Keila Vall de la Ville, de Venezuela a Nueva York

La editorial Pretextos acaba de publicar en España su última novela “Minerva”.

 

Texto: Susana Picos y Keila Vall de la Ville  Foto: Asís G. Ayerbe

 

Dejé Venezuela en 2011 buscando una tregua a la crisis política, a la polarización, a un clima violento e inseguro y muy controlador que se me hizo insoportable, buscando protección para los míos y para mí, y transitando un momento de gran desánimo. Quizás eso me acerca a Minerva. Luego de mi Maestría en Ciencia Política, en la que me especialicé en Cultura Política, veía con tristeza las perspectivas del país, no sentía que los venezolanos estuviésemos equipados para salir del hoyo en el que estábamos. Yo me crie en una familia tradicional pero también marcadamente intelectual y cercana a las artes, y encontraba aquello que comenzaba a rodearme muy sofocante y retrógrado. Pienso que también tenía una ambición: convivir con escritores de otras procedencias, asentarme en un universo mayor, desconocido para mí. Retarme a mí misma y ver si mi escritura sobrevivía el salto. Me aceptaron en una maestría en Escritura Creativa en NYU, de dos años de duración, y tomé la decisión. Mi idea era estudiar, respirar, que mis hijos aprendieran inglés, y volver con mis libros en proceso ya listos, en aquel momento tenía adelantadas la novela Los días animales (OT Editores) y la colección de poemas Viaje legado (Bid&Co). Contra toda intuición y racionalidad esperaba que en dos años las cosas estuvieran mejor. La situación continuó decayendo y ocurrió lo que muchas veces pasa, me fui asentando, el momento más duro, el de la adaptación, quedando atrás, y decidimos quedarnos un poco más. Poco a poco y de visa en visa, viviendo aquella incertidumbre cada vez, finalmente me establecí y me convertí en una venezolana neoyorquina, di estabilidad a los míos, y ellos al adaptarse me ofrecieron estabilidad de vuelta. Ahora bien, en términos menos específicos, dejé mi país por el mismo motivo por el que mis abuelos dejaron el París en el que vivían como exilados luego de la Guerra Civil española, por el que mis otros abuelos dejaron Polonia justo antes del Holocausto, y por el que Venezuela es un país multicultural al que durante el siglo veinte llegaron chilenos, colombianos, portugueses, italianos. Me asenté en Nueva York por el mismo motivo por el que Minerva viaja, sí: buscando alejarme de la amenaza del imperio de un pensamiento único que aplasta toda disidencia, toda diferencia, toda perspectiva de libertad. Me negué a existir así. Intento ser cuidadosa porque en mi país aún viven personas a las que quiero, escritores que admiro, maestras y maestros que me han guiado y viven a diario en esa lucha. De haber tenido que quedarme lo hubiese hecho con la entereza con la que lo hacen ellos. Pero mi vida tomó este giro, di con un programa de escritura ideal, fui becada por una universidad en la que siempre había soñado estudiar, ubicada en una ciudad increíblemente rica y diversa y, sí, libre, y decidí dar el salto. Con la suerte de que esta realidad me recibió con los brazos abiertos. Mi historia hubiese podido ser otra, pero fue esta.

 

De antropóloga a escritora

Yo siempre he trabajado con historias, historias sobre lo que acerca a los humanos entre sí y los diferencia, relatos sobre el comienzo del mundo, sobre el orden de las cosas y los fenómenos sociales de culturas diversas, explicaciones sobre tendencias políticas. Como antropóloga recopilaba historias asociadas a lugares mágicos que podían mostrar o no rastros culturales, sitios naturales o lugares con petroglifos o pinturas rupestres que contaban una historia. Luego trabajé en el Museo de Ciencias de Caracas, el principal del país, como directora de conceptualización, y allí nuevamente me encontré narrando historias y acompañándolas de imágenes, de dispositivos museográficos. De allí trabajé como editora gráfica de una revista en la que la imagen era importante en tanto forma narrativa, en el diario El Nacional. Entonces algo se trastocó, porque a mí me gustaba mucho mi trabajo, pero me enamoré del oficio de los periodistas, que veía de cerca porque compartíamos a diario y en reuniones semanales. Fui lenta en notarlo. Siempre había escrito, siempre había sido una empecinada lectora, pero también he sido introvertida y apegada a la academia, no pensaba que escribir literatura sería algo más que la consecuencia íntima de momentos íntimos. Me he pasado la vida mirando a los humanos, observando cómo nos comportamos, atendiendo a las explicaciones que damos a ese comportamiento y escuchando historias sobre lo que creemos ser, y preguntándome cómo describirlo y explicarlo. Soy inquieta, curiosa, periférica. De allí a escribir un cuento, un poema o una novela, si existe el amor y el interés por la literatura y la disposición empecinada, solo hay un paso. Cada vida humana no es más que una gran y larga historia. Por fortuna di ese paso. Doy gracias a diario.

