Leila Guerriero, la mujer interrogante

El último libro de Leila Guerriero «La llamada» (Anagrama) es el retrato de una veinteañera que se integró en el Ejército Montonero, el célebre grupo armado de extracción peronista. Secuestrada por los militares del régimen de Videla; durante año y medio fue torturada, esclavizada y violada. Fue obligada a acompañar a un militar infiltrado en las Madres de Plaza de Mayo, un operativo que se saldó con la desaparición de tres Madres y dos monjas francesas. Cuando la liberaron, Silvia se encontró con el repudio de sus antiguos compañeros de militancia.  

Texto: Carlos LURIA  Foto: Asís G. AYERBE

 

—¿Por qué ha escrito este libro?

No es la mejor primera pregunta, pero a Leila Guerriero no parece importarle. Mira a los ojos, no dejará de mirar a los ojos a su interlocutor durante toda la entrevista; ni siquiera prestará atención al exquisito jardín interior, lleno de plantas frondosas, que se abre tras la sala de reuniones de la editorial.

—No sé —responde—. El porqué no me importa.

—¿Nunca se pregunta por qué le interesa una historia?

—No.

—Simplemente…

—Voy.

Sonríe, se siente a gusto en su estrategia de haber escrito más de quince libros y centenares de artículos sin preguntarse jamás la razón. La figura de esta escritora (Junín, Argentina, 1967), uno de los referentes mundiales del periodismo literario, es tan delgada que parece que fuera a romperse en cualquier momento. La cara lavada, vestida con tejanos y un sencillo jersey blanco de cuello ancho, se inclina sobre la mesa como si realmente le interesaran las preguntas que le va a formular un desconocido. Es una postura que se agradece. El acento argentino barniza sus palabras, que aún así poseen un leve aire de autoridad.

—¿Tampoco le preguntó a Silvia por qué rompió su silencio y se prestó a que usted escribiera un libro sobre ella?

—Tampoco. Es que eso no hay que preguntárselo nunca a nadie. Las preguntas que empiezan con un porqué son las más imposibles de responder.

Silvia es Silvia Labayru, la protagonista de La llamada (Anagrama, 2024), el último libro de Leila Guerriero: el retrato de una veinteañera lista, guapa y de buena familia que se integró en el Ejército Montonero, el célebre grupo armado de extracción peronista. En diciembre de 1976, nueve meses después de que se instaurara la dictadura del general Videla, los militares secuestraron a Silvia, que en aquel momento estaba embarazada. La trasladaron a la Escuela de Mecánica de la Armada, el célebre campo de prisioneros del Ejército. Allí Silvia dio a luz, y su bebé fue de los poquísimos que fueron entregados a la familia de origen. Durante el año y medio que siguió fue torturada, esclavizada y violada. Fue obligada a acompañar a un militar infiltrado en las Madres de Plaza de Mayo, un operativo que se saldó con la desaparición de tres Madres y dos monjas francesas. Cuando la liberaron, Silvia se encontró con el repudio de sus antiguos compañeros de militancia.

—En la Escuela de Mecánica de la Armada, la ESMA, fueron torturadas y asesinadas entre 1976 y 1983 cinco mil personas, de las que sobrevivieron únicamente doscientas. Una de ellas fue Silvia. A estas cifras espeluznantes hay que añadir a treinta mil personas desaparecidas.

—Sí. Me parece que el cierre de esta historia no se va a producir nunca. Hay tanta gente dañada, tanto daño colateral… Lo que sí se puede hacer es entender lo que pasó. Creo que hay una conciencia fuerte en Argentina de que no se puede volver a una dictadura, a pesar del giro político que ha tomado el país.

—Con un personaje inexplicable como Milei.

Leila echa el cuerpo hacia atrás, busca apoyo en el respaldo de la silla y cruza los brazos sobre el pecho. Ha sido un gesto empapado de automatismo, pero muy elocuente.

