El enigma Schavelzon

Tras medio siglo como editor y agente literario, Guillermo Schavelzon cuenta algunos momentos especialmente intensos de su camino en “El enigma del oficio” (Trama Editorial).

Texto y Foto: Antonio ITURBE

 

Afirma Juan Cruz, que lo substituyó como editor en Alfaguara, que Guillermo Schavelzon siempre le pareció enigmático. Probablemente sea porque en un país de sordos donde todos hablamos todo el tiempo y a gritos, Schavelzon es alguien que habla poco y en voz baja. Es lo contrario de lo que uno esperaría encontrar en un representante: no muestra una hiperactividad teatral, no se hace el simpático, habla en susurros. Incluso hace algo que resulta ciertamente extraño: escucha atentamente, o al menos lo parece, que ya es mucho para lo que se lleva por aquí.  Nació en una familia de médicos en la Argentina de los años 40 y tuvo una educación entre libros.  Enseguida se decantó hacia el mundo de la edición e ingresó en la editorial Jorge Álvarez, donde su propietario vivía en un frenesí caótico nada respetuoso por los escritores que publicaba donde cuesta ubicar a este hombre mesurado, culto y refinado. Se fue de allí en cuanto tuvo ocasión y se instaló como editor. A causa de un libro contrario a los intereses de los militares argentinos tuvo que irse precipitadamente al exilio porque su vida estaba en riesgo y pasó diez años en México. Pasó por el Madrid del rutilante auge del grupo PRISA a principio de los años 1990 y estuvo en la editorial Alfaguara, pero regresó a Argentina y se reinventó como agente literario. Finalmente, recaló en Barcelona hace veinte años y ya no se ha movido. Estas páginas deliciosas escritas en modo de crónicas en las que asistimos a momentos en la vida de escritores como Juanjo Saer, Elena Poniatowska, Julio Cortázar, Juan Rulfo o Roa Bastos tienen una elegancia no exenta de emoción. Y ese ingrediente básico de la literatura como reclama la premio Nobel Olga Tokarczuc: la ternura. Eso sí, es una ternura sin lacitos de colores, incluso desmitificadora, donde nos muestra a los escritores en su precariedad, en su desorientación, a veces en su ofuscación o en su egoísmo un poco infantil de niños que se ponen de puntillas porque quieren alcanzar el tarro de la mermelada que siempre está más arriba. Las memorias del sector editorial suelen resultar ejercicios de halago cansino donde todo tiene un brillo algo falsorro o son venganzas sicilianas para ajustar cuentas porque a todos nos deben algo. Esta no es una cosa ni la otra, ni tampoco una reunión de anécdotas graciosas: es un libro de miradas.

 

Hay en tus páginas un profundo respeto hacia el mundo de los escritores, pero no lo has espolvoreado de glamour. Me ha impactado ver al gran Augusto Roa Bastos cambiando las sábanas y echando ambientador barato en las habitaciones de un mueblé…

Porque así fue. Yo he querido explicar en este libro las cosas de las que he sido testigo, me preocupé de que nada de lo que cuento esté en la Wikipedia. Hice un esfuerzo muy cuidadoso de no ser el protagonista, creo que son crónicas. Por detrás está mi memoria, claro.

La edición española arranca con Domingo Villar, que se nos fue tan inesperadamente.

Él era una persona muy querida porque era un hombre humilde. No hablaba nunca de él, prefería hablar de comida o de vinos, de los que sabía mucho y me enseñó tantísimo. Era una persona muy cordial. La gente leía sus libros como una ráfaga, pero los que no estaban cerca desconocían su sufrimiento de escritor. Él tardaba años entre un libro y otro, pero no porque tuviese pánico ante la página en blanco: escribía todo el tiempo, pero no estaba satisfecho de lo que quedaba escrito. Me mandaba un original y yo le decía: “¡La novela está terminada!”. Y él me decía: “No, parece que la haya escrito un escritor fantasma por encargo”. Y volvía a empezar. Ese nivel de exigencia es paralizante.

Alguien con unas novelas muy cuidadas, de éxito, que se llevaron al cine, que era muy querido y, sin embargo, explicas que tenía cierta insatisfacción…

Domingo tenía una mala influencia de un colega muy exitoso comercialmente, aunque literariamente me parece muy inferior a él, que cada vez que lo veía le decía ¿cómo no te publicaron en Alemania? Y eso le creaba una inquietud muy grande. A Domingo lo publicaban en media docena de países donde funcionaba más o menos bien. Yo entiendo por qué no funcionaba más: porque esa galleguidad tan profunda de la cultura, del hombre y del mar que yo aprendí leyéndolo no se entendía fuera, no hay sensibilidad suficiente para que ese escritor funcione. Yo consideraba que tenía que estar muy contento y feliz del éxito que tuvo en España, en cuanto a ventas, difusión, crítica, amigos… pero desear algo que está un poco más allá es humano.

