«Mundo anclado», de Alejandro Espinosa

El mexicano Alejandro Espinosa publica “Un mundo anclado” (Editorial Contrabando), una novela que – bien sea deliberada o accidentalmente- invoca por fuerza a Roberto Bolaño para rendir cuentas con él.

 

Texto: Guillem BORRERO

 

Hace algún tiempo, releyendo por tercera vez Los detectives salvajes, me preguntaba: ¿cómo sería leerlo siendo mexicano? Si ni siquiera el mismo Bolaño quiso asumir el riesgo de volver a México y cotejar sus recuerdos idealizados con la realidad, ¿cómo se tomaría, pues, alguien del territorio azteca un quilométrico relato que, a fin de cuentas, en muchos lectores ha redundado en una estetización del errar y fracaso de una generación de poetas e idealistas latinoamericanos? ¿Sería tan efectiva la novela, me preguntaba, si el escenario de la mayor parte de su acción, México, rodea al lector cuando levanta la vista del libro, contradiciéndolo? ¿Sería posible que un mexicano se tragara la idealización de su propia realidad hasta el punto de negarla con la superposición de la ficción bolañesca? Proclives al quijotismo, cínicamente adictos a las historias emocionantes y miserias romantizadas, concluía que los españoles, desde un entorno cómodo y seguro, éramos los perfectos lectores ingenuos de la obra del chileno.

Respondiendo sin querer algunas de estas cuestiones, veinticinco años después de la publicación de Los detectives aparece Mundo anclado, del mexicano Alejandro Espinosa Fuentes (Editorial Contrabando, 2023), una novela que – bien sea deliberada o accidentalmente- invoca por fuerza a Bolaño para rendir cuentas con él, pero que lo único que comparte con la ganadora del Rómulo Gallegos de 1998 es el escenario, México, su estructura polifónica, y que el objeto libro tiene una cierta importancia. El resto consiste en, más bien, un poner los puntos sobre las íes desde la autoridad que al autor le otorga hablar de su propio entorno, una posición privilegiada para discernir entre el apócrifo brillo que concede el recuerdo inexacto y la mediocridad irremediable del presente.

En Mundo anclado se alternan cinco narradores, de perfiles y voces muy dispares, en su relato sobre lo que los unió en el sur de la Ciudad de México y separó en la Huasteca Potosina. La intrincada trama arranca con tono juvenil, cargado de ilusión y promesas de éxito, y poco a poco va escalando hacia su fatal apoteosis: Julián Segovia, un académico corrompido por el sistema que recuerda su desdichada juventud a cargo de un insolvente puesto de venta de libros de segunda mano y cómo conoció a: Mélida Areúsa, una huérfana de clase acomodada rodeada de intelectuales dotados con los mismos bajos instintos que cualquiera y que acaba formando parte de la cuadrilla capitaneada por Julián y seguida por: Pedro Vallejo, artífice de un inaudito Diccionario de piedras mediante el que hace una geología de la locura y escudado por: Cuautli, poeta homosexual maya, el auténtico detective salvaje de la novela que les lleva a conocer en extrañísimas circunstancias a Jennifer González, una muchacha que se dedica a la prostitución y a través de cuya boca habla el barrio.

Si bien en un inicio, a lo largo de las primeras páginas -de un ingenio hilarante y llenas de imágenes poderosas que uno esperaría encontrar en un verso-, su ritmo de trote e inevitable aire de diario nos invitan a pensar en las confesiones del joven poeta García Madero, pronto, en virtud de la parca honestidad de la voz de cada narrador, toda idea romántica queda desahuciada: no es que los cinco narradores parezcan salidos de Los detectives salvajes, sino que, más bien, parecen haber leído la novela con tanta devoción insomne que al final han despertado de su locura. Una vez Quijotes borrachos no de novelas de caballería, sino de Bolaño, pero ahora Quijotes rencorosos que, tras el desvanecimiento de su sueño y confrontados con la realidad, se descubren cansados de tanta épica del vagabundear y se dicen: llegó el momento de hablar en plata de su México de cemento, humo y metal, uno donde no cabe reelaborar la injusticia mediante una retórica que la maquille y la vuelva una divertida anécdota que despierte el entusiasmo de los más jóvenes e inexpertos.

En Mundo anclado reverbera, página tras página, una proclama en contra de la poética del fracaso: a nadie le gusta perder. Lo que en Los detectives es nostálgico homenaje de un nomadismo sin destino que a su paso deja un reguero de infelices, aquí simplemente duele. El México de Alejandro Espinosa no es un lugar de oportunidades, no una tierra donde los sueños, con esfuerzo, se cumplen; es un México donde el fuerte gana y el débil muere; el que la libra a lo sumo sobrevive y malvive algún tiempo, pero solo antes de que las circunstancias arrasen con lo poco que haya podido construir. No hay cabida para una mistificación que, haciendo apología de lo urbano, le otorgue magnetismo y fascinación. Estamos en el sur de la Ciudad de México, a la sombra del volcán Xitle, entre los restos de su última erupción. Ya ni siquiera la ciudad se llama DF. La revolución hace años que ha sido traicionada. Lo único que se cierne sobre sus habitantes, como la sombra del volcán, es la pandemia de un virus de la gripe que solo asolará México, cerrándolo sobre sí mismo en un confinamiento que no podía sino ser un mal augurio para el mundo entero. En ese aislamiento, precisamente, fraguará el nudo que aglutine el destino de los cinco personajes, uno que solo puede comprenderse desde su inocencia en un mundo mucho más desalmado de lo que podían imaginar.

¿Pero qué es Mundo anclado? La pregunta sobrevuela, enigmáticamente irresuelta, cada una de las casi cuatrocientas páginas, a veces como un mal augurio, otras como un vano consuelo, pero siempre irradiando a su vez más cuestiones. ¿Mundo anclado como el lugar al que todos deseamos regresar para ver de nuevo cómo fueron las cosas en el pasado? ¿Como la tierna promesa de que, los días que se van, en algún lugar quedan, como testigos inmutables del haber existido? Si para vivir precisamos creer de algún modo que no todo será en vano, también es de humanos concebir la posibilidad de un mundo que niegue, aunque sea por un instante de irracionalidad, la bella pero terrible y archiconocida sentencia de Heráclito sobre el río. Porque pensándolo bien, a nosotros, seres sedentarios de costumbres fijas y dotados con una mente limitada, nos resulta más asequible concebir la permanencia del mundo que su constante mutación. Y ese mundo no es sino, al fin y al cabo, el propio libro que tenemos en las manos, un libro que se erige, así, como un ancla contra el inmisericorde fluir del tiempo, un refugio al que acudir para recordar quiénes fuimos y reencontrarnos con los que amamos. A sabiendas de que abrazo una quimera, me quedo con la posibilidad del Mundo anclado de Alejandro Espinosa Fuentes; me parece, qué duda cabe, mucho más habitable que nuestro fugaz e inasible presente.