mi hermano:

–La que tenía unos padres muy mayores y vivía en la calle Pizarro –añade para que finalmente me ubique.

 

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Eso explicaría por qué estoy sola. Los niños tendrían tres años más que yo y, siendo la pequeña, les resultaría un incordio.

Saco también una foto de esa foto. La contemplo, empieza a obsesionarme el enigma de la ausencia. Por qué me retratarían así, tan sola como la protagonista de un cuadro de Hopper. No consigo desentrañar el misterio.

Por momentos, pienso que es una metáfora del presente, una imagen-presagio de lo que iba a ser el futuro: una fiesta, llena de globos y guirnaldas, ahíta de comida y bebida. Una aparente felicidad y, sin embargo, yo ahí en medio, en silencio y sola.

 

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Sigo dándole vueltas a mi fotografía del mismo modo que desde hace años rumio el íncipit de Ferrari. Quizás esté tratando de encontrar sentido a aquello que no lo tiene. O quizás escriba, no para descubrir respuestas –porque casi nunca las hay–, sino para seguir buscando.

 

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Parece que el globo está empezando a deshincharse. Pronto su caparazón de plástico se quedará vacío. Inerte, permanecerá colgado de la lámpara, maltrecho, sostenido por el único nudo que lo mantiene en pie.