—Mira —dice—, un amigo venezolano me dijo que lo que pasa es que la gente quiere venganza. Los últimos gobiernos lo hicieron muy mal. Tenemos más de un cuarenta por ciento de pobres, terminamos el año con más de un 120 por ciento de inflación, y subiendo. La gente estaba harta, desilusionada. Pero a mí me costó mucho entender que tantos conciudadanos míos estuvieran de acuerdo con las ideas de Milei.

Su rostro transmite preocupación. Vuelve a inclinarse sobre la mesa, esperando la siguiente pregunta.

—Usted estuvo cerca de dos años hablando con Silvia, con sus amigos, sus exparejas, hijos, su pareja actual, compañeros de militancia, de cautiverio. ¿Ha logrado comprender cuál fue la razón de que Silvia perteneciera al grupo de los supervivientes?

—Este es uno de los temas. Mira, no se sabe por qué los sobrevivientes sobrevivieron, y hay en eso una cosa muy perversa por parte de los militares, porque esa arbitrariedad va a dejar una pregunta abierta para toda la vida. Una pregunta que en casos como el de Silvia arrojará una luz de sospecha. Además, en muchos casos los sobrevivientes eran personas muy jóvenes. La misma Silvia en algún momento dice: “¿Estos tipos pensaban de verdad que no íbamos a hablar nunca?” Y es cierto. Un tipo de cuarenta o cincuenta años que libera a una chica de veinte a la que hizo atrocidades durante años, ¿cree que esa persona, por terror o por lo que sea, nunca lo va a denunciar? Entonces ya digo que hay una cosa muy perversa, primero como de una omnipotencia enorme, siempre voy a tener poder sobre ese individuo. Y por otro lado la pregunta instalada sobre las personas que sobrevivieron: ¿Por qué yo y por qué, por ejemplo, mi pareja no? ¿Por qué mi compañero de militancia no? Claro que en cada caso habrán confluido factores más allá de la arbitrariedad enloquecida de los militares. En el caso de Silvia, podrían haberla aprovechado hasta que no le hubieran podido sacarle más jugo y le hubieran podido pegar un tiro en la cabeza. Y no lo hicieron.

—Y como dice, eso abrió otra caja de los truenos: el rechazo por parte de sus antiguos compañeros de militancia.

—Silvia lo pasó mal. Muy mal. Además, con veinte, veintiún años tampoco tienes la entereza que puedes tener a los sesenta. Es muy humillante que en un lugar no te dejen entrar porque las personas que eran de los tuyos han decidido que sos persona non grata. Eso es duro.

—Una superviviente de la ESMA, Cuqui Carazo, cuenta que cuando la estaban desnudando para torturarla solo se le ocurrió pensar: “Dios mío, no me he depilado”. Esos destellos de humanidad.

—Ante estas situaciones la cabeza te hace cosas raras. La misma Silvia, encima de la mesa, a punto de parir, suelta muy cocorita: “Quiero hablar con un militar”. ¡En la ESMA! Esas cosas inesperadas y reales, con la franqueza con que las cuentan, le otorgan un gran peso a la narración.

La llamada no está dividida en capítulos, como si su autora no quisiera dar tregua al lector: un apasionante trayecto sin paradas a través de una violencia tratada sin morbosidad, pero también de las peripecias de una mujer en las que se mezclan el amor, el sexo, el humor, la familia o las infidelidades. Guerriero tan solo se permite trazar fronteras narrativas con un párrafo que se repite a intervalos, como un mantra: “Entonces nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas”.     

—¿En algún momento tuvo que luchar contra la tentación de ser complaciente con Silvia?

—Hay gente que me ha dicho que tras leer el libro Silvia no les cae bien. Perfecto. Si eso les pasa es que el libro cumple su cometido, porque mi idea es no ser complaciente nunca, en ningún libro. No quería pintar a Silvia como una especie de ángel, o de divina princesa roja, o de víctima perfecta. No. Más allá de las cosas terribles que le pasaron, ¿por qué te tiene que caer bien una víctima?

—¿Ella ha leído el libro?

—Lo leyó en diciembre, en una edición no venal.

—¿Le gustó?

—Mucho. Tuvimos una conversación de dos horas en las que ella fue súper linda y al final de la conversación me dijo: “Me pillaste”.

