Los escritores se miran al espejo…¡y no se gustan!

En “Relatos para amantes de los libros” la editorial Alma reúne en un volumen ilustrado por Natalia Zaratiegui una veintena de relatos de grandes autores -de Chejov a Katherine Mansfield- cuyos protagonistas son libros y escritores.

 

Texto: Antonio ITURBE  Ilustración: Natalia ZARATIEGUI 

 

Este volumen contiene una selección de relatos de grandes autores de la literatura que tienen como nexo común el universo del libro. Escritores en busca de una perfección que se escurre entre los dedos, libreros dispuestos a matar por ejemplares únicos, lectores quisquillosos, aspirantes a genios de la literatura con un pedestal debajo del brazo o letraheridos de toda condición se asoman a estas asombrosas historias para mostrarnos el mundo de la lectura desde todos los ángulos posibles.

He de reconocer que yo mismo, durante bastantes años, miré con recelo las novelas protagonizadas por escritores porque me parecían un acto de pereza mental: tomar lo que se tiene más a mano en lugar de esforzarse por construir un personaje con materiales más elaborados. Al paso del tiempo he ido cambiando de parecer, al menos hasta cierto punto. Me sigue molestando encontrármelo como personaje cuando los entresijos de su actividad resultan irrelevantes y se usa “escritor” meramente como una etiqueta vagamente glamurosa aunque para el devenir de la historia pudiera ser arquitecto, fisioterapeuta o agente de seguros. Sin embargo, cuando el escritor utiliza el espejo para mirar hacia adentro, como sucede en esta reunión de relatos, lo que nos muestra puede resultar muy revelador sobre el funcionamiento de los complejos mecanismos de la creación. También sobre los de la impostura. Porque la actividad del escritor se mueve en una precaria cuerda floja entre la introspección y la vanidad, entre el arte más elevado y el modus vivendi más terrenal y zopenco.

Virginia Woolf hablaba de la escritura como de ese intento obstinado, obsesivo, casi siempre inútil, de lanzar un cubo al fondo de un pozo con la esperanza de subirlo lleno de agua cristalina. Casi siempre sube vacío o lleno de pedruscos, pero hay en el intento algo hermoso. Un intento lleno de luces y sombras, de éxitos y fracasos, al que asistimos en algunos de estos relatos con historias donde no falta la ironía o incluso sarcasmo como ingrediente del guiso.

Esa ironía con unas gotas de angostura (a veces, chorros) está muy presente en este volumen porque los engranajes de la literatura están engrasados con el aceite del desencanto. De esa inevitable frustración del artista nos habla de una manera precisa Rudyard Kipling. Al verdadero escritor se lo reconoce, precisamente, por su grado de insatisfacción. En El cuento más hermoso del mundo nos muestra al joven aspirante a escritor que llega una tarde a casa del autor veterano con su cargamento de ignorancia y pretensiones dispuesto a escribir inmediatamente el mejor cuento de la historia. Se sienta y la pluma empieza a moverse febrilmente hasta que, al cabo de un rato su mano se ralentiza, duda, retrocede, tacha, se detiene… y el joven aspirante levanta la cabeza hacia el veterano escritor:

“-Ahora parece tan malo – dijo lúgubremente -. Sin embargo, era bueno mientras lo pensaba. ¿Dónde está el fallo?

No quise desalentarlo con la verdad.”

Kipling, como quienes se dedican a ese menester de lanzar cubos a un pozo infinito, saben cuál es la verdad. De esas derrotas frente al sueño de la obra perfecta también sabía mucho Henry James. En el excelente cuento que hemos incluido en este volumen, La edad madura, nos muestra al escritor de éxito, respetado y leído, que en cuanto recibe el volumen recién salido de la imprenta, se lanza a hacer tachaduras y correcciones y se siente abrumado por la sensación de haber vuelto a fracasar en el intento de haber conseguido la obra perfecta. Pero, eso sí, no pierde la esperanza de lograrlo en el siguiente libro. Otra escritora de primer nivel que nunca llegó a alcanzar la satisfacción fue Edith Wharton. En The Angel at the Grave nos cuenta muchas cosas sobre lo gaseoso del trabajo del escritor en la figura de un regio autor que al morir cae en el olvido y los esfuerzos de su nieta por sacar a flote su legado. Wharton era una optimista chasqueada, alguien que hubiese querido que las cosas fuesen sean mejor de lo que acaban siendo.

Muchos de los cuentos de esta antología son una mina de observaciones y apuntes para quienes quieran adentrarse en las piruetas de la literatura.  Miguel de Unamuno, en Y va de cuento se muestra partidario de no cerrar tanto las historias y apunta que “una buena novela no debe tener desenlace, como no lo tiene, de ordinario, la vida”. Cuando Scott Fitzgerald se pone a contarnos en diez líneas como armar una novela de éxito en La tarde de un escritor, parece -para su capacidad- sencillísimo. Pero el propio autor se apresura a hacernos ver que, más allá de los espejismos del éxito comercial, ese es un camino que lleva al más estrepitoso de los fracasos como creador. El eterno debate entre arte literario y comercialidad nos lo muestra de manera muy ingeniosa O Henry en el cuento Best seller y nos damos cuenta que la polémica entre literatura trascendente y literatura de entretenimiento se arrastra desde hace muchas décadas.

