Vanesa Freixa, la payesa que llevas dentro

Con «Ruralisme» (Ara Llibres), Vanesa Freixa firma un ensayo que reivindica el autocultivo como método de resistencia antes las grandes corporaciones.

Texto: Gabi MARTÍNEZ  

 

“Ahora soy una persona rural iniciando un proceso irreversible de asalvajamiento”, dice Vanesa Freixa (Rialp, 1977) al final de Ruralisme, el libro donde explica por qué desde hace tres lustros cultiva la tierra mientras cuida de siete ovejas y reconoce que buena parte de su fuerza proviene de la época en la que se apartó del mundo que hoy defiende.

 

Vanesa, la hija de casa el Ros, creció en el Pirineo ilerdense intuyendo, como muchos de sus vecinos, que vivir en el campo implicaba renunciar a no sabía qué, pero renunciar a algo que se adivinaba mejor y estaba en las ciudades rebosantes, decían, de oportunidades y emociones insólitas. En cuanto pudo, se fue a Barcelona.

Estudió Bellas Artes. Luego viajó con una especie de Erasmus a Estados Unidos. Trabajó en el área de Cultura del ayuntamiento de Granollers. Optó a la alcaldía de Rialp… pero algo no acababa de encajar. Al descubrir a unos chavales cultivando las tierras que ella había dejado atrás sintió que entendía algunas cosas, a sus padres, el huerto… y se preguntó por qué no. Tenía treinta años.

Se mudó a Caregue, un pueblo de quince habitantes, donde empezó a cultivar desastrosamente hasta aprender. Cinco años después se mudó con Pere, su pareja, a Olp: treinta vecinos. Otros cinco años y, sin consultar a Pere ni a su familia, compró una borda, una de esas antiguas casas de montaña que se usaban como almacén o para resguardar ganado, y se instaló junto al bosque donde los cerezos mezclaban con álamos, arces, robles y alguna encina. Pese a las reticencias, Pere aceptó acompañarla.

Mientras comía los tomates y zanahorias plantados por ella misma, recordó que, al jubilarse, su padre había tenido un pequeño rebaño de ovejas. Un día se escapó una. “¡Vanesaaa, ayúdame a cogerla!”. Vanesa se escondió dispuesta a esquivar aquel legado de “ovejas, huerto, perro y padrina”. Su padre murió poco después. En la borda, el recuerdo emergió con una potencia tan enorme que la impulsó a juntar a las siete ovejas que la han convertido en pastora.

Se entregó a la vida rural a la vez que leía -seguía leyendo- a Robin Wall Kimmerer, Joanna Pocock o Wendell Berry y confiaba en las directrices del movimiento Colibris, fundado por el filósofo payés Pierre Rabhi, que llama a la insurrección civil denunciando el mito del crecimiento infinito y el consumo excesivo. Con mimbres de ese estilo, ha ido tejiendo un poderoso pensamiento encaminado a reforzar la autoestima rural, igual montando una escuela de pastores que escribiendo artículos o libros que evidencian cómo la desintegración de la payesía derrumba a las comunidades. No duda que las grandes corporaciones van a por el payés, el último núcleo que resiste a sus ansiosas dinámicas productivas, el único capaz de no depender de otros gracias a la soberanía alimentaria, y por eso Vanesa lucha para rescatar al payés, a la payesa que llevamos dentro. Recurriendo todo el tiempo al plural: nosotras. Convencida de que el rol clave de la mujer y el asociacionismo van a determinar el ruralismo futuro.

Sin complejos ni pleitesías, cada vez más asilvestrada pero manteniendo la elegancia, la de Rialp observa Catalunya y ve que nueve de cada diez personas viven en ciudades, entre ellas un buen número de ecologistas tan bienintencionados como ajenos al día a día rural. De ahí su propuesta de que, cuando por ejemplo alguien desee reintroducir al oso pardo, sopese con cuidado la opinión de las personas que habitan el mismo espacio. Incluso ha hecho un documental a propósito.

Políticamente incorrecta, optimista desde la batalla, Vanesa Freixa ha irrumpido en el ecosistema literario con un ensayo vibrantísimo (su tercera obra) alentando una gran revuelta íntima que, sin ir contra nadie, podría cambiarlo to… podría cambiar bastante.

 

Así comienza:

“En verano, se reúnen los rebaños de doce casas de la zona y se suben a los pastos altos para aprovechar la hierba que crece a 1.800 metros. Entre todas contratamos a un pastor que se pasará la temporada entera con ellos y vamos, únicamente los sábados, a echar un vistazo a nuestros animales y darles la sal que necesitan como suplemento mineral. Yo no sé mucho, estoy aprendiendo y los ayudo en lo que puedo, llevando medicamentos arriba y abajo, poniendo inyecciones o aceite de enebro para alguna cura externa. Aunque solo tengo siete ovejas de un rebaño de más de cuatro mil, no me lo quiero perder. Intento ir la mayoría de los días y sumarme a las charlas de los pastores. Les pregunto su opinión sobre lo que ha de venir y ellos, con la misma prudencia de siempre, me subrayan con pocas palabras y argumentos que lo que toca ahora es pensar en el presente, y después ya se verá. Desde hace cuatro años subo cada semana porque soy consciente del privilegio que tengo de encontrarme en medio de las virtudes y los defectos de esta gente, de tener relaciones con personas de las que ya quedan pocas, de poder participar de este oficio que ha dibujado el paisaje en el que me he criado yo y mucha otra gente. Tengo claro que estoy ante un estilo de vida en el margen, pero que en estas montañas todavía no se ha interrumpido”.