Leila ríe con franqueza, como si esas dos palabras fueran el mejor premio a su esfuerzo. “Me pillaste”, repite, y añade: “Eso me parece genial”.

—En su libro Los suicidas del fin del mundo  hay un elemento que se convierte en un protagonista más: el viento que sacude el pueblo de Las Heras. En La llamada sucede algo parecido con el covid. 

—¡Sí! Fíjate, cuando me puse a escribir me di cuenta de que me había pasado casi un año hablando con esa mujer con una mascarilla. Y de repente se pudo sacar la mascarilla y fue como aprender a verla de nuevo, ¿no? No es ningún tipo de recurso, pero tampoco podía sacar del cuadro una cosa tan evidente que estaba ahí todo el tiempo. Aunque, ojo, yo no soy quien para darle claves de lectura a nadie, la lectura del covid como metáfora corre por cuenta de cada lector.

—Patricio Pron, Alejandro Zambra, Mario Vargas Llosa, Juan José Millás, Martín Caparrós, entre muchos otros, han alabado sus crónicas. Hace poco Sergio del Molino escribía: “Leila da miedo: desnuda a una persona solo con ver la forma en que prepara un café o cruza las piernas al conversar”.

Ella sonríe, se aparta un rizo de la frente en un gesto de coquetería. “Exagera un poquito, pero bueno”, dice con cierta ternura, y añade:

—Es que eso está en el fondo del oficio periodístico, ¿no? O sea, si no sabes observar, pues… A ver, yo esa capacidad de observación es verdad que la tengo, pero también cansa, cansa mirar con esa intensidad.

—¿Nunca deja de hacerlo?

—Supongo que hay momentos en los que sí, pero tengo el radar bastante encendido todo el tiempo. No es un tema obsesivo, ¿eh?, pero me doy cuenta de que siempre estoy a la caza. El otro día, por ejemplo. Estaba en la fila de Iberia y escucho a dos argentinos delante de mí hablando a los gritos de lo que se iban a comprar en no sé qué tiendas de Salamanca, todo una cosa muy pija, y no sé cómo derivó la conversación y uno de los dos dice: “Ah, nosotros durante la pandemia estábamos en Miami, y luego nos fuimos a París, y cada vez que en la Argentina nos decían que no se podía entrar nos poníamos contentísimos”. Y yo pensaba: “Hay un montón de gente que no ha podido ver los cadáveres de sus parientes, y este tipo está hablando de la pandemia en la manga del avión con su valijita de Louis Vuitton”. ¿Y si yo tenía a mi marido muerto, a mi madre muerta por culpa del covid? O sea, no me parece mal que ese señor si tiene dinero se haya pasado la pandemia viajando, pero declamarlo con esa insensibilidad… Sobre eso no escribí nada, pero dentro de tres meses capaz que engancha con alguna cosa y termina coagulando en una columna.

Se detiene tras la larga parrafada y espera. Leila Guerriero no es una gran gesticuladora, pero todo en su actitud (incluida la cordialidad de la sonrisa) es una invitación al interlocutor a hablar. Más que hablar, a comunicarse. Posiblemente es una actitud aprendida hace mucho tiempo y perfeccionada con la práctica, pero aún así logra que parezca natural.

—Usted dijo que Rodrigo Fresán, que fue uno de sus primeros editores, le enseñó la importancia de desprenderse de los prejuicios a la hora de enfrentarse a un  tema.

—Sí, descubrí que a Rodrigo le gustaban cosas que supuestamente no debían gustarle a un intelectual. ¡Me pareció genial!

—¿Por ejemplo?

—Qué sé yo, películas de Steve Martin, canciones de Raphael… Entonces yo me dije, ¡pero qué equivocada he vivido con ese prejuicio estúpido de que una solo tiene que leer a Borges y comprarse unos anteojos de pasta! O sea, Rodrigo es súper refinado, pero lo que le gusta le gusta, punto, ya está. Y, ¿sabes qué? Eso para un periodista es valiosísimo, porque no hay que tomarle el pelo a temas que solemos tomar para la chacota. Qué sé yo, los ovnis, los pastores evangélicos…Son temas que no convocan mis simpatías, desde luego, pero a lo mejor si dejas de mirar lo evidente y miras más allá igual encuentras cosas interesantes.

