Volver a Grecia
Con la sal del mar aún reciente sobre la piel morena, y la nostalgia de las vacaciones a poco de convertirse en pasado, nada mejor para suavizar la realidad que envolverse en el hechizo de voces profundas y literarias. Dos miradas eruditas para disfrutar con intensidad de los orígenes y trascendencia de Grecia en la civilización occidental. De la mirada antropológica y humanista de Pedro Olalla a las conexiones de la música griega antigua con las formas de expresión más profundas de la historia, según Santiago Auserón, estos dos autores nos llevan a lo profundo de esa Grecia seminal a la que tanto debemos.
Texto: Francisco Luis DEL PINO OLMEDO
Las voces de Pedro Olalla, escritor y cineasta, gran conocedor de Grecia y su cultura, y de Santiago Auserón, músico y también escritor, que ha investigado durante décadas las fuentes comunes de la música y la filosofía en la Grecia antigua, se unen a través de sus respectivos libros, Palabras del Egeo (Acantilado), y Arte sonora (Anagrama), en un inmenso fresco del pasado que revitaliza su importancia histórica, y da aliento en estos tiempos inciertos. Estas obras no solo representan un festín para los amantes de la Grecia “clásica”, sino que abren expectativas nuevas a los profanos que solo han mojado sus pies superficialmente en las aguas helenas.
Pedro Olalla, autor de Palabras de Egeo, lleva casi treinta años viviendo en Grecia. Aquí se sirve del recurso de un hombre que espera a su hijo en algún lugar bañado por las olas que movieron la historia de tantos héroes mitológicos, y que dedica el tiempo a escribir un cuaderno dedicado a Silvano, ese joven de 17 años que vuelve a casa para “cuidar” su griego. Y, en ese soliloquio mantenido consigo mismo a través de la figura retórica del hijo, le dice: “En realidad, más que ayudarte a aprender la lengua griega, lo que me gustaría es poder ayudarte a explorarla. O, para ser sincero, a amarla”. Toda una declaración de intenciones que, en el espacio de los diez días que faltan para su llegada, alumbra en cada página hallazgos como tesoros; un arca para el disfrute y el asombro, cuyo contenido reúne antropología, historia, náutica, lingüística y etimología.
Empieza su disertación con el que probablemente fue el modo impreciso en que el mar resonaba en los oídos de los remotos moradores de estas costas: Hals, “una voz que parece acusar el romper de las olas pero que lleva dentro también la idea de la luz y de lo excelso”. La estela de esta palabra misteriosa que, explica, es femenina cuando nombra la mar, “pues nombra a una gran madre”, y masculina cuando habla de la sal. “A decir verdad, no hay mar si no hay sal; y, tal vez por esa identidad, goce la sal de tanto arraigo en esta milenaria cultura marina”. Olalla repasa sus distintos beneficios; la sal como cura, como alimento, la sal también como estipendio y que en Roma fue salarium (“de ahí nuestro salario”). La sal de la fraternidad que recuerda el autor significa “compartir pan y sal” y se sigue diciendo en la Grecia actual.
El helenista asturiano, autor de los ensayos Historia menor de Grecia y Grecia en el aire, entre otros, e igualmente traductor de Lirio y serpiente, de Nikos Kazantzakis, es tan minucioso como ameno. Desentierra sin aparente esfuerzo la arqueología mundial y la ordena como un entretenimiento pedagógico. Explica a Silvano en su cuaderno que, en esa especie de datación competitiva entre los restos humanos encontrados, tan solo hace una década en la playa cretense de Traquilos aparecieron huellas de pisadas, ya netamente humanas, fosilizadas en la arena de hace más de 6 millones de años. Y que estas son, de momento, las huellas de homínidos más antiguas del mundo. Creta, en aquel tiempo, no era todavía una isla: la unían al Peloponeso los montes que ahora están bajo el mar, y la sabana llegaba hasta el Egeo, donde había gacelas, rinocerontes y jirafas, porque aún no existía el Sáhara.
El hombre y su cuaderno siguen repasando acontecimientos históricos que han tenido una enorme trascendencia más allá incluso del mundo heleno. La importancia del saber gracias a la escritura: “¿Cuántas cosas debemos a la existencia de las letras y al esfuerzo de aquellos que, a lo largo del tiempo, pusieron por escrito algo de su experiencia en este mundo?”. Y le explica al joven Silvano que la cultura nacida de este mar debe gran parte de su esencia y de su libertad a las letras.
