Jordi Serrallonga: “Si el ecosistema nos detecta malos para él, acabará simplemente con nosotros”

El científico, aventurero y contador de historias extraordinarias nos lleva a un viaje lleno de azares y reflexiones por todo el planeta para mostrarnos el asombro de ser humano en “Dioses con pies de barro” (Crítica)

 

Texto: Gabi MARTÍNEZ  Foto: Jordi SERRALLONGA

 

Exista Dios o no, los humanos no vamos a ocupar ese puesto. Por mucho que lo intentemos. Pese a ser una especie magnífica. Si aceptamos la evidencia del discreto lugar que ocupamos en este mundo, quizá optemos por colaborar mejor entre todos y cambiemos un par de actitudes. Esta es una idea de fondo de Dioses con pies de barro,un libro extraño a la última tradición española, porque aúna investigación científica con divulgación de la mejor calidad para articular un relato apasionante sobre la condición humana. Física y espiritual. Lo firma el arqueólogo y naturalista Jordi Serrallonga.

En la línea de su admirado David Attenborough e inscrito en la nómina de los científicos aventureros que saben narrar, como Félix Rodríguez de la Fuente o Jacques Cousteau, Serrallonga ofrece un viaje desde el mito religioso de la creación a la realidad de la evolución darwiniana combinando su propia experiencia investigadora con la voz de poetas como Walt Whitman o con escenas de King Kong y Alicia en el País de las Maravillas, mientras explica, por ejemplo, cómo ha determinado la lactosa a los humanos y por qué en Europa la toleramos mejor que en muchos pueblos del sur. Y, observando a humanos comedores de carroña, incluso abre una vía objetiva para revisar creencias asentadas sobre las limitaciones de nuestro aparato digestivo.

De manera didácticamente cronológica, Serrallonga teje una red de relatos reales que se vinculan mutuamente siguiendo la historia delineada por descubridores de cabecera como Lamarck, Carl von Linneo, Von Humboldt o Darwin. Y los hallazgos o teorías de los tótems son contrastados a través de la experiencia directa que el propio Serrallonga ha tenido con los pobladores más antiguos, desde los aborígenes australianos a los hadzabe, a quienes el autor tanto admira, cuatrocientos resistentes tanzanos que preservan una autonomía insólita, aún fieles a costumbres ancestrales, y que han hecho de Serrallonga un amigo. Quizá porque unos y otro comparten la mirada alternativa, despierta y responsable tan necesaria para sobrevivir con lo mínimo.

Reivindicar el valor de estas comunidades es sustancial para un libro que apunta al talento del colectivo para salir adelante más allá de divinidades. Así, al margen de los Grandes Nombres, el arqueólogo también propone un viaje por la Historia a través de esas personas y seres poco vistos pero, de un modo u otro, vivos, guardianes de un acervo que traspasa milenios y que conforman una auténtica fuerza trascendente. Otra conclusión rutilante es que no hay que esperar la salvación global gracias a Uno, sino que el futuro está en todos, y, si tomamos conciencia de esto, el planeta lo agradecerá.

En el libro, el Antiguo Testamento dialoga con, entre otros, Desmond Morris, el zoólogo y etólogo que desmintió tópicos al afirmar que “a la hembra se la adoraba, no se la arrastraba por el pelo”, y escribió a fondo sobre la conducta animal y las obligaciones de la especie humana para con la naturaleza. Y entre Morris, los ancianos Gapuwiyak, el climatólogo Javier Martín Vide o baronesas colonizadoras de islas como Eloise von Wagner de Bousquet, el libro avanza desde los orígenes de la vida en la Tierra hasta la Covid-19, recurriendo a menudo a Charles Darwin, ese faro inextinguible. Darwin. Si alguna vez alguien ha propuesto una idea consistente que se acerca a un absoluto, una idea vamos a llamarla divina, ese es Darwin. Su Teoría de la Evolución abrazó la totalidad de la vida de un modo más integral que cualquier otra. Por su clarividencia, por su verdad, por su poder estructurador. De modo que, con Darwin como referente e inspiración, Serrallonga no se compadece de Dios. Sin eufemismos ni fantasías, se remite a los hechos con un pragmatismo que podría parecer agresivo de no ser porque la hermosura, las posibilidades y la espiritualidad de la vida tangible aparecen como un estimulante infinito lleno de posibilidades, capaz de colmar todas las vidas del mundo, insinuando que salir al campo, al bosque, al río, la selva o el océano puede suplir muy bien el espacio sanador del rezo.

Serrallonga reabre un antiguo debate que, quizá por viejo, no se suele abordar tan de frente en los últimos tiempos. Aunque el científico tampoco hace demasiado hincapié en la idea, simplemente la deja flotar con apostillas definitivas mientras describe la grandeza de la vida a su alrededor. A la suya, sin complejos ni temor al qué dirán, hasta reflejar que no cree en el alma. La sentencia no es provocación gratuita ni una ligereza juvenil, sino la reflexión de un hombre en los cincuenta que ha exprimido la vida y conocido un buen número de las caras que esta ofrece. «No creo en el alma». Es otra forma de decir que no cree en vidas más allá de esta, ni en líderes todopoderosos, ni en absolutos. A cambio, cree en el babuino y en la mariposa blanca que cambió a negra cuando llegaron los humos y nieblas de la ciudad industrial. Cree en los arqueros que comen de lo que abaten sus flechas y en los huesos desenterrados con paciencia, sin rasguños. Serrallonga es un cuidador de detalles, desvelador de lo invisible, y por eso se atreve a defender que ahí es donde más palpita la verdad que nos define, mientras que el resto es, sobre todo, ficción interesada. Este libro propone encontrar la ilusión en lo cercano y distinguible, y en las historias del pasado que explican cómo hemos definido nuestros cuerpos, y muchos de nuestros pensamientos también.

Serrallonga tiene algo del macondiano sabio catalán inventado por Gabriel García Márquez, poseyendo la habilidad de siempre echar mano de un ejemplo lo bastante gráfico o emocionante que permite comprender el concepto que desarrolla, asomándonos al interior de la Historia de la Vida con chispa, ritmo, actualidad. Dioses con pies de barro es una perla de la didáctica naturalista tocada por la gracia literaria y el talento del que divulga después de haber leído y trabajado y dudado mucho, buscando fórmulas para conectar con un público habitualmente atento a otros espacios.

Antes del tramo final, donde Serrallonga encara al coronavirus, le habremos visto fabricando jabalinas o comiendo canguro, sin exhibirse ni jactarse en plan “mira hasta dónde me atrevo”, sino como parte de un oficio maravilloso que le incita a integrarse con las personas que le acompañan e invitan o enseñan. Así es como tiende un hilo de confianza y credibilidad que le avala cuando más tarde defiende a murciélagos, pangolines y primates de la acusación de haber escampado el virus que sacude al planeta. Al preguntar si también ellos, u otros animales, fueron culpables del ébola o del VIH, sugiere que dejemos de una vez de culpar a otras especies de nuestros desmanes.

Serrallonga plasma, en fin, hasta qué punto compartimos espacios con seres mucho más veteranos y responsables, y sin catastrofismos indica que, si el ecosistema nos detecta malos para él, acabará simplemente con nosotros. Sin más. Como otro capítulo de la vida. Natural.

Por eso, sin lamentos ni alertas apocalípticas, describiendo el espectáculo de la vida desde la sencillez más espectacular, Serrallonga firma un libro que contagia el deseo que ha marcado sus propios pasos: saber más para sentir que has vivido de una forma completa, en consonancia con “lo demás”.