Resistencia cultural en Kyiv (II parte)
Esta es la segunda parte de la crónica que publicamos ayer del viaje del director de Librújula y escritor Antonio Iturbe a la Feria del libro de Kyiv. Iturbe cuenta cómo la Cultura es un arma para luchar contra la tiranía de los que no aceptan otra manera de estar en el mundo que la suya. Escribió en su novela «La bibliotecaria de Auschwitz»: «Los libros no curan las enfermedades ni pueden utilizarse como armas para doblegar a un ejército de verdugos, no llenan el estómago ni quitan la sed. Es cierto: la cultura no es necesaria para la supervivencia del hombre, únicamente lo es el pan y el agua. Es verdad que con el pan para comer y el agua para beber sobrevive el hombre, pero sólo con eso muere la humanidad entera«.
Texto y fotos: Antonio Iturbe
Viernes en Kyiv
Hoy no han puesto bufete para el desayuno. Al sentarme, un camarero me trae directamente un plato con rodajas de tomate, pepino, salchichón y trozos de queso. Me lo como con un par de rebanadas de pan. Cuando ya he terminado mi desayuno, o eso creo, aparece el camarero con dos platos más: en uno hay un par de enormes crepes con compota de fresa y en el otro, tres huevos fritos. Declino los huevos.
En el vestíbulo me esperan Javier Fuentes y Olena Valenchuk. Se interesan por mi descanso, como si el suyo y el de todos en Kyiv no se hubiera visto igualmente interrumpido por las sirenas dos veces esa noche. Pero lucen la mar de arreglados y dispuestos. De nuevo la ciudad está activa, con todo abierto a pleno funcionamiento y un denso tráfico como si quisieran decir a los demás y a ellos mismos: no nos vamos a parar.
En la facultad de Filología de la universidad Borys Grinchenko nos recibe el responsable de Relaciones Internacionales y profesor de español Oleksandr Shliakhtenko. Veo de reojo en las paredes los papeles que señalizan el refugio. Es un hombre sonriente, que para señalar que mi visita es un día especial se ha puesto una bonita camisola tradicional ucraniana. Se presenta de manera muy afable como Alejandro. Voy a hablar en castellano a las alumnas de español (hay dos o tres chicos y cuarenta chicas) sobre una pequeña biblioteca en un barracón de Auschwitz y cómo contar el horror a través de la literatura. Están muy calladas hasta que en el turno de preguntas una de ellas plantea la primera y ya es un no parar. Su curiosidad es infinita. Empiezo hablando de libros y termino contando cómo hacer una tortilla de patatas o una paella. Me piden que les firme libros, hojas de libreta, hacerse fotos… Les cuesta romper esa primera barrera social, pero después es gente cercana. Me viene a dar las gracias por haber venido a Ucrania una profesora del Colegio Miguel de Cervantes de Kyiv, cuya primera lengua es el español. Tuvieron que cerrar seis meses en el inicio de la guerra, pero volvieron a abrir. Se tiene que ir corriendo porque hoy es el último día de clase y es la graduación de los mayores.
Cuando vamos hacia la salida acompañados por el profesor Alejandro, le pregunto cómo se vive de puertas adentro la guerra y el alegre docente se queda serio. Su hijo de 21 años se ha ido voluntario y está en el frente, en el Mar de Azov, uno de los peores sitios. Con una mezcla de orgullo y tristeza me cuenta que lo han hecho sargento menor y manda una patrulla de doce soldados. Le pregunto si pueden hablar todas las noches y me dice que no, que solo de vez en cuando.
Javier y Olena me llevan a comer a un restaurante donde sirven comida ucraniana. Quiero probar la sopa de remolacha (tiene un gustoso equilibrio entre agrio y dulce). Compartimos unos varenyky (una especie de raviolis caseros rellenos, en este caso de setas) acompañados de smetana (crema agria pero suave). Y terminamos con el banosh, maíz con queso de oveja y un poco de carne.
En el taxi, camino de la feria del Libro, Javier me pregunta si anoche escuché la explosión en el cielo. En el subterráneo del hotel, cuatro pisos por debajo del suelo, no se oye nada. Me dice que un anti-misil Patriot interceptó un misil ruso. Me dice que Kyiv está muy protegida por un escudo antimisiles, pero que es muy caro de mantener. Cada anti-misil Patriot cuesta un millón de euros.
La entrada a la Feria del Libro en el complejo del Arsenal cuesta 150 grivnas (4 euros), pero hay cola para entrar. Y eso que es un precio alto en un país donde un profesor de universidad con todos los complementos no llega a los 500 euros de sueldo. Llegamos justo para mi intervención en una mesa redonda sobre silencio o relato en la guerra de Ucrania. La moderadora es Ivanna Skyba-Yakubova, una periodista que se ha interrogado mucho sobre los pros y contras de convertir una tragedia en historias. En los emails que nos cruzamos me explicaba su inquietud ante la posibilidad de que, al convertir sucesos muy dolorosos en historias, estos pudieran acabar pareciendo una telenovela.
Dice Ivanna Skyba-Yakubova que “quizás por primera vez en la historia de Ucrania, no tenemos prohibiciones para contar historias, no nos censuran, nuestra voz no es reprimida, al hablar superamos viejos traumas colectivos compartidos. Al mismo tiempo, a menudo guardamos silencio porque simplemente no sabemos cómo hablar de todo ello”. Se pregunta si hay que respetar el silencio de los que no quieren hablar y cuenta lo que dijo un escritor ucraniano que ahora es militar: «No me importa callar o hablar, ¿qué más da, si mañana todo será talado?». Resulta impactante el testimonio de Olesya Khromeychuk, autora de La muerte de un soldado contado por su hermana, donde explica la historia de su propio hermano, fallecido en el frente del Dombás.
