Un recorrido por el Sahara
Santiago García Caraballo publica el libro de viajes «Sahara. La llamada del desierto» (Editorial Almuzara).
Texto: David Valiente
El Sahara, comenta Santiago García Caraballo en su libro de viajes Sahara. La llamada del desierto (Editorial Almuzara), es un desierto donde “impera el islam, y en todo él sus habitantes se someten al islam”. Sin embargo, bajo el manto de la fe y la creencia y sobre un terreno hostil para la vida, germinó un ecosistema cultural diverso que gracias a las ingeniosas habilidades de los moradores humanos, presentes desde tiempos anteriores al nacimiento de Mahoma, se ha generado un espíritu genuino. Esta condición del espíritu ha influido la idiosincrasia de los cinco países (Argelia, Egipto, Marruecos, Mali y Mauritania), recorridos por Santiago en ocasiones diferentes y en condiciones muy variadas.
En ese extenso océano de piedras y arena, las comunidades humanas han tratado de dejar una huella imperecedera, sorteando, a veces con mayor o menor acierto, las adversidades propias de la geografía. De hecho, fascina descubrir la existencia de aproximadamente 15 000 grabados y frescos, algunos de ellos con más de 12 000 años de antigüedad en las hendiduras de las rocas, los túneles y los rascacielos naturales con paredes rugosas del parque nacional Tassili n’Ajjer, próximo a la frontera con Libia. Estos trazos de finalidad desconocida (aunque debatida por los expertos) atrajeron la curiosidad de Henri Lhote, un etnógrafo francés al que no le hicieron falta el sombrero de cowboy ni el látigo en las manos para hacerse un hueco en los círculos arqueológicos.
Sin embargo, esta no es, ni mucho menos, la parada más apasionante de la narración. Desde los lienzos rocosos que constituyen un laberinto dentro del desierto sahariano, el autor nos conduce a las no menos laberínticas e intrincadas calles, callejuelas y patios interiores de la ciudad cairota. El Cairo que describe Santiago es un crisol de turistas y ciudadanos, a caballo entre la opulencia y la carencia y entre la modernidad y lo añejo, en un ambiente que trata de mostrar una serenidad quebrantada por el golpeteo constante del claxon de los coches.
Curiosamente, El Cairo, que retrata Santiago, contrasta con la ciudad inmortalizada por Naguib Mahfuz en su entramado de obras Hijos de nuestro barrio, El callejón de los milagros, Café Karnak o la Triología de El Cairo. Tal vez se asemeje más a esa ciudad que, sigo sosteniendo, el Premio Nobel nunca quiso describir en su novela El Cairo nuevo, una urbe que rompe con el halo de tierra ungida por los dioses y el Nilo. El autor y veterinario español recorre un mundo prosaico, una especie de vaso canopo sin función litúrgica, en el cual, en vez de albergar vísceras, se mezclan la vanidad colonialista europea y la estulticia del turista japonés que saca fotos y compra en los bazares, sin percatarse del paisaje hierático que su lente nunca podrá captar.
Entre las dunas y el polvo, el autor descubrió que la legendaria hospitalidad de la gente del desierto no es una exageración de alguien que tuvo suerte, pasó algún apuro y recibió la ayuda de un buen samaritano que le hospedó en su casa. Aún más fascinante es descubrir cómo el respeto sigue marcando una pauta de comportamiento que acerca a miembros de diferentes culturas. En Erfud (Marruecos), Santiago vio en una tienda “un par de tablas un tanto rústicas, con inscripciones en árabe”. Eran ualjas, una especie de herramientas de escritura empleadas por los niños musulmanes de todo el mundo para aprender la palabra de Alá. Los dos viajeros estaban contemplando con “respeto” la utilería, cuando el dueño de la tienda se acercó a tratar de explicarles su utilidad en la vida cotidiana del creyente y a decirles que su valor no era económico, sino espiritual, y, por lo tanto, no se encontraba a la venta. “Claro, claro, lo entendemos” fue la respuesta de los dos viajeros. Sin embargo, al contemplar el interés y, repito, el “respeto” que mostraban por la ualjas, los invitó a que pasaran a un rincón de la tienda y tras enseñarles a recitar la shahada (primer pilar del islam: “No hay más dios que el Dios, Mahoma es el mensajero del Dios”), les regaló las tablillas.
