La historia de Pollito de la Frontera y de su hermano, que buscaba lagartos

En su último libro, “Lagarta” (GeoPlaneta), el escritor y merodeador planetario Gabi Matínez recorre los rincones más remotos de la Península en busca de animales invisibles, al borde de la extinción o de la fábula. En ese viaje acaba encontrando también personas.

 

Texto y Foto: Gabi MARTÍNEZ

  

 

La primera vez que oí hablar del Pollito de La Frontera fue viendo pelear a dos hermanos entre las mesas de un restaurante de La Restinga donde el único cliente era yo. El propietario del local y padre de los niños enzarzados me explicó que estaban practicando lucha canaria, y que él —“me llamo Williams Landaeta” — era luchador.

Al oír que hablábamos de ellos, los chavales apasionaron el forcejeo hasta que el menudo se escabulló para trepar por la espalda de Williams. El luchador se lo sacó de encima con delicados gestos de sus colosales brazos, como quien aparta un vaso.

—Aquí siempre se ha luchado mucho —dijo—, pero últimamente la cosa ha aflojado.

De nuevo en el suelo, el mocoso trepador gritó “¡Lucha canaria!” abalanzándose sobre su hermano, bastante más grande, mientras le agarraba del bañador. “¡Lucha canaria!”, repitió el crío, que, agachado, intentaba derribar al otro.

—Estos también luchan —dijo Williams—. Quiero decir en serio, están en un equipo. Pregunté cómo se peleaba.

—De forma noble, uno contra uno, sobre la arena del terrero, con los pies descalzos. Hay que conseguir que el rival toque la arena con alguna parte del cuerpo.

Según Williams, lo imprescindible para luchar bien es:

—Contextura —tensó los brazos.

—Agilidad —fintó al aire sentado en la silla.

—Inteligencia —se tocó una sien con el dedo índice. “¿Con quién luchas?”

—Lo dejé, ahora entreno a chavales. Llegué a competir con el equipo de El Hierro, donde era el único extranjero, porque soy venezolano, ¿sabes?, pero competí con ellos, sí. Lo dejé porque compartía el trabajo con la lucha y si uno quiere luchar bien debe dedicarse a eso, solo a eso. Como el Pollito.

El exótico nombre había aparecido de refilón en alguna otra charla sin yo saber muy bien de qué se hablaba, al principio pensé que describían un guiso. —El Pollito —repetí.

De La Frontera, la localidad costera frente a los pintorescos roques de Salmor, en la isla de El Hierro, donde conversábamos. Gracias al Pollito, Productos El Hierro había ganado siete años consecutivos la liga entre islas canarias.

—Sí, el Pollito —confirmó Williams—. Nació para la lucha. Es un guanche. Vive para la lucha, entrena todos los días y lo tiene todo para ser el más grande.

Williams aseguró que el Pollito medía dos metros y comía cazuelas para cuatro personas. Tenía el cuello de un toro y unos brazos fibrados como trompas de elefante. Cobraba quince millones (de pesetas, era 1999) al año, además de los premios que le daban los espectadores.

—Si haces una buena agarrada —ilustró Williams—, el público lo reconoce y te da dinero. Pero lo mejor es que es un deporte muy noble. Muy noble. Cuando uno cae, el vencedor le tiende la mano y le ayuda a levantarse. No hay golpes ni agresión, los equipos comparten hotel y, antes de las luchas, se van juntos a comer. Aunque últimamente la afición ha bajado, y eso que lo dan por la tele. El fútbol se ha llevado mucho público.

—¡El Pollito soy yo! —gritó el mayor de los pequeños luchadores asomando la cabeza bajo la axila de su hermano.

—¡Y yo soy mi padre! —respondió el otro.

Después de aquella charla, la sombra del Pollito me refrescó toda la estancia. Cuando pasaba demasiado tiempo sin oír mencionarlo, era yo quien preguntaba por sus historias y así supe que tenía un hermano aún más enorme que él, también luchador, aunque no tan bueno, porque entrenaba menos. Prefería buscar lagartos gigantes en El Risco, la formidable pared natural que se levanta frente a los roques. Por lo visto, a base de enriscarse con su padre pastor, el mayor de los hermanos se había convertido en un gran experto en la flora y la fauna de La Frontera, y era el principal responsable del lagartario abierto en el municipio para conservar a aquella especie en peligro de extinción.

Veintidós años después, hay que ver, volví a El Hierro a buscar lagartos. Había pasado tanto tiempo que solo recordaba la leyenda de El Pollito. La historia del luchador buscalagartos se había volatilizado de mi memoria. Supongo que la tarde de La Restinga quedé cautivado por el aura de un Pollito cuyas hazañas desdibujaron las aventuras del otro hermano que, siendo igual o más extraordinarias, me debieron parecer sencillamente simpáticas, y las borré del archivo sentimental.

Al cabo de dos décadas, yo apreciaba el entorno de otra forma, los animales en peligro ocupaban un espacio central de mi trabajo pero, ni siquiera cuando emprendí la investigación sobre el lagarto gigante de El Hierro, até cabos.

Mi guía sobre el terreno iba a ser Miguel Ángel Rodríguez, un biólogo tinerfeño que, muy joven, se trasladó de Tenerife a El Hierro y ahora despuntaba como una eminencia en lagartos. Antes de mi aterrizaje, habíamos conversado varias veces por teléfono. Además de precisas descripciones aliñadas con efervescentes historias de reptiles y bimbaches, Miguel me ayudó a trazar un itinerario de búsqueda. Pero no fue hasta coincidir cara a cara cuando habló de la enorme amistad que había mantenido durante veintiséis años con “el alma” de aquel lugar, el hombre que protegió y divulgó como nadie la importancia del lagarto gigante de El Hierro: Juan Pedro Pérez “Perico”, un tipo sensacional, una mole de 140 kilos y cuello de miura, el peso distribuido de una forma tan equilibrada y tensa que le permitía escalar riscos casi verticales con la agilidad de un gamo. Un portento. Alguien tremendo. Que, por cierto, también practicaba lucha canaria. Como su hermano, el Pollito de la Frontera.

