«Los Infraleves», lírica narratividad poética
Liliputienses publica el último libro del poeta Alejandro Céspedes.
Texto: Enrique VILLAGRASA
Leer a Alejandro Céspedes (Gijón, 1958) en el poemario Los infraleves (Liliputienses) es quedar asombrado, con ese no sé qué que te deja balbuciendo: además de las teorías del matemático francés fundador de la teoría de las catástrofes, René Thom (1923-2002). ¡Ahí es nada! Y, Los infraleves, de Céspedes, posiblemente sea la visión más trágica del hombre que yo he leído últimamente, donde toda clase de conflictos: existenciales, de identidad, familiares y amorosos-sexuales, dan cuenta de la presencia de la ausencia en la vida y de esa nada atroz, de ese silencio anulador, que habita en todos y cada uno de nosotros, aunque no nos demos cuenta. E ahí los infraleves para explicarnos esto y aquello. Qué cosa será esto, pues Céspedes lo explica después de desentrañar a Marcel Duchamp (1887-1968) y sin olvidar a Thom: esos frágiles acontecimientos extraídos de la contemplación de la vida cotidiana, que pueden estar conectados a lo visual, a lo táctil y a lo olfativo: así, puede ser un gesto, una mirada, un deterioro, todo eso y nada, algo específico y algo indeterminado, como nuestra vida misma, si así nos parece. Para mí el mejor ejemplo, diga Duchamp y otros lo que quieran, es las partículas de polvo en suspensión que ves a través del rayo de luz que entra en la habitación. El prólogo de 22 páginas explica muy bien todo esto, personas lectoras: “Lo infraleve es una alegoría del olvido”, Duchamp dixit y segundo verso del mejor y primer poema del libro: Uno: “Lo que se nos presenta como nuestro/ es una alegoría del olvido”.
Antes la felicidad, que no existe, era el rodearte de cuantos más momentos felices, mejor. Y ahora hay que descubrir y extasiarse con los infraleves, dado que nuestra existencia, nuestra vida, está construida sobre momentos infraleves, casi insignificantes; pues bien, tendremos que decir que sí pues ya era hora de tener una poesía con enjundia, con pensamiento, y en este caso filosófico. Pues ya está bien de tanta ética y estética complaciente con lo normal, con lo gris, con el analfabetismo funcional del momento poético y social, sin ir más lejos. A Céspedes, a pesar de que algunos poemas parecen aforismos bien hilvanados, no le falta oficio ni conocimiento como poeta y así lo demuestra, sobre todo en la segunda parte del libro: Las fracciones, con 33 poemas casi narrativos, algunos en pura prosa, como la 10, 15, 23 y 27, de una intimidad asombrosa. Donde escribe de esas experiencias íntimas, confesionales, contadas desde su interioridad, su recuerdo, esa realidad recordada y no sé… Creo que escribir poemas de experiencias muy personales es un error, abogo por los poemas íntimos, no los confesionales. Busco una realidad interpretada por la poesía: “Al fin y al cabo, vivir –algunas veces- no es más que otra negligencia”.
La primera parte, los infraleves, son dos tremendos poemas extensos, posiblemente lo mejor del libro. No obstante en los últimos libros suyos publicados: El aliento del klay y La infección de lo humano, ambos en la colección Rayo azul de Huerga y Fierro, ya daba buena cuenta de esto que decimos, de que estaba y estamos hartos de esa poesía de zona de confort, hay que buscar esa poesía emocional, liberadora, que nos haga preguntar y preguntarnos sobre el sentido de todo, si es que acaso lo tiene. Lo que me recuerda a Robert Frost y su poema El camino no elegido. Céspedes también elige la poesía menos transitada y también piensa en las posibilidades si hubiese elegido el otro camino. ¡Ah, estos infraleves!: “Este libro se ocupa de esos huecos,/ de un tiempo dividido en sus fracciones/ futuras y anteriores que están coexistiendo/ no en lo que entenderíamos por <<instante presente>>,/ sino en otro presente de duraciones múltiples/ compuesto de fracciones y fracciones…”
Poemas todos, que son recorridos por esa mirada lírica del poeta, firmes, profundos, con enjundia, generadora de luz, resplandor. Todo aderezado con esa madurez expresiva, donde se tutea con el tiempo y el ser existencial, con la muerte, con el SIDA, el amor, el deseo: pulsión sexual y el desengaño de la vida, entre otros temas, que duelen al leerlos. Un libro sin artificio retórico que valga, y sí con una poesía reflexiva en busca de respuestas e identidades, de esa otredad. Y a pesar de ser un poemario con una gran dosis de narratividad hay lirismo en sus textos, en sus poemas en prosa, que no es poco. Y trasciende, vaya si trasciende. Es un libro que te deja pensativo, que te hace reflexionar, que te hace preguntarte, que te hace escuchar al silencio mismo: “Veo a la muerte en tránsito con la mirada fija en mi balcón./ La muerte es un silencio insuperable./ El silencio es su última verdad./ ¿Qué se puede escuchar en el silencio?” ¡Léanlo y disfrútenlo, en la manera de lo posible!: “La vida es solo un truco”.
FRACCIÓN 28
Me reprocháis que hablo demasiado
de la muerte y que olvido lo bella que es la vida.
Me lo decís y ella está riendo al fondo de mi oído.
Mientras busco en mis músculos algún gesto indulgente
para vuestros consejos, ella mete su índice
en vuestro corazón y deja allí grabada la hora exacta.
Hemos desarrollado cierta complicidad en estos trances.
Somos viejos amigos de la infancia.
Nací con su dolor y bebí de sus tetas casi hasta los tres años,
me acompaña a su modo a todas horas,
aunque siempre me hiera.
Creo que vive en mí, veo lo que ella ve,
escribo sus memorias.
No soy más que un biógrafo.
No censuréis mi oficio.