Yo hablo poco, es su guerra, son sus pérdidas, es su dolor por muy cercano que lo sienta. La propia Ivanna explica que también tiene un hermano en el frente, pero, a Dios gracias, está vivo. La poeta Olena Huseinova dice que “todas las historias son únicas, todas las historias son importantes”. Yo comento, y mi traductor lo repite en ucraniano, que “el silencio es la música favorita de los dictadores”. Y algo de lo que estoy plenamente convencido: “Cuando regrese a España les contaré la tragedia de Ucrania, pero también la alegría de la ciudad en movimiento, con sus universidades, sus talleres, sus museos y sus exposiciones de arte y sus comercios abiertos. La alegría de esta Feria del Arsenal rebosante de gente comprando libros. Porque la alegría también es un acto de resistencia. Un judío que sonreía era un fracaso para Hitler. Un ucraniano que sonríe es un fracaso para Putin”.
Puedo saludar en persona a Natalie Miroshnyk, de la editorial Vivat. Me cuenta que los géneros populares actuales en Ucrania son “la fantasía, thrillers, historias de amor, los libros de psicología y autoayuda, y sobre todo la literatura contemporánea relacionada con la guerra”. En cuanto a los autores ucranianos relevantes señala a Serhiy Zhadan, Max Kidruk, Yurii Andrukhovych, Dara Kornii y Svitlana Taratorina. Me conduce al estand de Vivat, con mucha gente comprando libros. Firmo algunos ejemplares. Uno de ellos para el embajador de España en Ucrania, Ricardo López-Aranda, hijo del dramaturgo (él se llama como su padre), autor de obras de teatro, adaptador de clásicos al teatro y guionista de series basadas en clásicos como la mítica Fortunata y Jacinta que emitió TVE. Nos vamos juntos, discretamente acompañados por su escolta de GEOs, a ver la exposición de los pocos libros que se pudieron salvar de la imprenta de Járkiv. Impacta ver esos libros chamuscados, deshojados, testigos del horror. Las dictaduras han sido de muy diversa ideología a lo largo de la historia: de izquierda y de derechas, laicas y religiosas, pero todas han tenido algo en común: la inquina contra los libros por lo que tienen de posibilidad de otro relato que no sea la verdad de disco rayado del tirano.
El embajador es una persona risueña, muy interesada por la cultura, pues la vivió en casa desde pequeño. Él y Javier Fuentes, como consejero cultural de la embajada, están muy en sintonía: naturalmente que la ayuda económica y militar es muy importante, pero no lo es menos el apoyo cultural a un país que necesita mostrar al mundo quién es. En la casa del embajador tengo ocasión de conocer a las vicepresidentas de la Asociación de Hispanistas de Ucrania, Irina Bonatska y Olena Brátel. También conozco al traductor de Calderón de la Barca o Borges al ucraniano, Serhiy Borschevsky. Fue diplomático y estuvo destinado en Cuba. Un pozo de historias y conocimiento. Me explica que “Ucrania vive ahora una guerra de independencia y el período de conocimiento de sí misma después de siglos del estado colonial en el imperio ruso”. Sobre los autores actuales de su país comenta que “entre los poetas puedo nombrar a Yuri Buriak, Víctor Teren, Víctor Gritsenco, Olena O’Lear o Valériy Guzhva, que escribe también muy buena prosa. Otro autor excelente de narrativa es Yuri Zhcherbák” Le pregunto cuál es su Cervantes y me cuenta que “el poeta nacional de Ucrania es Tarás Shevchenco. Desgraciadamente, la mayoría de traducciones de sus poemas al español son pésimas”.
Otro de los invitados a este encuentro es el corresponsal de Radio Nacional de España en Ucrania, Fran Sevilla. Muy divertido y agudo en su manera de contar mil y una situaciones en las que se ha visto envuelto. Explica que fue de los primeros en llegar a la imprenta bombardeada en Járkiv. Todavía humeaba, con los cadáveres desperdigados por el suelo. Por un instante se apaga su incombustible energía. Como si guardáramos unos segundos de silencio, todos nos callamos. Después, Fran Sevilla vuelve a contar sus divertidas historias de cuarenta años de corresponsal de guerra, porque la vida sigue, ha de seguir. Si se detiene, ellos habrán ganado. Me invita a acompañarlo al día siguiente con su coche a la Ucrania profunda, donde viven los padres de su chófer. Me gustaría, pero mi tren sale al día siguiente a las 6 de la mañana hacia Polonia.
Esa noche volverá a sonar la alarma área y volveré al refugio. Y me iré de Ucrania en un estado de sonambulismo por un pasillo a través de los bosques. Día y medio después llego a casa con la alegría del regreso y la tristeza de los que dejo atrás. Me pregunto qué descubrirá el intrépido Fran Sevilla en el interior de Ucrania. Me pregunto si mis amigos de la embajada podrán descansar por las noches; me escribe unos días después Javier Fuentes y me dice que han tenido cortes eléctricos y de internet, que la cosa ha empeorado. Me pregunto qué andará traduciendo Serhiy. Me pregunto cómo estarán de ánimos Natalie y la gente de la editorial Vivat. Me pregunto si Ivanna Skyba-Yakubova habrá encontrado el camino para contar la guerra sin faltar al respeto de los que sufren. Me pregunto si el hombre que pasea por delante del Muro de la memoria se siente solo.