Jake Adelstein, el azote de la yakuza

El autor de «Tokyo Vice» acaba de publicar «Tokyo Noir. En los bajos fondos de Japón» (Principal de los Libros), un nuevo retrato del inframundo de un país caracterizado por su brillantez, su disciplina, su respeto y sus largas jornadas laborales.

Texto: David Valiente  Foto: Unseen Japan

 

Jake Adelstein tuvo la oportunidad de elegir una vida tranquila y ejercer la abogacía en cualquier bufete de Washington. ¿Quién sabe? Incluso podría haber llegado a ser juez del Tribunal Supremo si se lo hubiera propuesto. Pero no. Prefirió jugarse el pellejo, trasladar su residencia a Japón y sacar a la luz las vergüenzas de los miembros de la yakuza, ese grupo de criminales que parece tener secuestrado al país del sol naciente, dedicándose al periodismo y a la investigación de riesgo. La primera pregunta que le viene a uno a la cabeza es por qué: “Elegir una vida tranquila no suena igual de interesante”, responde Jake por correo electrónico a Librújula.

Adelstein nació en una granja de Columbia (Missouri). Cuenta que escuchaba los trenes de mercancías circular a medianoche atravesando el pueblo de McBaine y se preguntaba cuáles serían los límites físicos de esas vías; también soñaba con la posibilidad de subirse a una de esas máquinas teniendo como cómplice de su aventura a la luna y al cielo estrellado. “¿Quién no querría ir a un país extranjero, aprender un idioma muy complejo y luego enfrentarse a su mafia, conocida por su brutal violencia?”, pregunta con cierto toque de ironía.

Sin embargo, su ética periodística le hace sincerarse: “Al principio no se trató tanto de la emoción aventurera como de la fascinación que me despertaba la fachada de cortesía y calma que emana de Japón. Deseaba saber qué se escondía debajo de la superficie”. Le pregunto si ha tenido miedo y responde que «sí, mucho. Pero una dosis saludable de miedo te mantiene vivo. Cuando un yakuza drogado con metanfetamina te está pateando la cabeza, más te vale tener miedo o vas a morir. Debes canalizar ese miedo en adrenalina. Eso es poder”.

 

Eso que comenta es aterrador…

Si te importa el mundo y las personas llegas a comprender que todos temen el dolor y la muerte. Todos quieren vivir libres del hambre y los males que conlleva. Cuando te cruzas con personas malvadas, que disfrutan causando dolor y sufrimiento ajeno, no te queda otra que luchar contra ellas. Empleas la verdad, la generosidad y el conocimiento para combatir las mentiras, la codicia y el odio. De este modo, se logra un mundo mejor. Si en el año 1994 mi jefe no me hubiera asignado a cubrir los temas relacionados con la yakuza, no creo que hubiera pasado tanto tiempo combatiendo su maléfica influencia en Japón y en el mundo. Huir de los imbéciles es permitirles que lo controlen todo. Y eso no beneficia a nadie. Hoy en día, realmente no tengo un enemigo malvado contra el que luchar. Y está bien así. He terminado de pelear y voy a hacer palomitas para ver cómo la yakuza desaparece, mientras voy tomando notas en una libreta de vez en cuando. Si algo he aprendido estos años combatiendo a los criminales japoneses es a escuchar al miedo. No puedo negar que me ha sacado de algunos aprietos pese a que el miedo es a veces racional y otras, irracional. Sin embargo, en ciertas ocasiones, hacer lo que temes es la mejor respuesta a las situaciones aterradoras.

 

Hablando de su nuevo libro, en Tokyo Noir hay un notable cambio estructural respecto a Tokyo Vice. ¿Qué le llevó a abandonar la estructura lineal y presentar las escenas de crímenes de manera fragmentada y episódica?

La vida no sigue ningún arco narrativo fijo. El libro se divide en tres partes. Primero expongo los problemas estructurales con los reactores nucleares para después mostrar el colapso. En la versión francesa, el libro se titula Tokyo Detective, porque gran parte del libro trata sobre un investigador privado que expone a los yakuza que intentan cometer sus fechorías dentro del mundo empresarial. Pero llegó el 11 de marzo de 2011, el día del desastre nuclear producido por el tsunami posterior a un terremoto de grandes magnitudes; y después llegó mi propio colapso personal cuando recibí malas noticias del médico. Por otro lado, la estructura del libro se asemeja casi a la de la propia Tokio, una ciudad que nunca sigue las líneas rectas, ni en sentido literal ni en sentido metafórico, ya que en pocos minutos puedes transitar de una avenida bulliciosa a un callejón recóndito con luces de neón que proyectan sombras inquietantes. La estructura de mi nueva publicación trata de capturar la forma en que funciona el crimen en Japón: esporádico, estratificado y, a veces, sin sentido. Quería que los lectores experimentaran esa naturaleza desorientada y eventual de los bajos fondos de Tokio, donde cada historia se conecta aunque no siempre de la manera esperada. Se puede comparar con una orquesta de caos con Tokio como director, moviendo una batuta de manera errática. Por supuesto, yo no desempeño el papel de compositor de la sinfonía, pero mi función es darle sentido y asegurarme de que las personas en la orquesta sean tratadas bien y pagadas por su trabajo.

