Letraherido Lord Chesterfield, hipocondriaco
La editorial Acantilado publica «Cartas de Lord Chesterfield a su hijo».

Texto: José de María Romero Barea
Celdas o refugios, las misivas que pueblan este libro son metáforas de contención que se enmarcan unas a otras: “Un joven ha de tener la ambición de brillar y sobresalir; estar alerta, mostrarse activo e infatigable en los medios para lograrlo”. Las observaciones, experiencias y anécdotas de estas Cartas de Lord Chesterfield a su hijo (1774; Acantilado, 2025; Edición de Marc Fumaroli; Traducción de José Ramón Monreal) se dirigen al hedonista lector metropolitano que todos llevamos dentro.
A contracorriente de las marcas literarias de su época, el IV Conde de Chesterfield (1694-1773) caza las tendencias de la nuestra con la omnisciencia visceral que permean sus anhelos de mirar hacia adentro: “El placer es la roca contra la que chocan los jóvenes: se lanzan con las velas a toda vela en su busca, pero sin una brújula que les guíe ni razón suficiente para gobernar la embarcación; por falta de lo cual, el dolor y la vergüenza, en lugar del placer, son el regreso de su viaje”.
En sus cartas, Chesterfield, gentilhombre de cámara del príncipe de Gales, le escribe a su hijo Philip: “No hay nada que la gente soporte con más impaciencia o perdone menos que el desprecio; una injuria se olvida mucho más pronto que un insulto”. Comparte el interlocutor sus dudas con nosotros, convirtiéndonos en aliados de sus incertidumbres.
El estadista británico y hombre de letras nos cuenta lo que le sucede para refrendar, de paso, la certeza de que hay cosas que siguen siendo las mismas, por mucho que pasen los años. Plantea esta selección un debate entre imagen, palabra y cronología. Sobrevive una penetración afectiva que tiene que ver con el reconocimiento de la propia mortalidad: “Todo lo que vale la pena hacer, vale la pena hacerlo bien”.
Actúa la charla del político liberal anglosajón con su hijo, o lo que es lo mismo, con nosotros, sus herederos, como una suerte de mecanismo letrado de autoconocimiento, una imaginaria conversación con nuestro clásico alter ego que nos ayuda a sortear las trampas de la modernidad: “Elige tus placeres y no permitas que te los impongan. Sigue la naturaleza, no la moda”.
Nos sigue sorprendiendo el ojo del que fuera Líder de la Cámara de los Lores (1746-1748) para los detalles, su genio omnicomprensivo, su panóptica visión de las neurosis. Sus emblemas verbales aportan, en nuestra era sobresaturada de selfies, la obstinada materialidad de un autorretrato: “Sopesa el disfrute actual de tus deleites con sus consecuencias, y luego deja que tu sentido común determine tu elección”.
Lord Chesterfield aprovecha la oportunidad de empatizar con el desafío de su descendencia, empeñado en redoblar esfuerzos hacia un lugar que existe solo en su imaginación. Indicaciones oportunas priorizan unas advertencias sobre otras. Ambas generaciones (vástago y procreador) buscan incansablemente escapar y descansar de esa huida recíproca.
Ante la tarea de clasificar las limitaciones de la existencia, encuentra consuelo en la elocuencia de sus preocupaciones: “No es apto para los negocios ni para el placer aquel que no puede, o no quiere, dirigir su atención al objetivo presente y, en cierta medida, apartar por un momento todos los demás objetos de su pensamiento”.
A favor de la complejidad intermediadora de la no ficción, las preguntas contenidas en estas Cartas de Lord Chesterfield a su hijo nos siguen guiando a través de las entelequias de lo explicado y lo inexplicable hace dos siglos y medio, posicionadas para urdir los historiales de las ansiedades impregnadas de intensidad que excitan nuestra letraherida hipocondría.







