Chris Offutt mira hacia atrás sin ira

El escritor estadounidense Chris Offutt publica «La ley de los cerros» (Sajalín Editores).

Texto: Hilario J. RODRÍGUEZ  Foto: Sandra DYAS

 

En su discurso de aceptación del Premio Nobel (que en España publicó Mondadori con el título La maleta de mi padre), Orhan Pamuk contaba cómo durante su adolescencia, al leer las novelas de Charles Dickens o Gustave Flaubert, le daba la sensación de que en Turquía nunca sucedía nada parecido a las maravillosas historias que contaban los escritores occidentales. También pensaba, por si fuera poco, que la lengua turca estaba en desventaja ante la modernidad del inglés o el francés. Por eso al principio tuvo la sensación de ser un escritor disminuido frente a los grandes maestros rusos y El Quijote, hasta que se dio cuenta de que en realidad lo que había aprendido de todos aquellos clásicos sobre los que hablaba el mundo entero y que cruzaban las fronteras del tiempo y el espacio, no era precisamente una lección sobre su marginalidad periférica sino sobre su posible fortaleza si recordaba todas sus enseñanzas y con ellas proponía algo renovador, ajustado a su propia cultura y a su propia lengua. Podía utilizar armas similares a las de los grandes clásicos pero no para proponer lo mismo que ellos sino para ofrecer una alternativa a ellos, en otro idioma, con otros ropajes y costumbres, desde un lugar que nos ayudase a quienes vivimos en el centro a ver más allá de nosotros mismos. Con esa nueva mirada, ha sido capaz de renovar nuestros discursos y proponer nuevas posibilidades, cuando dejamos de entendernos o de entender la limitada idea que tenemos del mundo.

Pongamos ahora que Chris Offutt se mueve en unos parámetros similares a los de Orhan Pamuk aunque su obra provenga de una tradición diferente, con referentes distintos y menos ambición literaria. Cuando comenzó a escribir, recorría Estados Unidos como un nómada en busca de hogar. Tuvo más de cincuenta empleos, haciendo de todo mientras acudía a cursos de escritura creativa y ensayaba con sus por aquel entonces escasas armas literarias. Primero escribió ciencia ficción, luego terror y más tarde hizo intentos para acercarse a la «gran novela americana», siempre con resultados frustrantes. Hubo un momento, sin embargo, en que el cóctel Antón Chéjov, Ernest Hemingway y Raymond Carver le proporcionó los ingredientes necesarios para conseguir algo sólido: un relato, al que muy pronto siguieron otros, sobre nada en particular, sin principio ni final pero con personajes a los que supo articular porque se le parecían o porque se parecían a alguien a quien él había conocido en su infancia y juventud, en un pequeño pueblo de Kentucky, al sur de los Apalaches. No se trataba de un texto paisajístico, tampoco de un retrato, eran ambas cosas a la vez, con el menor número de pinceladas posibles, para que así cada elemento tuviese más importancia. Eso le ayudó a conquistar su territorio de ficción, al darse cuenta de que era el lugar donde había nacido y había crecido, y del cual se había ido con la convicción de que nunca regresaría, ignorante de que nunca iba a conseguir irse de allí, al menos definitivamente. Era parte de algo que no había sido fabricado por el hombre: la Naturaleza. Y si en general el arte se crea por una necesidad psicológica de escapar de la Naturaleza, él regresaba para reencontrarse y para reconciliarse con ella.

Podría decirse que Chris Offutt realizó aquel absurdo trayecto entre Tijuana y San Diego que llevó al artista conceptual Françis Alys a recorrer dieciséis ciudades, en su mayoría exóticas, en un corto espacio de tiempo. Offutt iba en busca de sí mismo y de un estilo literario, Alys quería recuperar los signos intraducibles de ciertos destinos, más allá de cualquier «punto Kodak», como se conoce a la cultura clonada que se esparce por el mundo. Los dos ponen de relieve el aire familiar de muchas ciudades y de muchos libros, reconocibles bajo la apariencia de lo moderno; los dos convierten sus experiencias en huellas hacia territorios donde el pensamiento de un espectador o un lector puede volverse inesperado y descubrir espacios de cruces conceptuales, de fronteras identitarias, de verdadera multiplicidad cultural. Eso mismo es lo que hace Mick Hardin en La ley de los cerros, la tercera novela que le dedica Chris Offutt y en la que él, después de licenciarse en el ejército, regresa a su pueblo para despedirse definitivamente de la familia y los amigos que le quedan, antes de irse a Córcega. Hardin ya no es como sus primeros personajes, algunos sin nombre ni identidad clara, descritos sin la capacidad omnisciente que ahora sí muestra Offutt. Mick es un ser humano que piensa, siente y se expresa. No siempre podemos entender sus actos, ni su forma de sentir y actuar; lo que sí vamos comprobando poco a poco es que en él hay una necesidad de ser readmitido en la comunidad que abandonó tiempo atrás. El mantra del personaje y el escritor es idéntico: «llevo deambulando mucho tiempo sin encontrar mi lugar en ninguna parte y ahora es tarde como para no sentirme extraño en mi propia casa». Con muy poco desarrollo narrativo, descubrimos que Hardin estuvo veinte años en el ejército, participó en misiones peligrosas, persiguió a militares culpables de delitos violentos, atravesó desiertos donde pudo haber muerto, se casó y se divorció, todo ello en un orden aleatorio, más allá de su control y con un coste emocional privado.