El hombre resalta en esta lección de historia sobre el mundo griego que lo que engrandece a una cultura es su capacidad de mejorar y de influir sobre las otras; y, “en el caso de esta enorme civilización que encontró su expresión en la lengua que llamamos griega”, duda que sus incuestionables logros hubieran llegado a producirse sin la ayuda silenciosa y tenaz de la escritura.
De los escritos de los antiguos griegos se conservan todavía más de 11.000 obras: “Muchísimas más”, puntualiza el profesor Olalla a través de su personaje, de las que se conservan de cualquier otra cultura del pasado. Pero es una parte mínima siquiera de lo que se guardaban en la famosa biblioteca de Alejandría que fue devorada por el fuego. “La pérdida es inmensa”, se lamenta.
Aprovecha para recordar a Silvano que el alfabeto que se utiliza para escribir en griego tiene veinticuatro letras, y es el que los ciudadanos de Atenas fijaron por votación en la Asamblea, a propuesta de un orador llamado Arquino, en el año 403 antes de Cristo. El alfabeto griego abrió las puertas de la cultura escrita, y con el tiempo nacieron de él el latino, el armenio, el copto, el rúnico, el cirílico y otros.
Los griegos fueron pioneros en el propósito de reflexionar acerca del lenguaje y forjaron el arte gramático. La civilización surgida de este mar y esta tierra quiso llegar a ser la civilización del logos, y sigue siendo idealista; lo más valioso que ha inspirado esta vieja cultura ha sido una actitud de resistencia: la resistencia frente a la hostilidad del hombre con el hombre.
Las últimas hojas del cuaderno representan quizá el más emocionante mensaje, referente a cuanto se ha logrado en la ciencia, dignidad, ética… Y también lanza una seria advertencia: “Hoy, más que nunca, navegamos todos en el mismo barco. Hacia un futuro incierto y frágil, donde, junto a la secular explotación del hombre por el hombre, parece vislumbrarse algo peor: la indiferencia del hombre hacia el hombre”.
Entre la música y la palabra
Santiago Auserón, antiguo líder de Radio Futura devenido años más tarde en Juan Perro, se distinguía por ser un creador con una mirada diferente, sostenida por sus inquietudes intelectuales, que le convirtieron en uno de los músicos más personales de los años inquietos y bulliciosos de la “Movida madrileña”. Pero Auserón fue más lejos y, aparte de colaborar en revistas literarias como Turia y ser autor de dos libros más, ha retomado su fascinación por la antigua Grecia. Arte sonora es la consecuencia final de esa irresistible atracción que fue creciendo desde el bachillerato y que le impulsó a estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, y en París VIII bajo la dirección de Gilles Deleuze.
El ensayo, que forma parte de su tesis doctoral (tras sucesivas ampliaciones y relecturas), es una obra no solo ambiciosa, sino que se presume —al entrar de lleno en sus más de setecientas páginas— que para realizar una investigación de ese calado hay que tener la entrega y el valor de un hoplita de los tiempos de la Eneida que relata Jenofonte. Su lectura resulta todo un placer en el que el lector se ve trasladado en un viaje largo y plagado de sorpresas, con el propósito de hacerle entender que la razón y consecuencia de nuestro pensamiento se deben a la música.
Lo que viene a proponer el libro es que la idea del logos, de la razón como la hemos heredado en Occidente, está trucada por los modos de registro de la tradición. La propuesta de Arte sonora puede sintetizarse “en una vuelta a los orígenes de la filosofía para entender cómo el papel de las prácticas musicales en la antigüedad griega condicionó su nacimiento”.
Los griegos, según el autor, desarrollaron formas de discurso capaces de racionalizar por primera vez las leyes que gobiernan el mundo, “pero siguieron reelaborando sus antiguos relatos míticos durante siglos, sirviéndose primero del canto acompañado de instrumentos y después de la escritura para hacerlos variar profusamente”. Auserón explica que, antes de generalizarse el uso de la escritura, el verso no podía servirse del movimiento corporal y de los instrumentos musicales para buscar la regularidad. Los propios poemas homéricos aluden con claridad al carácter musical del hexámetro.
“La palabra —afirma Auserón al final del ensayo— es un signo acústico que designa objetos visibles y los representa en su ausencia”. El sonido musical no representa algo distinto del fenómeno acústico en general, pero lo organiza según las leyes de la armonía y el ritmo. Y, al concluir, el lector cree escuchar la voz tan singular del cantante y escritor cuando dice: “La música tal vez se haya convertido en arma para recuperar el territorio de la videncia y librar contra las imágenes manipuladas la batalla por el espíritu”.