László Krasznahorkai Premio Nobel de Literatura para un húngaro enigmático con sentido del humor

Hace justo un año nos encontramos con László Krasznahorkai en Marrakech, donde acudió a recoger premio Formentor de las Letras que, una vez más, ha sido antesala del Nobel. Esto nos contaba el nuevo autor que ha quedado ya marcado con el sello de la posteridad.

Texto: Antonio Iturbe      Foto: Begoña Rivas

 

Krasznahorkai escribe unos libros de frases de cientos de páginas buscando una intensidad que haga caerse al lector dentro de la página. O lo expulse. No parece que le interesen los términos medios ni que quiera gustar a todo el mundo. Es de esos escritores que escribe ensimismado, que no levanta la cabeza para mirar a ninguna otra parte que no sea su propio laberinto.

En su última obra publicada en español, El barón Wenckheim vuelve a casa (Acantilado), arranca con una introducción desgajada de la trama que se inicia con el escrache emocional que le monta en la puerta de su casa a un -hasta entonces- respetado profesor una enfadada hija que tuvo en la juventud de la que nunca había tenido noticia. Después, el embrollo de personajes y espejos hace que la frase de cientos de páginas gire, suba, baje, a veces se hagan giros excéntricos, mientras va dejando a su paso un universo de personajes a veces contradictorios, a menudo extravagantes, siempre desorientados. El propio escritor cuando le preguntan afirma que analiza la realidad hasta la locura.

Deambulo por los pasillos del Hotel Barceló Palmeraie donde nos alojamos y abro una puerta al azar. Hay muchas personas sentadas escuchando atentamente. En el escenario está el presidente de la Fundación Formentor, Basilio Baltasar, que observa con atención a la editora de editorial Acantilado, Sandra Ollo cuando dice sobre Krasznahorkai: “Aunque el lector a veces se sienta extraordinariamente zarandeado, tiene la intuición extraordinaria para reconocer que ahí hay algo de verdad. Yo creo que los lectores no tenemos que intentar descifrar sus libros sino centrarnos en qué producen, en la sensación que deja su lectura”.  Y añade: “Nos obliga a la lectura atenta porque solo de esa manera podemos llegar a lo enigmático que hay en todos sus libros, con esa solemnidad que se entremezcla con el sentido del humor”.

Salgo hacia el exterior, con ese calor seco que trae olor a jazmín y en unas sillas metálicas con vistas a la lámina azul de una piscina, tan grande que hay incluso pequeños botes de paseo en sus orillas, hay sentado un hombre con un sombrero ligero. Sus ojos ojos azules transparentes miran hacia las paredes del muro blanco  inmaculado del perímetro del hotel que nos protege y nos aísla de la realidad sofocante de allá afuera. Es László Krasznahorkai. Como su apellido es una trampa para torpes, lo llamo por su nombre de pila… ¡László! Y él acepta esa familiaridad, tal vez improcedente, con una sonrisa amable mientras sus ojos se te clavan y te revisan por dentro.

Dice, se lo dice a la piscina o a sí mismo, que “Escribir es un acto privado. No quiero lectores, mi sueño es escribir un buen libro”. Si escribir es un acto privado le preguntó por qué los escritores sienten el afán de publicar y hacerlo público. “No hay un afán de publicar sino de escribir para algunas personas, para esa pequeña isla de gente a la que le gusta la lectura”. Y entonces baja un poco la voz de manera misteriosa: “Hay que mantener en secreto que sigue existiendo la literatura”. Y como hago gesto de no entender,  añade: “El peligro de nuestro tiempo es que a todo le ponemos precio. Incluso a las revoluciones se les pone un precio y las podemos comprar en el supermercado”.

Se quita el sombrero y se estira con la mano el pelo largo del rebelde del hippie que fue. En los años 1990 se alojó con  Allen Ginsberg en su apartamento de Nueva York después de haber leído desaforadamente en su juventud la poesía de Jack Kerouac, mientras recorría Hungría en autoestop en busca de una verdad.  Ahora, al filo de los setenta años, hay en sus ojos un deje de sereno desencanto: “La literatura no puede cambiar el mundo. Titulé uno de mis libros Guerra y guerra porque no puedes moverte por el globo terráqueo sin encontrar guerras por todas partes. Ningún libro, lamentablemente, es capaz de impedir lo que pasa en el mundo si se alían la maldad y la estupidez humanas. Yo no puedo prometer un mundo feliz”.

Sobre los tiempos en que terminó sus estudios en una Hungría de la que el cepo de la Unión Soviética no le permitía salir del país y se fue a recorre el país desempeñando empleos precarios, trabajó un tiempo de vigilante nocturno en una granja de un pequeño pueblo. “Vivir entre gente humilde me hizo darme cuenta de que la gente que me rodeaba era más interesante que yo. Escribo para contar lo que está más allá de mí mismo”.  Eran tiempos difíciles en su país, bajo la opresión de tenaza que se irradiaba desde Moscú envolviendo a los países de Europa del Este en lo que entonces se llamaba con poesía siniestra el telón de acero. “Naturalmente que los jóvenes de mi generación despreciábamos el comunismo. Nunca contemplé los territorios de la URSS como un territorio político. Yo quería hablar de la importancia de las personas. Una vez me llevaron a interrogar a una comisaría por mis escritos. Les dije que no me dedicaba a la política sino a la literatura, pero no quedaban convencidos, no se lo creían, insistían una y otra vez. Entonces le dije a uno de los policías: «¿Realmente cree posible que yo quiera escribir sobre alguien como usted?» No les gustó en absoluto. Por suerte era ya 1986 y no me pegaron”.

Y a continuación murmura que “Hay escritores que tienen un objetivo claro en su cabeza y otros que no tienen ni idea de para qué o para quién están escribiendo. Ojalá yo lo supiera. Quizás escribo para acercarme a esa pequeña sociedad secreta de los que todavía se fascinan con la lectura. Hay muchos escritores que admiro, pero no me identifico con ninguno, cada escritor lo vive de diferente manera. Thomas Mann tenía una vida organizada: por la mañana escribía hasta la hora del almuerzo, después comía, por la tarde paseo y vida social… yo no puedo hacerlo así”.  Insiste en que no tiene hábitos ni lugares fetiche: “No hay reglas. Yo no necesito un ambiente determinado, escribo en mi mente”.

Cuando se le nombra Hungría, se le oscurece la mirada: “Por suerte en Hungría persiste la lengua húngara. Si tengo una patria es esa: la lengua húngara”. Es público y notorio que no le gusta en absoluto Orban y su gobierno opresivo. Elude Budapest. Pasó un tiempo viviendo en Berlín y ahora va rotando entre Trieste, Viena y, esporádicamente, las montañas de Hungría alejadas del ruido de la capital.  De hecho, a la entrega de un premio tan importante como el Premio Formentor, la embajada húngara se ha hecho la sueca. No hay ningún representante institucional. Silencio administrativo. Pero Krasznahorkai prefiere el silencio de los políticos: “Los políticos de nuestro tiempo son torpes, tal vez los de todas las épocas lo han sido. No me interesan con sus ansias de poder, sus intereses y su narcisismo. Cualquier persona que te cruzas por la calle me importa más que un gran estadista”. Anochece en Marrakech. László se levanta, hace un gesto ambiguo y se aleja sin mucha ceremonia.

No sabe en ese momento que la ceremonia que le espera es otra, en Estocolmo, con pompa y boato, y esa dinamita explosiva de posteridad del premio Nobel