Que la del escritor no es una vida fácil, lo muestran muchas de las historias reunidas en estas páginas. Rubén Darío, en un cuento corto pero lleno de ecos, nos muestra la fragilidad del escritor frente al poderoso de la manera más sucinta y estremecedora:

“Y el poeta:

-Señor, no he comido.

Y el rey:

-Habla y comerás.”

 

Los escritores acaban descubriendo que convertir el sublime arte de la literatura en un puchero en la mesa, no es tan sencillo. Pero si eres mujer, aún es más difícil. Mostramos un cuento-ensayo-carta ficcionada de Rosalía de Castro titulado Carta a Eduarda. Sin aspavientos, señala el calvario de ser una mujer escritora: “¡qué continuo tormento!; por la calle te señalan constantemente, y no para bien, y en todas partes murmuran de ti”. Que las mujeres han de luchar más, lo muestra de manera imaginativa Emilia Pardo Bazán en una parábola de sabor clásico, Palinodia, donde algunos poetas de supuesta sensibilidad se empeñan en acusar a las mujeres de todos los males de la historia.

Y Pardo Bazán nos viene también a mostrar en la figura de ese poeta mezquino que los escritores (o escritoras) no son santos en una hornacina. Pueden llegar a ser tan crueles como se pueda imaginar. En el maravilloso relato  Vida de Ma Parker, Katherine Mansfield nos muestra la ruindad del escritor, incluso comportándose de manera impecable según los cánones sociales. También es egoísta en grado sumo el escritor que nos muestra el doctor Chéjov en Chist, indignado porque no hay en la casa el silencio necesario para perpetrar su gran obra. Cabría preguntarse, después de leer a Chejov y a Mansfield, si el creador ha de ser egoísta por naturaleza para que nada altere su estado de ánimo e interrumpa la construcción de esa gran obra imprescindible para iluminar el mundo. La propia Mansfield se fustigaba a menudo por lo que ella consideraba exceso de vanidad del escritor. En su conmovedor diario escribió: “Me pregunto por qué debe ser tan difícil ser humilde. No creo ser una buena escritora; me doy cuenta de mis fallas mejor que cualquier otra persona. Sé exactamente dónde fallo. Y, sin embargo, cuando he terminado una historia y he empezado otra, me sorprendo a mí misma componiendo mis plumas. Es desalentador”. Que los escritores son a menudo seres torturados es algo fácil de comprobar cotejando sus biografías. Si la de Mansfield es un carrusel de altibajos, la de Edgar Allan Poe fue un laberinto subterráneo que ha hecho emerger algunos de los relatos más inquietantes de la historia de la literatura, como Berenice, que reunimos en este volumen. Y tampoco podríamos considerar una vida liviana la de Dostoyevski, afectado de epilepsia y con una adicción al juego que lo inundó de deudas de por vida. Por eso vemos en su brillante relato Bobok cómo un escritor se pasea por el cementerio como por el patio de su casa.

Otro riesgo del escritor es confundir las emociones de la realidad con las literarias. Ahí nos ilustra otro maestro, Leopoldo Alas “Clarín”, con Un documento, en las carnes de un escritor embelesado por la belleza novelesca de una condesa. Igual que un riesgo de los muy letraheridos es caer en la veneración de los libros como objeto hasta el extremo de ser indiferentes a la propia naturaleza del escritor como sucede en el relato de Alphonse Daudet , El último libro.

O llegar incluso a convertirse en enfermizo, como sucede en la asombrosa leyenda de El librero asesino de Barcelona, explicada a su manera por un joven Gustave Flaubert en el relato Bibliomanía, y cuya génesis nos relata de manera detallada el escritor y bibliófilo Ramón Miquel y Planas en un texto que también incluimos en el volumen. Estas angustias de los que mucho se obsesionan con los libros nos las cuenta, pero de manera mucho más desenfadada, Octave Uzanne en Un ex libris mal colocado.

Como angustioso e hipnótico es todo lo que rodea al misterioso libro llamado Necronomicon, cuyas páginas provocan la locura en quien las lee, o incluso la muerte. como veremos en el relato El descendiente. Un libro de saberes prohibidos escrito en el siglo XV por un árabe llamado Abdul Alhazred. Tras Alhazred está la mano de H.P. Lovecraft, que explicó que la idea de ese volumen enigmático se le apareció en un sueño. Alhazred es un pseudónimo que se suele atribuir al gusto del autor por los juegos de palabras, con la frase en inglés “all has read” (“Todo ha leído”).

Los escritores, a través de la máscara transparente de la ficción, se muestran en las páginas que vienen a continuación con su fortaleza y su flaqueza, con su tormento y su éxtasis. Les invitamos a que lancen el cubo al fondo del pozo en esta selección de cuentos que nos muestran la harina y el rodillo con que se amasa la literatura.

 

(TEXTO DEL PRÓLOGO DE “Relatos para amantes de los libros”)