Llama la atención que un escritor de esa calidad con su primera novela tuviera doce rechazos hasta llegar a Siruela…

Sufrí mucho con eso, hasta que encontró editora. Su editorial tuvo un nivel de paciencia y acompañamiento que no vi jamás en el mundo de la edición.

Por lo que cuentas, ser escritor de éxito no es tan chollo como parece en la imagen romántica del literato…

El éxito es una palabra rara, designa el prestigio del autor pero también el éxito de ventas. Ser escritor es enfrentarse a una carrera de muchas frustraciones. La estadística es brutal:  de que cada diez libros que se publican, nueve quedan en el olvido.

Explicas tu encuentro en México con un García Márquez que no podía ni pagar el alquiler…

De La hojarasca, que él mismo financió la publicación, había vendido 300 ejemplares. Se tuvo que pagar la publicación de sus dos primeros libros de su bolsillo. Es importante contarlo para el que empieza el camino. La gente ve el éxito de Cien años de soledad, pero el camino se inicia picando piedra muy dura.

¿Cómo es que todos los editores, que son tan inteligentes y saben tanto, no detectaron antes el talento de García Márquez?

Nosotros estamos acostumbrados a pensar en un escritor como lo vemos al final o en el momento actual, pero hay una larga trayectoria editorial detrás. Benedetti y Onetti  tuvieron que pagar las primeras ediciones de sus novelas. Antes no era tan fácil mandar los libros a tantas editoriales. Se utilizaban las copias que se hacían en la máquina de escribir con papel carbón y podías hacer como máximo cuatro copias. Cuando llegaron las primeras fotocopias eran máquinas fotográficas carísimas. Cuando las páginas de García Márquez llegaron a manos de un escritor brillante como Paco Porrúa le adelantó dinero para terminar el libro. Encontró su lector.

Un editor que le pague un dinero por adelantado a un autor desconocido que ha vendido 300 ejemplares parece imposible hoy día. ¿Hay menos valentía?

La decisión editorial sobre qué editas y sobre qué apuestas, antes la tomaba el editor, pero ahora ya no es así. Más aún en España, donde no se diferencia entre la figura del editor y del publisher. El publisher no intervenía en la decisión, el editor no pedía permiso para elegir sus títulos. Lo que pasó con la concentración editorial y la industrialización de la edición es que el editor fue debilitando su capacidad de decidir y hoy día a menudo se decide en un comité. Tiene mucho más peso el comercial que el editor. Un editor que vaya en contra de un comité y de un departamento comercial y se empeñe en un autor, se está jugando su trabajo si no tiene éxito. Es una forma de editar donde no estás apostando, sino limitando los riesgos. Esa función pasó a las pequeñas editoriales donde hay un editor que es el dueño, que el dinero lo pone él, que hace los libros, que diseña la cubierta… y corre los riesgos.

Hay agentes que dicen que no trabajan contra la editorial sino “con la editorial”. ¿Es así?

El agente se tiene que enfrentar. El agente trabaja para el autor. Dicen en México que no se puede estar de los dos lados del mostrador. Ahora bien, como su trabajo es una constante negociación con la editorial, la negociación no significa falta de cortesía o de educación. Tú te puedes pelear a los vientos con una editorial porque te parece injusto pero tu autor necesita esa editorial. Tú has de obtener de la editorial lo más posible sin salirte de lo razonable.

¿Dónde está la clave de la negociación con un editor?

Hay el mito urbano del agente que pelea para el anticipo. pero lo cierto es que no pagan según la presión que puedan hacer el agente o el autor sino según las perspectivas de venta que tenga el libro. El anticipo es un cálculo aritmético, lo puedes subir o bajar un poco, pero en la medida en que ha ido evolucionando la edición, en mi opinión, el anticipo no es lo más importante. Mucho más importante son otras condiciones: cómo se van a manejar los derechos secundarios, la edición electrónica, audiolibro, series de televisión, película, traducciones… son los que permiten al escritor llegar a vivir de su trabajo. Hace 30 años el que escribía solo tenía el libro, hoy no. El agente ha de aprovechar el mismo texto para diferentes aprovechamientos.

No te imagino en esas negociaciones alzando la voz

Nunca he tenido que alzar la voz

¿Pero no es una jungla?

He tenido pocos conflictos con los editores, y casi nunca por razones económicas, en todo caso por hacer movimientos de derechos entre editoriales injustificados y perjudiciales para el autor. Yo creo que alzar la voz no ayuda a fortalecer tu posición. No es que lo aprendí, siempre fui así.

