Los que se van no opinan. De Franz Kafka a Gabriel García Márquez

Kafka pidió a Max Brod que quemara sus escritos y correspondencia. Su desobediencia nos ha permitido tener el aliento de su obra. García Márquez abandonó una novela prácticamente terminada. Diez años después de su muerte, sus herederos han decidido publicar «En agosto nos vemos» (Random House).

Texto: Sabina FRIELDJUDSSÉN  Ilustración: Hallina BELTRAO

 

 

El 6 de marzo, el día del cumpleaños de Gabriel García Márquez —habría cumplido 97—, sus lectores devotos (que son muchos) esperaban con ansiedad la publicación de su novela inédita. En agosto nos vemos son 120 páginas que le costaron muchísimo de encajar al Premio Nobel colombiano. Sus hijos, Rodrigo y Gonzalo García Barcha, han declarado que se trata de «el fruto de un último esfuerzo por seguir creando contra viento y marea».

Si bien la novela está terminada, el autor no tuvo tiempo de producir la versión final debido a su avanzada edad y a los problemas de memoria que lo aquejaron hasta su muerte, en abril de 2014. La trama de la novela pivota alrededor de la vida de Ana Magdalena Bach, quien, cada mes de agosto, durante veintiocho años, emprende un viaje a la isla donde descansan los restos de su madre. Las visitas a la tumba, sobre la que deposita un ramo de gladiolos mientras le cuenta las novedades familiares, se convierten en una ocasión para desplegar su vida, sus sueños y sus derrotas como un origami de emociones.

Esta novela, por algún motivo, se le resistía. De hecho, en cierto momento, decidió dejarla para ponerse a escribir sus memorias, Vivir para contarla. Una vez publicada su autobiografía, en 2002, parecía que era el momento de retomar En agosto nos vemos, que estaba terminada en una primera versión, pero no totalmente del gusto del autor. Sin embargo, prefirió ponerse con la redacción de Memorias de mis putas tristes, que fue su última novela publicada en vida, en 2004, y seguramente la menos aclamada. Ya no se volvió a saber más de esta obra que ahora emerge, veinte años después, de entre sus papeles vendidos a la universidad de Texas.

Explica Nora Fornés en el diario El País que, “aunque (García Márquez) comentó en una entrevista de 2004 con la periodista Rosa Mora que se sentía ‘bastante satisfecho’ de cómo había abordado la crisis que sufre la protagonista, su editor Cristóbal Pera reveló un año después de su muerte que no le acababa de convencer el resultado final de la novela, a pesar de haber trabajado largamente en ella. Gabo tenía fama de reescribir una docena de veces sus libros hasta alcanzar el resultado deseado; esa versión final no se había realizado en este caso y la novela quedó finalmente desechada”.

Si, finalmente, es una obra maestra, o al menos una novela con encanto, esa inhumación de lo que García Márquez metió en el cajón habrá que celebrarla, porque será a mayor gloria del grandísimo escritor de Aracataca. Si es una obra de poca substancia y sin el toque final de Gabo, habrá que lamentarlo.

Kafka y el ardor

En la lectura de sus diarios se pone de manifiesto que el único amigo verdaderamente íntimo que tuvo Franz Kafka fue Max Brod. Hay varias fotos en los que se los ve juntos, jóvenes y risueños, y el propio Kafka explica cómo Brod, que también escribía, tenía la generosidad y el atrevimiento (porque era mucho más lanzado y sociable que él) de alabar ante algunos editores los escritos del amigo por delante de los propios. No hace falta decir que Kafka era un pésimo vendedor de sí mismo. Como todo artista verdadero, jamás estaba del todo satisfecho con nada de lo que creaba. Y Brod era, además de su amigo, su admirador número uno desde antes de que nadie supiera que Kafka era Kafka .

Franz Kafka murió en 1924 a causa de la tuberculosis y no dejó testamento, pero sí una nota. En realidad, fueron dos, según el propio Max Brod. Tengamos presente que, cuando Kafka falleció, era un escritor casi invisible, aunque empezaba tímidamente a aumentar el interés por él. Fue esa mezcla de tenacidad, entusiasmo y descaro de Max Brod lo que hizo que en poco tiempo prendiera la llama de su literatura hasta convertirse en el clásico que es hoy en día.

El propio Brod explicó el asunto “testamentario”: «En junio de 1924 falleció Franz Kafka uno de los más grandes poetas y de las más puras personas de todos los tiempos. Se trata de un juicio en el que, creo, la exageración motivada por nuestra amistad no juega el menor papel; un juicio que ya parece evidente para el pequeño círculo de personas para quienes Kafka significaba mucho o todo. Es un juicio que será compartido en un futuro no muy lejano por todos los devotos del arte, incluso por todas las personas. El dolor de su muerte tampoco es responsable de la franqueza de mi juicio. Porque mientras Kafka todavía estaba vivo, hablé y escribí mi ensayo El escritor Franz Kafka (Neue Rundschau) con la misma franqueza.

Franz Kafka tenía, sin duda, una opinión diferente. Nos peleábamos con frecuencia precisamente sobre ese punto, porque Franz, en mi opinión, subestimaba severamente sus obras. Todo lo que publicó se lo tuve que quitar con astucia, persuasión y fuerza. Esto no se contradice con el hecho de que, a menudo, durante largos períodos de tiempo, sus escritos lo hacían muy feliz. (Él, por supuesto, hablaba constantemente de solo ‘garabatos’). Los siempre pequeños grupos que tuvieron el privilegio de escucharlo leer su propia prosa experimentaron su ardiente entusiasmo, un ritmo cuya vitalidad ningún actor igualará jamás, el tremendo impulso creativo y la pasión que había detrás de su trabajo.