—¿Le gusta la etiqueta de “periodismo literario”?

—Sí me gusta. O “periodismo narrativo”, yo utilizo técnicas narrativas en mis crónicas. Lo que pasa es que “literario”… Tal vez suena a periodismo con un poco de invento. Y de eso nada, sobre todo si uno tiene un poco de ética. La cuestión es que la literatura de ficción y la literatura de no ficción, cuando son buenas tienen el mismo estatus, solo que una historia no ocurrió y la otra sí. No creo que un autor de no ficción tenga que convalidar el peso de su firma escribiendo ficción.

Asiente, como si se diera la razón a sí misma. Las respuestas de Leila Guerriero suelen exigir repreguntas a su interlocutor. Pero en las entrevistas promocionales el tiempo es un recurso muy valioso (como el agua, o la paciencia), y en consecuencia los encuentros son compactos, de vuelo rasante. Afortunadamente son las diez de la mañana y esta es la segunda entrevista de  Leila. No está cansada, o no lo aparenta.

—En Zona de obras usted escribe: “Hay, con la escritura, un equívoco inexplicable: la idea de que es –o debería ser- una experiencia fabulosa. Pero a mí no me gusta escribir. Me gusta, a veces, el resultado”. Son palabras de 2011. ¿Cambiaría algo de ellas?

—No. En las primeras semanas de escritura lo paso mal, muy mal. Cuando descubro que tengo mucho más material del que puedo usar y varias estructuras posibles, cuando debo elegir un clima, una mirada.

—¿Cuántas semanas son las primeras semanas?

La llamada lo escribí en cuatro meses. Hasta montar la primera versión me debo haber demorado dos semanas. A esas me refiero. Lo que pasa es que este libro tiene una estructura muy compleja, fue difícil hacer que el lector me siguiera en todos los saltos en el tiempo.  La estructura es una de las cosas más complejas que tienen todos los textos.

—Cuatro meses es poco para escribir más de cuatrocientas páginas.

—Pero es que son cuatro meses cada día entre doce y quince horas por día. Este sistema es el único con el que yo, que soy bastante tonta, logro una idea de conjunto. Si yo escribo un poquito el martes, vuelvo luego el viernes, después salto al lunes y qué sé yo, es impensable.

—¿Sabe ya de qué irá el próximo libro?

—Sí, ya estoy trabajando en él.

—¿Y?

Se ríe, como pillada en falta. “No, no puedo decir nada”, dice en voz baja.

—Mi obligación es insistir.

—No, ya lo sé, pero nunca lo cuento no por una cuestión de ocultar, o qué se yo, sino porque a mí me pasa que yo tengo que conversar en soledad con el tema que estoy trabajando. No me sirve para nada escuchar opiniones de alguien que me diga huy tal cosa, huy tal otra.

—Si yo escribiera un retrato suyo, ¿sería un buen título “La pregunta”?

—¡Me acabas de dejar flasheada! Ayer salí a cenar con un amigo y me dijo: “Para mí entrevistarte a ti es entrevistar a una pregunta”. Así que podría ser. Aunque…

Se detiene, piensa. Los matices son importantes.

—Está muy bien —dice— eso que dices de que soy una mujer que hace preguntas, pero yo más bien soy alguien que escucha. Yo soy el signo de interrogación, digamos. Mi actitud es como de “hablemos”. No estoy preocupada por saber qué voy a preguntar ni por la calidad de la pregunta.

—En La llamada se define como “una enorme bacteria perturbadora”.

—Y sí. En la vida de la gente a la que entrevisto, sí. Sobre todo cuando me pongo a buscar en el pasado, recuerdo a esa gente cosas que a lo mejor trabajosamente trató de olvidar y una está ahí diciendo: “No, pero dime, dime, dime la fecha, necesito la fecha” (Ríe) “Dime cuándo, cómo, dónde”.

—Se lo habrán preguntado mil veces, pero ¿no se ha planteado escribir una novela?

—No. No tengo la vocación de la ficción.