Namibia. Apuntes de un cuaderno de viajes

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Los cuadernos de viaje son un género literario que tiene el trazo vivo de las impresiones atrapadas en el instante. José Luis Espina, escritor, músico y empujador cultural, viaja siempre con una libreta, un bolígrafo y una pequeña caja de acuarelas para escribir también en colores.

Texto e ilustraciones: José Luis ESPINA  

 

Capitoné
El camión de los malos augurios 
Siendo niño, una palabra inusual vino a formar parte de mi vocabulario: capitoné. Capitoné era la expresión que iría apareciendo en nuestras vidas cada tres o cuatro años y que presagiaba importantes cambios para la familia, cambios de casa, nuevas escuelas, otros amigos, paisajes por descubrir, acentos o idiomas que aprender. Con el tiempo, la palabra capitoné acabó por convertirse en un mal augurio. Cada vez que aquel enorme camión capitoné de mudanzas estacionaba frente a nuestra casa, sabía que algo se nos quedaría por el camino, cosas en su mayoría insignificantes pero que algún día añoraría. Aunque, sobre todo, el capitoné dejaba atrás fragmentos de vida, flecos que iría echando de menos porque eran parte de mi historia, de una personalidad que me tocaría construir al ritmo de un camión de mudanzas. Mis primeros viajes no fueron de placer, ni siquiera placenteros, fueron experiencias de desarraigo que determinaron una necesidad por conocer mundo y sentir que la identidad, cuando las raíces se difuminan, se forma por contagio con los rincones que vamos conociendo.

Sabana, desierto y roca
Desde el cielo, la tierra es una superficie reseca y sarmentosa tachonada de acacias y mopanes que despuntan sobre un suelo ocre infinito. Namibia no ha tenido ninguna Karen Blixen que le escribiera unas Memorias de África, ni una literatura propia que haya contribuido a su protagonismo. Munukayumbwa Mwiya, una de las pocas voces femeninas del país, señala que, antes de la independencia, la creación literaria tenía la influencia colonial de Sudáfrica y Alemania, mientras que las manifestaciones autóctonas remitían a la tradición oral en lenguas oshiwambo, dialectos emparentados con las lenguas bantúes.

Este país del África occidental, nacido en 1990 tras la independencia de Sudáfrica, se mantiene todavía alejado de los focos del turismo de
masas. Con un censo de poco más de dos millones de habitantes, es una majestuosa diversidad de pastos y desierto con solo seis habitantes por kilómetro cuadrado.

Cruzar Namibia es circular por un recorrido de contrastes a través de paisajes desmesurados, desde las dunas imponentes de Sossusvlei, las formaciones oníricas de rocas esculpidas por el agua y el viento en Spitzkopee, ciudades coloniales como Swakopmund, la costa atlántica perfilada de dunas y cubierta por nubes pedregosas donde las comunidades de focas y las bandadas de flamencos desbordan el paisaje, el parque de Etosha y los grandes mamíferos y una pluralidad de etnias que persisten en mantener sus antiguas formas de vida.

Flores azules de jacarandás
Una pareja de babuinos come semillas a un lado de la carretera, la cerca que recorre el trayecto hasta Windhoek previene contra los antílopes, pero es un divertimento para los simios. En la radio del taxi suena Le akela malata de los Nomtiti 5. Estamos en octubre, final de la época seca, y a los lados se abren enormes extensiones de tierra árida de las que repuntan mopanes que conservan el verdor en sus copas.

En un punto del camino, anunciando un negocio de taxidermia, han levantado una escultura emulando la dedicada a “Los músicos de Bremen” en la ciudad hanseática del norte de Alemania. Los animales del cuento han sido sustituidos por otros genuinos del país. Se me ocurre que la coincidencia tenga que ver con el comerciante Franz Adolf Eduard Lüderitz, original de Bremen y primer europeo establecido en Namibia para hacer negocios. En su honor, la Sociedad Colonial bautizó con su nombre la ciudad costera situada a ochocientos kilómetros al sur de Windhoek.

En la ciudad retoñan las flores azules de los jacarandás. La Independance Av., con altos edificios modernos, es la arteria principal de la ciudad. La Iglesia Pentecostal de Jesús remite a su pasado colonial y, frente a ella, como contrapunto, se encuentra el Museo Conmemorativo de la Independencia presidido por una estatua de Sam Nujoma, gobernador y padre de la nación namibia.