Franz Kafka no dejó testamento. En su escritorio, debajo de muchos otros papeles, había una nota doblada y dirigida a mí. El contenido de la nota es el siguiente: ‘Mi queridísimo Max, mi último pedido: que todo lo que sea parte de mi legado (en las cajas de libros, el armario de la ropa, el escritorio, en casa y en la oficina, o donde sea que haya estado y se les ocurra) en forma de diarios, manuscritos , cartas (de otros y mías), dibujos, etc., sea quemado en su totalidad y sin ser leídos’.

En una búsqueda más extensa encontré otra nota, escrita a lápiz, amarilla y obviamente vieja. Dice: ‘Estimado Max, Quizás esta vez no me recupere. Después de un mes de fiebre pulmonar, la aparición de la neumonía es bastante probable, y ni siquiera escribirlo puede evitarla, aunque la escritura tiene cierto poder. Para esta eventualidad, por tanto, aquí está mi última voluntad con respecto a todo lo escrito por mí: De todo lo que he escrito, solo cuentan los libros: El juicio, América, La metamorfosis, La colonia penitenciaria, Un médico rural y la historia Un artista del hambre’”.

Max Brod habla de la eterna insatisfacción de alguien “que lucha sin concesiones por lo absoluto”. Finalmente, Brod no solo no destruyó sus libros, sino que recopiló sus textos sueltos o el diario, en posesión de Milena Jesenska, la mujer que más amó. Se convirtió en el albacea de toda su obra (cedida por el padre de Kafka tras el entierro de su hijo) y su labor de impulsor del legado fue sobresaliente. Al morir, en 1968, Brod, que había emigrado a Israel durante la Segunda Guerra Mundial, dejó el legado de Kafka a su amiga y secretaria, Esther Hoffe. El gobierno hebreo se puso en pie de guerra para disputárselo en un culebrón de litigios interminables, donde también Alemania trató de llevar el ascua a su sardina y quedarse los manuscritos originales. A Esther Hoffe incluso llegó a detenerla la policía israelí en el aeropuerto de Tel Aviv para presionarla. Los tribunales acabaron dándole la razón a ella, que puso los papeles de Kafka a buen recaudo en una caja fuerte de un banco de Zurich. Entre medias, se deshizo de alguna cosilla, como el manuscrito de El Proceso, que se subastó en Sotheby’s (por suerte no fue a manos de algún rico extravagante, sino de una universidad alemana) y la señora aguantó la presión durante décadas. Antes de morir, Hoffe legó el legado de Kafka a su hija Eva y el Estado de Israel —empeñado en tener el legado de Kafka aunque Kafka jamás puso un pie en Palestina ni se consideraba un judío religioso— volvió a la carga con otro litigio. Finalmente, tras muchas idas y venidas, en 2016 una jueza de Tel Aviv acabó fallando que “el legado de Kafka no fue regalado por su amigo Max Brod a su secretaria Ester Hoffe” , haciendo hincapié en la voluntad de Brod de que su legado acabara en una biblioteca pública, por lo que finalmente los papeles han acabado en la Biblioteca Nacional de Israel.

Eva Hoffe explicó que se sintió tan desairada por el veredicto que le arrebataba el preciado legado, con cero céntimos de indemnización, (“Como si me hubieran violado”, afirmó literalmente), que en un momento de ofuscación estuvo a punto de quemarlo todo. Lo cual habría podido considerarse una aberración que la habría llevado a la cárcel o un razonable acto de justicia poética, puesto que eso es lo que, en realidad, el verdadero propietario de los papeles había pedido desde el principio. La única forma posible de definir todo esto es: kafkiano.

Las cosas de Bolaño

Roberto Bolaño falleció en julio de 2003. En estos veinte años se han publicado una decena de obras suyas (entre ellas, la extraordinaria 2666, que dejó terminada). El resto estaban aparcadas en el cajón. Hay opiniones para todos los gustos. Pero, cuando apareció El espíritu de la ciencia-ficción, que escribió en 1984 y se publicó trece años después de su muerte, en 2016, la crítica estuvo bastante de acuerdo en que era una especie de boceto de Los detectives salvajes, su obra más celebrada. La novela había caído en manos del agente Andrew Wylie —como el resto de la obra del chileno— por deseo de la viuda y, de esta manera, el libro pasó a ser publicado por Alfaguara, porque tampoco quiso seguir con la editorial Anagrama, que le concedió el Premio Herralde a Los detectives salvajes y catapultó su obra en el mercado hispano.

Pero también la editorial Anagrama actúo sin hacer caso a los deseos del autor. Bolaño estaba ya muy enfermo cuando terminó las correcciones de 2666 y, como se temía que no llegaría a verla publicada, dio unas instrucciones precisas: debía ser publicada en cinco entregas, con un intervalo de un año cada una. Sin embargo, el editor Jorge Herralde, de acuerdo con el íntimo amigo de Bolaño y crítico literario Ignacio Echavarría, le pasó el rastrillo para dejarla en 1.200 páginas y la publicó en un solo volumen.

La interpretación de la manera de expandir la obra de los autores por parte de los herederos no siempre coincide con la voluntad del propio escritor. Ha sucedido infinidad de veces, como con Jorge Luis Borges, que había desestimado algunos cuentos que después su viuda, María Kodama, publicó. O el caso de J. D. Salinger, el autor de El guardián entre el centeno, que siguió escribiendo febrilmente pero decidió en los años sesenta que no quería volver a publicar más libros. Naturalmente, su hijo se ha dedicado sacar inéditos a la luz y además en formato electrónico, aunque su padre odiaba internet y los medios digitales. Pero así es la vida.