«Tres minutos», de Ismaíl Kadaré
Ismaíl Kadaré recrea y elucubra en “Tres minutos” (Alianza Editorial) el breve encuentro que duró la conversación entre Stalin y Pasternak que marcó la detención e internamiento del poeta ruso Ósip Mandelstam, que murió preso en Siberia, para denunciar el sinsentido totalitario.
Texto: Milo J. KRMPOTIC Foto: Asís AYERBE
Tres minutos vendría a ser la duración ideal de una canción pop y, en las antípodas de las emociones amables y emotivas que suelen provocar estas, tres minutos parece que duró la conversación telefónica que mantuvieron Iósif Stalin y Borís Pasternak el sábado 23 de junio de 1934 a vueltas con la detención e internamiento del poeta Ósip Mandelstam. A él estuvo dedicada la letra, pero la melodía, el tono de la breve charla, ha sido objeto de especulaciones en la Unión Soviética, primero, y Rusia, después, a lo largo de ya casi nueve décadas. Esas especulaciones se han alimentado de las declaraciones y libros de memorias de quienes supieron del episodio de primera o segunda o tercera mano; también, de la desclasificación de los archivos de la KGB. Pero, sobre todo, de la fascinación y curiosidad que genera el (des)encuentro entre el dictador sanguinario (cuya figura, recordemos, ha sido blanqueada y reivindicada por el actual gobierno de la Federación Rusa) y uno de los literatos más populares del siglo XX en la lengua de Dostoievski, cuyo momento álgido, la concesión del Nobel de literatura del año 1958, lo llevó a caer en desgracia en su propia tierra durante un período en que el éxito occidental se concebía como una traición al sistema comunista.
Después de que el mismo Nobel de literatura le diera esquinazo por enésima vez, Ismaíl Kadaré pudo sacarse parte de esa espinita recurrente cuando el presidente Emmanuel Macron aprovechó un viaje a Albania para concederle el título de Gran Oficial de la Legión de Honor (el tercero en importancia después de la Gran Cruz y el Gran Maestre) por su conexión con Francia (país en el que se exilió en 1990) y por su carácter de “mensajero de la libertad”. También podría haberle descrito en términos de “azote del totalitarismo”, ya que Kadaré, que fue a la escuela en la primera Albania comunista, que realizó estudios universitarios de literatura en el Moscú de Nikita Kruschov, que más tarde publicó durante más de un cuarto de siglo en la Albania de Enver Hoxha, ha dedicado buena parte de su obra a esquivar la censura que se cebó en sus primeros trabajos y, a continuación, a denunciar el absurdo y la ausencia de humanidad de los regímenes autoritarios.
Todo lo comentado en los párrafos precedentes y más, pues hay digresiones dedicadas por ejemplo a Helena de Troya y a Séneca, se mezcla en Tres minutos por mucho que se trate de una narración breve… y quizá incompleta, habida cuenta la nota del editor que la cierra (“Por respeto a sus lectores el autor ha solicitado del editor la posibilidad de una futura publicación completa de este libro”), aunque no cabe descartar que se trate de una muestra del peculiar humor albanés. A fin de cuentas, la obra llega a presentar hasta trece (¡13!) versiones de la conversación entre Stalin y Pasternak, y lo hace con un espíritu laberíntico, en el que la distancia más corta entre dos puntos solo es la línea recta cuando el autor así lo dispone. No en vano, Kadaré se permite en sus páginas equiparar el despotismo de sus dos protagonistas principales: el uno con el país y el otro con sus escritos. Las idas y venidas son constantes, incluyen apreciaciones filológicas sobre la lengua rusa e interrogantes acerca de todo, incluida la veracidad de la dichosa llamada y sus efectos (o ausencia de los mismos), y solo le faltaría acabar dudando de la existencia de ese tal Ismaíl Kadaré.
Porque Tres minutos no llega a ninguna conclusión (¿cómo podría hacerlo ante tal sucesión de arbitrariedades?), porque el trayecto es bastante más importante que ese destino inexistente, podemos aclarar que sí: Stalin llamó a Pasternak y le preguntó qué pensaba de Mandelstam, a quien mantenía detenido quizá por culpa de un poema y quizá no, siendo dicho poema quizá elogioso y quizá no. Abrumado, posiblemente atemorizado, el futuro autor de Doctor Zhivago no supo defender a su compañero de letras y pinta que en algún momento amigo. Y, al parecer, Stalin se lo echó en cara antes de colgar de mala manera (no obstante, el pobre Mandelstam fue objeto durante los cuatro años siguientes de una sucesión de liberaciones y nuevas detenciones hasta la última, que se saldó con su muerte por tifus en Siberia). Como buen escritor, Pasternak entendió lo que debería haber dicho con unos minutos de retraso; atravesado por la culpa se abalanzó sobre el teléfono y pidió hablar de nuevo con el dictador pero, en un maravilloso ejercicio de humor estalinista, la voz del secretario de este le aclaró que ese número ya no existía. Los tres minutos habían llegado a su fin. La canción no volvió a sonar.