De hecho, al leer el libro uno se da cuenta de la mente abierta que tiene el autor, y se agradece que rehúya la actitud de tantos miles de viajeros y escritores incapaces de mimetizarse, siquiera sentir respeto, por las creencias religiosas y mágicas de los autóctonos. De vuelta en el desierto argelino, esta vez en la cadena montañosa bautizada como Tefedest, los yinn, los famosos genios de los países musulmanes, acosaron al autor y a sus compañeros de viaje. Cuando ya habían montado el campamento, Santiago se separó del grupo para aliviar su vejiga. Mientras hacía lo que corresponde a la situación, empezó a sentir una presencia detrás de su espalda. Giró la cabeza para comprobar si alguien estaba observándolo. No había nadie. El autor no oculta su miedo y además fue en aumento cuando empezaron a oír unos gritos de origen desconocido. “Agradecimos desde el fondo de nuestros asustados corazones que aquel día nos tocaba la tienda grande”.
A muchas mujeres les gustará saber que los tuaregs conforman una sociedad matriarcal, ya que el apellido lo transmite y lo perpetúa la madre, al igual que reciben en los rebaños de cabras. A diferencia de otras comunidades donde también el islam es el credo central, las targuías escogen a sus maridos y si se cansan de tenerlos a su lado, aunque no exista un motivo aparente, pueden dejarlos, sin que por ello la comunidad las señale o menosprecie. En Argelia también, el autor y un compañero de viaje pudieron comprobar “la gran desenvoltura, o desvergüenza, de las mujeres” de la comunidad tuareg. Mientras un tercer miembro del grupo, de profesión médico, cumplía con el juramento hipocrático, ellos anduvieron por el campamento haciendo un poco de turismo rural. “Dos jóvenes targuías” “coquetas y, a su estilo, arregladas” se acercaron a su posición y comenzaron a mirarles con cierto descaro y a hablar entre ellas en un lenguaje ininteligible para el oído europeo.
“Pero no acabó ahí la cosa”. Esa misma noche, a la luz y el calor de una hoguera, mientras sostenían una sopa entre sus manos, oyeron los tambores del tindé (no confundir, por favor, con el Tinder, aunque la finalidad sea casi la misma). El tindé es un ritual con tambores, por el cual las mujeres atraen a los hombres. Una especie de glugluteo o llamada a la reproducción que cautiva a los jóvenes tuaregs, así como, presupone el autor, trató de encandilarlos. Pero los dos viajeros se quedaron con la duda y sentados junto al resto de comensales al calor del fuego: “Lo mismo nos hubiesen esperado con los brazos abiertos que nos hubiesen tirado a la cabeza alguna piedra”.
Sin embargo, no todo lo narrado en el libro tiene este tono travieso. En algunos momentos del trayecto no queda otra que ponerse serios, por lo sombrío de la situación. En Mauritania, país situado en la costa noroeste del continente africano, Santiago pudo ver a tres individuos que conformaban un supuesto comando de al-Qaeda, el cual pasó “muy despacito, mirándonos mucho” en un Mercedes al lado del coche que les conducía hasta Oualata, en la carreta de la Esperanza, que cruza el país de este a oeste. ¿Qué les salvó de no terminar muertos como la familia de franceses que encontraron tiroteada unos cuantos kilómetros más adelante? Seguramente “la cara de asesino” de su guía Bashir y lo numeroso del convoy, tres Toyotas. “Desde aquel día puedo presumir de que al-Qaeda me ha mirado a la cara y ha pasado de mí”.
Por desgracia, este tipo de incidentes era la tónica en el país. De hecho, los organizadores del Rally París-Dakar se vieron obligados a trasladar la competición a Sudamérica, lo que significó para Mauritania perder una fuente de ingresos importante y que los niveles de pobreza aumentaron dentro de unos núcleos familiares con gran dependencia económica del evento deportivo. En Mauritania, se acabó con el yihadismo, pero el Rally no ha vuelto a recorrer por las dunas del Sáhara.