 

El libro muestra una clara influencia del noir. ¿Cuál es su relación con este género literario?

¡Me encanta el noir! Hay algo en su cinismo y en su estilo que encaja perfectamente con Tokio. El noir indaga sobre la ambigüedad moral: la gente haciendo lo que tiene que hacer en un mundo que no se preocupa por ellos, y Tokio —sobre todo las partes que reflejo en mi trabajo periodístico— rebosa de esa energía. La ciudad se compone de sus luces brillantes y sus sombras oscuras, y prevalece la sensación de que las cosas nunca son lo que parecen. El noir es la lente que hace que el caos tenga sentido y encaje con las historias que quiero contar. Pero este género es un mensaje en sí mismo. Por eso, tienes que tener un código y saber qué harás y qué evitarás.

 

Su libro no solo retrata a criminales, sino también a víctimas, policías corruptos y demás personajes marginales. ¿Qué ha aprendido de la humanidad de estos individuos al compartir tiempo con ellos?

Todos son humanos, hasta el tipo con tatuajes en los nudillos que tiene un gusto especial por cobrar deudas. Cuando los investigas a fondo, descubres que tienen una historia. Mucha de su violencia se reduce a la supervivencia, a hacer lo que tienen que hacer. He conocido a muchas personas que gravitan en las zonas grises y algunos de ellos hubieran sido buenos ciudadanos si hubieran nacido en circunstancias diferentes. Se puede dar el caso de que los criminales sean vulnerables y las víctimas feroces. A veces, el tipo que lleva la placa es el peor de todos. Cuanto más te sumerges en este trabajo, más oscuro se vuelve todo. Por supuesto, nadie es un santo ni un demonio: las personas buenas pueden cometer actos terribles, mientras que los matones más violentos pueden ayudar a otros. Hay algo que creo que la gente no llega a entender: para hacer el bien, no es necesario sentir sufrimiento. Ayudar a alguien es una experiencia gratificante en sí misma y obtener alegría de esa buena acción, o incluso algo de beneficio, no hace que el acto altruista tenga menos valor. Quizá el capítulo donde hablo sobre los yakuza que ayudan pueda llegar a confundir a algunos lectores, pero para mí tiene todo el sentido del mundo.

 

Está muy presente en su libro la corrupción, además abordada desde múltiples niveles. ¿Es más sutil que en otros lugares o simplemente es más eficiente y se encuentra más entrelazada con el sistema?

Definitivamente, es más eficiente. Japón funciona como una máquina bien engrasada, y la corrupción hace las veces de engranaje de la maquinaria. De hecho, diría que es uno de los países más corruptos del G20. El exprimer ministro Shinzo Abe, que posiblemente esté ardiendo en el infierno mientras respondo a sus preguntas (¿se nota mi simpatía hacia su persona?), era increíblemente corrupto, una especie de baluarte del capitalismo de compinches. Estoy seguro de que habría hecho un pacto con el demonio si eso le hubiera mantenido en el poder. Y no olvidemos sus tratos con la Iglesia de la Unificación en Corea del Sur. Aun así, casi nunca se manchó las manos, ya que dejaba que otras personas dieran las órdenes, ya fuera blanqueando una investigación de violación o encubriendo su participación en un acuerdo inmobiliario turbio. Así es como actúan los jefes de la yakuza. Probablemente, Goto Tadamasa, uno de los sujetos principales de mi investigación y de mi libro, nunca dio la orden de matar a Nozika, el agente inmobiliario que le impedía comprar un edificio por 20 millones de dólares. Seguramente, sugirió que el mundo funcionaría mucho mejor sin él. Entonces, los subordinados entendieron que les estaba pidiendo que lo mataran. Y trabajo hecho. Abe actuaba de la misma manera. En Japón, no se juega el partido del crimen con el soborno descarado, sino que se manejan códigos más sutiles, como una sonrisa, una inclinación de cabeza, un sobre deslizándose por debajo de la mesa en un bar de mujeres de compañía. Y todos fingen que las cosas marchan en orden. Es una especie de contrato social: no salpiques mucho al tirarte a la piscina y el sistema se encargará de cuidarte. Todo es más sutil y, por lo tanto, también más peligroso porque resulta tan arriesgado que a veces la gente no lo percibe como tal cosa.