 

De escalar montañas a la literatura

Ya no escalo rocas, quizá la línea vertical me interesa menos hoy día y estoy más interesada en la horizontal, necesito conexión sintagmática, camino en las montañas cuando puedo, que me encanta. Gracias a mi práctica de yoga mantengo la fortaleza y la flexibilidad necesarias para escalar, y además la técnica no se olvida, si quisiera volver a hacerlo creo que no me iría tan mal. Y me gusta mucho la vida salvaje, el mundo natural. Para mí escalar y practicar yoga son disciplinas hermanas: requieren concentración, flexibilidad, fortaleza y perseverancia. Me gusta lo que no requiere intermediarios más allá del cuerpo y todo lo que puede hacerse en solitario: correr, caminar, bailar, hacer yoga. Como fuere, más que hacer cumbre o lograr una postura de yoga avanzada me interesa el proceso. Incluso escribiendo: sí, es importante terminar los libros y publicarlos para generar espacios de conexión con otras personas, pero lo principal es observar, posarse preguntas, escribir, pulir. Ese proceso curioso, meticuloso y obsesivo es lo que más me interesa. Tal dedicación al detalle puede verse emparentada con la atención que a lo largo de una ruta de escalada o en la práctica de yoga debe darse al lugar exacto en el que se posan los pies, a la manera de ubicar el peso del cuerpo. Una parada sobre las manos, el pino, creo que lo llaman en España, requiere de una atención máxima instante tras instante a las palmas y los dedos de las manos, que funcionan como patitas felinas en contacto con el suelo, y a las piernas y los pies, que deben buscar el techo constantemente. Es un juego con el equilibrio y la respiración lo que permite permanecer en esa postura. Escribir es igual de crítico: supone dar fluidez e irrigación al texto y también saber cuándo recortar y hasta qué punto. En la escritura es tan importante lo que se dice como lo que se calla. Ese balance: cuándo inhalar, cuándo exhalar y cuándo retener el aire. Claro, puedo retroceder un poco en esta historia y decir que no hay nada más difícil que decidir dar el primer paso en una montaña, o hacer el primer saludo al sol, o escribir la primera palabra en una página en blanco. Sin embargo a mí ninguna de las tres cosas me da pereza o miedo. Yo no tengo miedo a la página en blanco. Yo necesito la página en blanco. Me despierto en la madrugada para llegarle temprano.

 

La cima en la literatura es…

Decir lo que se quiere decir, algo relevante para sí y para otros, de la mejor manera posible, con la mayor pulcritud, eficiencia, integridad y belleza. Y una vez lograda la mejor versión posible, entablar conversaciones. Sin esto último para mí la literatura no tiene sentido. Quien escribe no está sola. Yo escribo gracias a quienes me contaron historias, a lo que veo y escucho en la calle, a quienes escribieron antes que yo, a las películas que he visto y las obras de arte que me han marcado, gracias a la fotografía y la música, yo escribo en diálogo con todas estas fuentes y espero que mi trabajo dé inicio a nuevas conversaciones. Un escritor capaz de entablar conversaciones con otras personas a partir de su obra es un escritor que alcanzó una cima. Hay muchas cimas. Tantas como momentos, como libros, como pláticas. En la cima hay una gran reunión de gente ávida de conversar.

 

Poesía o prosa

La división entre géneros literarios no me es útil. La forma es un resultado, un medio, y una ruta (con suerte) hacia la belleza. Algunos de mis cuentos han dado pie a novelas o capítulos de novelas, y de algún capítulo han nacido poemas, he escrito crónicas que generan cuentos o capítulos o poemas. Por otra parte, he escrito poemas narrativos, en Perseo en Si bemol (Valparaíso Ediciones) hay muchos poemas narrativos y mucho silencio, y en Minerva (Editorial Pre-Textos) hay capítulos de dos versos. Hay fragmentos o momentos poéticos en mi narrativa. Procuro cuidar la forma. Para mí la literatura es contar con la mayor precisión, belleza, eficiencia y cuido posible. Esto puede redundar en momentos lúcidos de cualidad poética. Al escribir aprendo y entiendo cosas que no entendía. Sé lo que opino del mundo cuando escribo, pero no por el proceso mecánico de la escritura, aunque acá he de hacer un inciso: me fascina teclear ante la pantalla, el sonido de las teclas al hundirlas y ver aparecer las letras, esa percusión me insufla de vida; también colecciono plumas fuentes tanto por el mero gusto de escribir con ellas, como por la cualidad de su trazo denso y rico, sus claroscuros eventuales, y por el precipicio que suponen: son siempre precarias, se quedan sin tinta, se derraman, dejan rastros y accidentes, además, claro, son objetos bellos, y es un amor que heredé de mi papá, mi primera pluma fuente me la regaló él, en casa siempre había, yo jugaba a mezclar sus tintas, tenía un color muy mío, vino tinto, que lograba mezclando con una inyectadora los colores necesarios en la medida justa. El asunto es que yo descubro cosas del mundo cuando las escribo gracias al proceso de reflexión, atención y silencio que supone escribir. En ese vaivén entre sonido y silencio, entre palabra y espacio en blanco, ocurren momentos de verdad, mínimos, íntimos, y verdaderos. Puede que esos instantes se traduzcan en textos de registro poético. Yo escribo porosos cuentos, novelas, crónicas, poemas, y ensayos. Siento que el ensayo es muy cercano a la poesía, que el cuento y la crónica son hermanos, que la novela se alimenta de todas estas fuentes para generar un artefacto muy rico. Pero todos somos cuentacuentos e inventores. Es cuestión de dedicarse a contar.