Entre Independance Av. y Garten Street brilla el luminoso de la pizzería Sicilia. En el interior, un grupo de clientes celebra con entusiasmo su particular fiesta de la cerveza. El camarero se disculpa por la algarabía, pero decidimos quedarnos, inaugurando así el ritual cervecero que nos acompañará a lo largo de todo el desierto de Namib.

Dunas
Arde la arena y aprieta el calor. Caminar por la cresta de la Big Daddy produce vértigo. La cúspide de la duna es una línea sinuosa que avanza y culebrea hasta alcanzar una altura de 350 metros. A su alrededor se extiende el desierto de Namib, que se prolonga hasta el Atlántico. Allá donde pongamos la mirada no habrá otra cosa que arenas rojizas y claroscuros de sombras que dibuja la luz del sol. Abajo, como una concesión de la naturaleza ante tanta arena, se abre Deadvlei, la parcela blanca que conforma el lago reseco donde resisten los inextinguibles troncos de acacias quemadas por el sol.

Desde la base recorro con la mirada la ladera de la gran duna. Desierto es lo que empequeñece al hombre, limita su mirada y achica su excepcionalidad. Desierto es un espacio de fascinante monotonía donde la vista se pierde al chocar contra el cielo. Desierto son también los olivares verdes de Úbeda, los campos bermellones de amapolas que crecen en La Rioja, las doradas extensiones de girasoles en Sevilla,
los algodonales de Lebrija y las nieves blancas de los Pirineos que tantas veces tuve que pisar.

Ardillas y pastel de manzana
Desde el campamento Sossus Oasis, después de casi dos horas de ruta por una pista de piedra y arena, se llega a Solitaire. Una ardilla de tierra corretea entre los coches semienterrados y carcomidos por el óxido que forman parte del atractivo de este enclave en la periferia del desierto de Namib.

Solitaire tiene nombre de pueblo del Viejo Oeste americano, uno de esos lugares sin apenas vida donde recalaban pistoleros en busca de redención. Algo de eso tiene este destino que ofrece al viajero repostaje de gasolina, un taller mecánico donde se apilan neumáticos, un pequeño hotel y una cafetería fundada por el escocés Percy Cross McGregor, fallecido en el año 2014. Según leo, un amante de la soledad, de los geckos y las estrellas que levantó en este terruño una pastelería famosa por hornear el pastel de manzana más sabroso de Namibia.

Nos rendimos también ante la exquisitez del apfelstreusel y con las migajas contribuimos a la felicidad de los gorriones y ardillas que corretean entre las piernas de los clientes.

Polvo
Cuesta entender tanta belleza en un paisaje de piedra y arena. Aquí todo es polvo. Polvo es la estela que arrastran los coches como un manto
blanco que nubla la vista y envuelve lo que toca. En el margen del camino un grupo de mujeres himba se cobija bajo la copa de un árbol
seco. Venden pulseras, collares y figuras de animales talladas en madera. Reposan sentadas sobre un lecho de tierra y guijarros con el cuerpo y las ropas tiznados por las tolvaneras del camino. Las polainas con que adornan las pantorrillas y las trenzas de arcilla han perdido lustre y los niños que descansan junto a ellas recogen puñados de arena que se les escurre entre los dedos. Al ver acercarse un coche, una levanta la mano y se aproxima al camino sosteniendo un collar de cuentas de colores. Una nube de tierra la envuelve, ella sonríe dejando ver una dentadura blanca como la leche, sin sombra de polvo.

El baile del ñu
Trota y parece que baile, recuerda el paso rítmico y elegante de los caballos andaluces, salta con la ligereza natural de su especie hasta que abandona la armonía del trote y se lanza a la carrera como un potro sin domar que contagia a los más jóvenes. Un órix solitario los observa y parece reprocharles tanto alboroto en una mañana donde solo se escucha el silbido del viento al despeinar los arbustos que crecen de la tierra seca.

A la laguna se ha acercado un grupo de leones. La hembra, que se acompaña de dos cachorros, y el macho, que camina tras ella, tienen el hocico manchado de sangre. Beben y se tumban en la orilla. A lo lejos, como figuras de piedra, espera un grupo de springboks a que los felinos reanuden la marcha.