 

La soledad inunda la vida de estas personas que se mueven por los ambientes soterrados de la capital nipona. ¿Esa soledad es una característica inherente a todas las megaciudades o la cultura japonesa contribuye de alguna manera a amplificarla?

Creo que ambas. Suena paradójico, pero las ciudades son los mejores y los peores lugares para sentirse solo. Tokio alberga una población inmensa y hay algo en su eficiencia y en sus rutinas que envuelve a los ciudadanos en burbujas. Las largas, largas, largas horas de trabajo aplastan la interacción social. Ves que las personas están demasiado cansadas para socializar. Miles de personas trabajan hasta las tantas, regresan a sus hogares, duermen y al día siguiente vuelven a su trabajo de nuevo. En síntesis, esas son sus vidas. Por eso, en Japón existe una palabra para morir por el exceso de trabajo: karoshi. De hecho, creo que tres de los reporteros con los que comencé en la compañía trabajaron hasta la muerte. A esto se le suma la tendencia cultural a mantener un rostro que oculte las luchas individuales. Siempre he sentido que una ciudad como Tokio magnifica el aislamiento que puede surgir cuando todos tratan de encajar y evitar ser una carga para los demás. Millones de personas se hacinan en espacios reducidos y solo sienten que intentan sobrevivir sin causar problemas. Es una soledad profundamente organizada.

 

Tokio es la ciudad moderna por excelencia. Su hipertecnologización la convierte en uno de los lugares más punteros del planeta. ¿Qué papel juega esta modernidad en la creación de espacios violentos? ¿Es el progreso tecnológico un catalizador para el crimen en Tokio?

La modernidad hace que la violencia sea más fácil de ocultar y más eficiente de ejecutar. Tokio es una ciudad futurista con un corazón anclado en la Edad Media. La tecnología contribuye a la creación de nuevas oportunidades para los criminales y a la vez mantiene viva las antiguas con herramientas más refinadas. Los matones de la yakuza emplean mensajes cifrados para organizar extorsiones, mientras los cibercriminales encuentran formas de desviar millones con solo apretar un botón. La modernidad ha dado a los partícipes del crimen organizado nuevos escondites: en lugar de callejones oscuros, un código binario. Es más, los yakuzas de la vieja escuela que no son capaces de adaptarse terminan siendo expulsados de ese submundo. Sin embargo, cuando Japón se moderniza y se promulgan leyes que tienen en cuenta las nuevas formas de criminalidad, la situación cambia rápidamente. Antes podías fumar en cualquier parte; ahora, necesitarás mucha suerte para encontrar un lugar donde poder echar humo. En 2011, el número de yakuzas ascendía a 80.000. El primero de octubre de 2024, tras haber creado leyes que ilegalizan el acto de pagarles, darles dinero o hacer negocios con ellos, esa cifra ha descendido a 24.000. En la actualidad, la edad promedio de un yakuza es de 55 años, la misma edad que tengo yo. Así que me da que nos vamos a retirar todos juntos.

 

En los dos libros que ha publicado en español, trata el tema de la vulnerabilidad de ciertos grupos sociales, sobre todo mujeres y emigrantes. ¿Se podría decir que el sistema legal y social japonés es cómplice de su explotación?

No usaría la palabra «cómplice», suena muy fuerte; aunque no es lo que se podría decir inocente del todo. Por lo general, el sistema judicial tiende a favorecer la estabilidad del colectivo sobre el individuo. Trata más de preservar la armonía y, en este proceso, los grupos más vulnerables pueden quedar desprotegidos. Tanto las mujeres como los inmigrantes no encajan con facilidad en la imagen de armonía social que Japón intenta proyectar, y por eso caen por las grietas. No siempre es malicioso, pero sí negligente, y la negligencia puede hacer tanto daño como el abuso directo. Japón es un lugar muy xenófobo, dirigido por personas mayores malhumoradas que temen a las mujeres poderosas y a los extranjeros. Está muy atrasado. Durante la pandemia, Japón cerró sus fronteras y no permitió el regreso de residentes permanentes; es decir, si te marchabas, no podías regresar. Nunca me he sentido tan alienado en el país como en aquel momento. Los cónyuges no japoneses quedaron atrapados. Fue una auténtica locura, una reacción xenófoba instintiva. Solo a los japoneses se les permitió entrar y salir, el resto estaban «enfermos». Ese tratamiento racista hacia los trabajadores permanentes, estudiantes y residentes no japoneses, provocó que muchos decidieran marcharse para no regresar. Japón necesita con prontitud trabajadores extranjeros e incorporar a las mujeres de manera más activa como fuerza laboral, pero el gobierno se está autosaboteando al tratarlos con falta de respeto y crueldad accidental.