Clic.

Una serie de vertiginosas asociaciones neuronales me retroproyectaron al instante en el que yo mismo había escrito sobre los hermanos Pérez sin saber su apellido ni los nombres que Miguel me acababa de descubrir: Perico y Francis. La coincidencia, y el asombro ante el hecho de que tantos años después hubiera vuelto a prendarme por la historia de uno de ellos —esta vez me fascinó el otro hermano, al que curiosamente había olvidado— desencadenó las preguntas y el deseo de saber más.

Perico había muerto meses antes. Sobre sus fenomenales talentos, y sobre el trío que formó con Miguel y el lagarto gigante, he escrito a fondo en Lagarta. La viuda de Perico, Nereida, explicó maravillas de su vida bien vivida, de la relación que su marido lograba con todos los animales, de lo raudo que escalaba El Risco, y de “cómo enseñó a silbar a un pájaro que tenemos en casa, cuando lo escucho es como si fuera él”. Pero del Pollito prefirió no hablar. “Con Francis pasaron cosas… si quieres, habla con él. O con su madre”.

El Pollito me recibió en el interior de un enorme gimnasio venido a menos. Acordamos la entrevista pactando que sobre todo trataríamos su faceta de luchador. El día anterior, su madre, Juana María, me había enseñado la casa familiar. En el gran salón campeaba un enorme armario abarrotado de trofeos ganados, en general, por el Pollito. El vestíbulo era un corredor atestado de pinturas y fotografías que subrayaban la preponderancia del hijo mítico.

En el gimnasio, un pasadizo conectaba con la antigua Arena, el estadio donde se habían vivido luchas memorables y que ahora invadía la maleza. Las gradas desconchadas se amusgaban a la intemperie. El Pollito, envejecido, posó en el centro del círculo de malas hierbas y, pese al desmoralizador marco, se veía imponente. Una fuerza de la naturaleza. Que si conquistó los estadios fue porque su padre y Perico —que le llevaba trece años— lo apartaron de El Risco

“Subía con mi padre y con mi hermano a cuidar las cabras, pero mi padre quiso quitarme el vicio. Yo tenía cinco años y casi les molestaba. Un día mi padre me dijo que no subiera. Y luego otro, y otro. No subas, no subas. Hasta que se me quitaron las ganas de subir. Mi vida era ir del colegio a casa y cuidar de los animales. La lucha me gustaba, pero sobre todo me servía para escaquearme del trabajo, y mi padre me dejaba. Cuando vieron que ganaba, empecé a entrenar más en serio”.

El Pollito ganó todos los torneos durante quince años. Tiene el trofeo Pancho Camurria en propiedad, aunque la Federación se lo pidió para guardarlo. La mañana que nos vimos en el gimnasio acababa de recoger ese trofeo para llevárselo a casa después de muchos años. Lo había enviado a restaurar al descubrir que acumulaba óxido y moho en un almacén federativo. Adecentarlo le había costado trescientos euros. El trofeo olvidado resume el declive del Pollito en la isla, y de la lucha canaria en general.

De su hermano Perico dijo poco. Al preguntar en la isla sobre ambos, la gente sonreía rememorando a Perico y cambiaba el semblante cuando mencionaba al Pollito. Entonces hablaban en abstracto sobre la lucha, que si ya no es lo que era, que si se ha ido a pique, que si ya no existe un club con solera en El Hierro.

Hacía pocos meses, Perico había recibido una emotiva fiesta póstuma de despedida, y sus amigos ya le preparaban otra. “Lo que hizo por los lagartos no tiene precio”. “Era un tío magnífico. Por hechura y por carácter”. Son cosas que se dicen de él. “En el lagartario, enseñaba el mundo de los reptiles a grupos de escolares —explicó Miguel— y cuando acababa la charla muchos niños decían que de mayor querían ser Perico”.

Sobre el Pollito los comentarios eran más sosos y breves, trufados de palabras como competitividad, acaparar, orgullo, declive. Fue sencillo comprender que, en el imaginario insular, el afecto por Perico había ido desplazando a la gloria de un campeón que lo fue todo pero no gestionó con cariño su grandeza ni el fin del esplendor.

Veinte años después, el antiguo “hermano del Pollito” es ya sin duda Perico en la memoria popular. Y a saber si dentro de un tiempo las historias de los paisanos habrán convertido al venerado trepador buscalagartos en una leyenda superior que transforme al antiguo gran Pollito en “el hermano de Perico”.

Es cierto que Perico ha muerto y que los homenajes in memoriam a menudo son más sencillos porque la envidia y los celos se llevan de otra forma cuando el celebrado ya no está, pero quienes lo conocieron coinciden en que su historia se amplía e ilumina con el curso de los años. Un hombre lagarto no se encuentra con frecuencia. Los campeones abundan más.

En el puerto de El Hierro, revisando las notas sobre los hermanos Pérez, recordé al par de chiquitajos que en 1999 peleaban en La Restinga, y la escena emergió como una metáfora y un anuncio de la historia sobre otros dos hermanos herreños que hoy, al contarla, desprende un aire de fábula.