 

Minerva

Es una sola historia mayor sobre la libertad, que ofrece miradas a la noción de frontera, diversidad, territorio, cuerpo a partir de la narración de momentos o episodios en una familia, y de tiempos en la vida de una mujer. Esa historia mayor engloba, proporciona direccionalidad y sentido, y justifica, una serie de fragmentos hilados o entretejidos entre sí. Muchos de estos fragmentos funcionan como minicuentos, otros como poemas, otros como crónicas, y otros son meros capítulos, partes de un devenir y requieren, de la manera más tradicional, del capítulo previo y del siguiente para completarse. Cada una de estas formas literarias están en el libro en parte porque el personaje principal vive entre ritmos, tiempos y lugares, y además tiende al ensimismamiento y la meditación tanto como es curiosa, cuestionadora y contestataria. Por otra parte la variada e inesperada extensión y disposición de géneros siempre vestidos de narrativa a lo largo de la novela buscan dar cuenta de la diversidad y el proceso de compleción progresiva que supone todo proceso migratorio. Quien se va nunca se va del todo y nunca se establece del todo, y a la vez va descubriendo nuevas facetas de sí misma. En la novela busco que se sienta el ritmo, que se experimenten los silencios, las pausas, tanto como el baile, el movimiento, el pasado y el presente, la frontera y el tránsito. El reto es mostrar esta fragmentación de una manera transparente, amable a la lectura: que esas narraciones e instantes poéticos, que esas crónicas de Nueva York y esos relatos se enlacen sin precipicios. Me gusta que haya silencios, música, saltos, deslizamientos, pero siempre bien enlazados entre sí.

 

Identidad, orígenes, familia

Había una historia que tenía que contar, que nació de un personaje de la vida real, un tío abuelo gay y diseñador de modas, y cuya memoria se albergó en mi propia historia y a raíz de mi experiencia vital se conecta con mi preocupación por la búsqueda de libertad para ser quien se es. Quizás tengo la necesidad de gritar al mundo que las personas somos todas distintas y eso no solo está bien sino que es necesario y saludable en términos individuales y colectivos. Como antropóloga esto lo tengo claro, como venezolana lo he sufrido y como inmigrante lo vivo a diario. No es casual que viviendo en Estados Unidos y teniendo la capacidad de escribir en inglés lo haga en español y en distintos españoles o en spanglish, es una manera de decir: acá hay un territorio en formulación. Es así que la historia de Minerva nació de una serie de experiencias y personas que he conocido a lo largo de la vida y que cristalizaron en personajes y situaciones traslocadas y disidentes. Quería hablar sobre la dificultad que supone ser una persona “distinta”, una “otra”, ante la mirada retrógrada, homogeneizadora y totalitaria que pretende uniformar toda diferencia. A la hora de asentarse y crear un espacio para sí mismo o para sí misma y los otros parece que la respuesta está en la raíz. Y ¿dónde está esa raíz, esa fuerza inicial? En los orígenes. Antes hablábamos de la escalada y el yoga: las plantas de los pies o las palmas de las manos si estás invertida: de allí viene la fuerza. La familia, esa constelación de seres ligados entre sí, es fuente de estabilidad, tanto como de discordia, es un universo. Yo quería mostrar una familia en la que ambas cosas conviven. No deja de asombrarme la noción y la práctica familiar. ¿Cómo personas de procedencias diferentes terminan viviendo bajo un mismo techo y fundando un universo conjunto, con normas, valores, referencias y pronto memorias y quizás hijos comunes? Incluso si la constelación en apariencia se desconecta, el lazo permanece. Así mismo los primeros años de vida de una persona en una familia determinada marcan su vida entera. El país de origen igual. Ah, pero hay algo aún más increíble: las decisiones que se toman también definen la propia vida y quien terminas siendo. Quería mostrar eso también. Que el origen te marca, pero no te define. Cada quien tiene la potestad de definirse como sienta correcto, honesto y valiente hacerlo, soltando amarras de ser necesario.