Paco de Lucía, el temblor del mito

El pasado febrero se cumplieron diez años sin Paco de Lucía. Antes de su llegada, el guitarrista flamenco era únicamente el acompañante del cantaor. Pero él tenía voz en las uñas y los dedos. “El enigma Paco de Lucía” de César Suárez nos muestra la timidez y las eternas dudas del mito. 

Texto: Antonio ITURBE  Foto: Juana VÉLEZ

 

El enigma Paco de Lucía no habla de secretos oscuros sino de esa doble vida de los mitos: el genio sobre el escenario que recibe todo tipo de reconocimientos, halagos y doctorados honoris causa, frente a la persona tímida e incluso solitaria que era Paco Sánchez Gómez en cuanto salía por la puerta trasera del teatro. Nos lleva a un viaje que se inicia en Cádiz, en el modesto barrio de La Bajadilla, en Algeciras. En la última entrevista que concedió, a su hija Casilda Sánchez Varela, publicada en la revista Telva, explica que “Mi velocidad y mi técnica son anímicas, nacen de la inseguridad, del miedo a que la gente se duerma, a que se levanten y se vayan. Eso me da una energía que es lo que me ha hecho ser quién soy”. Cuando ella le preguntó si no se sentía uno un poco inmortal cuando sabía que dentro de 200 años se seguiría hablándose de él, respondió como un resorte: “¡Qué va!, para entonces ya habrán descubierto que soy un bluff”. Hay una manera inequívoca de reconocer a un genio: nunca está seguro de serlo. Siempre ve algo más allá que no se alcanza.

En el excelente documental sobre su vida filmado por su propio hijo Curro Sánchez Varela, La búsqueda, explica con los ojos brillantes esa alegría única cuando de repente le surgía de la cabeza una composición en su cabeza que era la maravilla, una creación genial, y se iba tan contento a la cama. Feliz. Y cómo al levantarse por la mañana y volver a mirar esa composición que le parecía tan extraordinaria, se le torcía el gesto al ver que eran una birria y era para tirar a la basura. Después, se encogía de hombros: igual no era tan genial ni tan mala. Y la volvía a mirar, con menos entusiasmo, pero sin perder la esperanza de sacar agua del pozo.

En la casa de Antonio Sánchez y Luzia Gomes, nacida en Portugal, había lo justo y un poco menos. Antonio, el padre de Paco de Lucía (se puso el apodo en honor de su madre) vendía quincalla o lo que fuera para juntar algo de dinero y por las noches agarraba la guitarra y se iba a amenizar las francachelas de señoritos para traer de madrugada unos duros a casa. A sus hijos los llevó pocos años a la escuela, que enseguida tenían que ayudar en casa para salir adelante, pero era muy riguroso con que aprendieran a tocar la guitarra, y él mismo les enseñaba. Era un hombre que se quedó huérfano con ocho años y tuvo que sobrevivir a empujones. La vida lo había endurecido, por eso era un profesor exigente con sus hijos, incluso intolerante.

Cuando detectó el talento de Paco, lo sacó de la escuela y lo puso a estudiar guitarra mañana, tarde y noche. Entre los siete y doce años entrenaba con la guitarra ocho horas diarias “a veces con los dedos doloridos en carne viva”, rabiaba porque ni siquiera podía salir a jugar con los otros niños. César Suárez señala las palabras del escritor Félix Grande, que lo conoció bien, “Es verdad que el padre de Paco fue autoritario con su hijo como aprendiz de guitarrista. Lo mismo que lo fueron el padre de Beethoven o de Mozart. Es posible que ese tipo de padres si agarran a un niño particularmente frágil, lo puedan despedazar. Pero no fue el caso. Como Paco no era frágil, ese autoritarismo y esa agresividad de su padre, al final fueron buenas para él”. Años después el propio Paco de Lucía afirmaba hablando de su padre: “de otra manera no sería el que soy ahora, ni tocaría como toco ahora”.

Enseguida despuntó, incluso por encima de su hermano Ramón de Algeciras, que al principio le hacía de maestro y después, durante muchos años, fue escudero suyo en muchas actuaciones.  Paco de Lucía introdujo el acompañamiento de bongo en lugar de palmas o el cajón en algunas de sus piezas y eso irritó a algunos puristas del flamenco. Pero si alguien sentía respeto por la tradición era él mismo. Sus innovaciones siempre eran muy medidas, en los palos más accesibles para el gran público, de manera que nunca se perdiera la esencia del flamenco. Cuando en 1975 el Teatro Real de Madrid, templo de la ópera y la música clásica, abrió sus puertas por primera vez a un flamenco, hubo un lleno histórico. Pero antes de salir, Paco de Lucía quiso saber que gente había venido y Jesús Quintero, impulsor del evento, le contó algunas de las personalidades y famosos, pero eso le interesaba poco: “Ya, pero ¿y guitarristas? ¿Has visto algún guitarrista?”. Y cuando le respondió que están Manzanita y el hijo de Niño Ricardo, le contestó “Pues para ellos voy a tocar esta noche”.

Hasta entonces el guitarrista flamenco era como el banderillero en la cuadrilla del torero. A partir de Paco de Lucía, los guitarristas flamencos alzan la mano y se salen del cuadro. Aunque él sentía una enorme admiración por los cantaores. Cuando conoció a Camarón de la Isla se quedó asombrado. Eran muy jóvenes cuando se sumaron casi como mascotas a una gira. Grabaron diez discos juntos. Se admiraron el uno al otro siempre.

Paco de Lucía era introvertido, incluso tímido. Las entrevistas lo violentaban. Los halagos lo incomodaban. Él era alguien pegado a una guitarra: “Me he pasado con ella tres cuartas partes de mi vida. Es mi manera de expresarme. Las palabras casi no las uso”.  Las carencias de haber podido estudiar muy poco las suplía leyendo. Le gustaba mucho Erich Fromm, que incluso leía a Ortega y Gasset porque le gustaban los libros con profundidad. Nos dice César Suárez que su autor favorito era Haruki Murakami.

El enigma que señala el título del libro es el porqué ese hombre introvertido, que cuando disfrutaba de verdad tocando era en la intimidad rodeado de su gente más cercana, siguió metido en giras y actuaciones hasta pocos días antes de su muerte. Dice Suárez que “seguir tocando, aunque dijese que iba a dejar de hacerlo, era una manera de espantar el miedo al día en que no pudiera tocar más o, peor aún, al día en que perdiese las ganas de tocar”. Ese día nunca llegó. Cuando bullían en su cabeza y en sus dedos bailarines planes para colaborar con músicos cubanos y mil ideas más, un infarto fulminante lo arrolló los 67 años. Nos queda el enigma de su guitarra.