A Offutt le han reprochado en más de una ocasión la indefinición de sus relatos y novelas, en cuyas páginas se proponen temas y a continuación se los pone en tela de juicio (como la posible recuperación de un amor perdido en La ley de los cerros) y se despliegan historias que luego se extravían (como la relación entre una mujer que vive sola y los fantasmas que pueblan el monte donde está su casa, escondidos ahora en su trastero sin más motivo que molestarla, también en La ley de los cerros). Esa incapacidad para que algunas cosas cobren forma, en mi opinión, es parte del dispositivo literario, posiblemente sea un tema más o el tema, en cualquier caso forma parte de los atributos que producen fascinación en el curso de la lectura de este y de cualquier otro libro de su autor. Buena parte de sus obras pueden considerarse policíacas, solo que no en el sentido ortodoxo, porque no siguen ni las reglas de las crónicas documentales ni los protocolos del realismo. Cabe en lo posible que eso se deba a la propia implicación de Offutt al describir el territorio de su infancia y juventud, además de a sus pobladores, imprimiéndoles algo así como la técnica del esfumato, para no trivializarlos ni deformarlos ante los lectores. Por eso ni la serie dedicada a Mick Hardin ni sus otras novelas policíacas podrían considerarse folk thrillers, no por completo, porque les falta el extrañamiento que podía verse hace unas décadas en novelas como Deliverance, en cuyas páginas James Dickey contrastaba la inocencia de un grupo de burgueses urbanitas que querían recorrer un río y los «paletos» con los que tenían que tratar para conseguirlo. La experiencia inmediata de Offutt no permite ese contraste, incapaz de establecer juicios taxativos ni a favor de las víctimas (que en La ley de los cerros son organizadores de peleas ilegales de gallos o mecánicos involucrados en carreras de coches clandestinas) ni en contra de los culpables  (también granjeros o hijos de granjeros en esta novela y en general víctimas hasta que un día cruzaron una tenue línea que los convirtió en lo que no habrían deseado convertirse). En su obra (y esta novela no es la excepción), todo el mundo bebe o ha bebido demasiado, todo el mundo tiene o ha tenido relaciones insatisfactorias o violentas, todo el mundo vive o ha vivido con un pie en la pobreza y la marginalidad, nadie está completamente a salvo de la depresión. Nadie es, en definitiva, fácil de sintetizar. Quizás no haya intelectuales con conocimientos complejos, como en una novela de Fedor Dostoievski o Thomas Mann, ni tramas exploradas hasta sus últimas consecuencias, como en un libro de Georges Perec o W. G. Sebald, pero los personajes aun así saben cruzar las líneas que trazan los mapas y que a veces nos hacen pensar en una sociedad sin los suficientes matices para verla en su totalidad.

La serie de Mick Hardin, en palabras del propio Offutt, «muestra una cultura muy particular que ha sido poco o nada tratada en la ficción, a veces ha sido hasta maltratada. Yo la conozco desde dentro, como un animal capaz de olerla, verla y oírla, capaz incluso de cazarla. Escribir sobre ese territorio y esas personas es como volver a casa, al menos esa es la sensación que tengo mientras escribo.» Por así decirlo, es uno de esos vacíos que a veces encontramos en los mapas, donde imaginamos toda suerte de cataclismos y desastres, alambiques para destilar alcohol, laboratorios para producir meta anfetamina, relaciones incestuosas, comunidades endogámicas con cuarenta iglesias y cien cantinas, asesinatos sin cadáver, tumbas sin lápida, peleas clandestinas, apuestas ilegales y desconfianza hacia la Ley y los políticos. Desde fuera provocan desconfianza y a veces pueden producir hasta miedo. «La mayoría de la gente desde fuera nos considera paletos y nos ve y trata como ciudadanos de segunda categoría. Eso hace que desconfiemos del exterior y de los forasteros, con los que siempre estamos alerta por si hay alguna señal de condescendencia. Me parece una pena porque, en el fondo, somos parte de una cultura amistosa aunque sea cerrada o quizás por eso mismo. Y por mucho que la televisión por cable e internet hayan llevado el mundo a las colinas y los jóvenes ahora escuchen rap y lleven la gorra con la visera hacia atrás, perdura en ellos y en sus padres y abuelos, en todos nosotros, la desconfianza hacia lo externo.» Eso explica que Offutt prefiera esbozarlos, sin perfilarlos por completo. Sabe que el teatro de la visibilidad  siempre acaba convertido en un teatro de la desfiguración.