Una manada de elefantes cruza la pista en dirección a la charca de Okaukuejo, más de treinta ejemplares desplazándose con parsimonia ceremonial. Tras unos mopanes asoman los cuellos de dos jirafas revolviendo entre las copas. No es su presencia lo que impone, es la
contemplación de la vida en libertad, la grandeza de un territorio desmedidodonde el hombre es la anécdota; es la majestuosidad de su presencia, la lentitud hipnótica de sus movimientos, la otra medida del tiempo.

Atlántico
Casi trescientos kilómetros separan Solitaire de Swakopmund. El desierto de Namib avanza hacia el Atlántico mientras la temperatura desciende y el cielo se convierte en un manto gris del que nos llegan las primeras lluvias. Durante un par de días aparcamos el 4×4 y nos alojamos en una casa de planta baja que seasoma al mar a través de amplios ventanales. Unas gallinas de Guinea picotean entre la arena y a la izquierda queda el muelle que se proyecta en el océano azotado por el viento.

Los edificios son construcciones bajas que alternan con las coloridas fachadas de antiguos inmuebles coloniales, como el Altes Amtsgericht, antes escuela privada convertida hoy en oficinas municipales, el antiguo hospital Prinzessin Rupprecht Heim, refundado como hotel, o el Antonius Residenze, en el que ahora se alojan octogenarios blancos con recursos.

Por las avenidas apenas si circulan transeúntes y, ensombrecida por las brumas primaverales, la ciudad parece perpetuarse en una interminable tarde de domingo. Cerca del faro se encuentra el Marine Denkmal, memorial dedicado a los soldados alemanes caídos entre 1904 y 1905 en sus enfrentamientos con las etnias herero y nama en el considerado primer genocidio del siglo XX. Nada recuerda
a los nativos aniquilados, la única muestra de disenso son unos restos de pintura roja lanzados contra la base del monumento.

Walbis Bay
Al sur, tras cruzar la extensión de casas modestas que se levantan sobre el desierto, se llega a Walbis Bay. En la orilla la soledad es absoluta, solo los gruñidos de unos cientos de focas distraen del ritmo de las olas. Un chacal cabizbajo cruza la arena y se vuelve a mirarnos con desconfianza mientras una bandada de flamencos alza el vuelo y llena de manchas naranja el cielo cubierto de nubes.

Es pleamar y el agua cubre la franja de tierra que se interpone entre las dunas y el océano. Una foca joven se ha perdido y deambula por la orilla mientras las gaviotas revolotean esperando el momento oportuno para vaciarle a picotazos las cuencas de los ojos.

Por el interior de Sandwich Harbour el trayecto se convierte en un sube y baja enloquecido remontando las laderas de las dunas. El cielo ha terminado por abrirse y vuelve a brillar el sol. De un orificio en la arena aparece un reptil diminuto de colores pálidos y fosforescentes, un gecko de dedos cortos que se queda paralizado al sentirse recogido en la palma de la mano. Desde la cima de una duna poso la vista en el Atlántico, el viento sigue soplando con fuerza, trae con él un manto de niebla y todo se desvanece, como cuando en los atardeceres de Asturias la bruma envuelve el faro de Peñas y la linterna desprende un halo fantasmal contra el que se precipitan los estorninos.

Respuestas y preguntas
En el campamento de Spitzkopee, donde las montañas panzudas han sido labradas por la lluvia y el viento, el sol aparece por el horizonte. Las familias de marmotas asoman entre los huecos de las rocas y se unen a la contemplación del amanecer. Repaso fotografías y acabo un dibujo del cuaderno. Con el paso del tiempo, las fotografías remiten a la realidad del instante capturado, pero los dibujos son una invitación
al recuerdo, a la inexactitud de la memoria que permite resquicios para la ficción.

Viajar ofrece respuestas mientras suscita preguntas nuevas, siempre es así. Desde las dunas del Namib a las planicies de Etosha, o desde la
costa atlántica a las montañas de Damaraland, el minutero que empuja el tiempo parece avanzar con el paso cambiado. Es absurdo idealizar la pobreza de algunas formas de vida, tanto como elogiar las desigualdades de la nuestra. Pero, al contemplar las manadas de animales cruzando en la lejanía o la monotonía de las dunas del desierto, es inevitable sentir que un abismo demasiado profundo nos separa. Ojalá algún día encontremos el camino de vuelta.

 

* El artículo con todas las ilustraciones está publicado en la revista en papel Librújula 54.