Hay editores tremendos, Explicas que el propio Jorge Álvarez decía que de joven hubiera querido ser mafioso, y lo cierto es que actuaba de manera abusiva con los escritores. ¿Tuvo algo bueno?

Renovó el estilo de la edición en Argentina, que estaba en manos de editoriales tradicionales conservadoras: Sudamericana, Losada… todas creadas por republicanos españoles.  Es curioso que se fueron de España por revoltosos pero en Argentina hicieron negocios conservadores. Álvarez cambió la forma de publicar, en el diseño, en la forma de promover y acertó en rodearse de gente muy valiosa. Después hizo un desastre con todo eso: no supo retener a ninguno de sus autores Manuel Puig, Saer, Piglia… Cuando vuelve a Argentina tras 35 años de vivir en Madrid no sé por qué razón la sociedad cultural lo recibió como un héroe.

Fue el primero en publicar Mafalda, una máquina de hacer dinero.

Pero él no quiso pagar sus derechos de autor a Quino. Muchos escritores lo aceptaban, aun daban gracias de que los publicasen. Pero Quino no, él quería cobrar, lo cual es absolutamente justo.

En pocos trazos y con un par de situaciones nos acercas a Quino, un personaje difícil.

No me atrevería a hacer un retrato psicológico de Quino, ni de esa pareja que formaba con su mujer, que no solo hablaba por él, era algo que iba más allá. Lo importante es reconocer la genialidad de Quino. Conseguir que se emocionaran con Mafalda hasta en Japón.

Aunque no te interesa nada el fútbol y no eres un argentino mitómano, aparece también Maradona.

La autobiografía del Diego es un buen libro, aunque no cuente toda la verdad. Bien construido, interesante. Pese a su bajísimo nivel cultural, Maradona tenía una capacidad de reflexión importante sobre lo que le había sucedido a él: cómo un chico de una villa miseria, que es lo más paupérrimo que hay en Argentina, que tenía un solo pantalón de pana para verano e invierno se convirtió en el personaje internacional, se convirtió en ese personaje tan reverenciado y cómo eso trastocó su vida. Contar eso ya me merece un respeto

También llegamos en tu recorrido de vida al Madrid de principio de los años 90, a ese momento rutilante de PRISA, propietaria de El País, del grupo editorial Santillana de ese moderno Canal +…

En la editorial Alfagura llegué a una oficina con un espíritu funcionarial. Había gente que había encontrado un trabajo bien pagado para toda la vida, sin más. Tuve muchos conflictos para cambiar aquella dinámica y algunas se fueron. Algunas cosas no las hice bien, porque otros que quería que se hubiesen quedado porque eran muy valiosos, como Manolo Rodríguez Rivero, me dijeron que tenían que irse con sus compañeros de muchos años, que ya no podían seguir con lo que había pasado. La editora Amaya Elezcano estaba muy escondida, no la dejaban asomar, ella era una mujer tímida, discreta. Me di cuenta de lo que hacía gracias a Pérez-Reverte, porque era su editora y la que mantenía el lazo entre la editorial y él, era ella. Los demás en Alfaguara despreciaban a un escritor con pretensiones de bestseller. Pérez-Reverte me decía a mí: no te preocupes si se vende poco, eso va a llegar. Él tenía la certeza de su lugar como escritor para un público muy amplio de la que nunca dudó. Y así fue.

Nos muestras también, con Bioy Casares, un caso que ilustra cómo a menudo los herederos de los autores en vez de catapultar la difusión de la obra, en su afán de ganar dinero la impiden.

Quien hereda una propiedad intelectual hereda algo de lo que no se puede desentender. No es una casa en la playa. Heredar la propiedad sobre la obra literaria implica el compromiso de por vida de gestionarla. El caso de Casares no es habitual porque el 99% de la herencia era un patrimonio económico de inversiones, negocios y tierras. En los escritores no suele haber tanto peso económico, se discute por otras cosas. Pasó con Horacio Quiroga: 40 años hasta que pudo haber unas obras completas. Bioy falleció en 1999 y Penguin por fin pudo relanzar la obra de Bioy el año pasado, en 2022

Demasiado tarde

Casi irrecuperable.  Se ha perdido la conexión de una o dos generaciones de lectores.

Es bonito cómo explicas que caminas con Juan Rulfo, que lo escuchas. Una manera muy distinta de trabajar a la del mundo apresurado de hoy.

Piensa en un editor que en el año 1960 tenía 10 libros a su cargo y hoy tiene cien.

¿Si volvieras a empezar?  

Pertenezco a una estructura política y a un sistema educativo que hoy día no existe, no es que fuera mejor o peor, pero ya no es así. Lo que era la sociedad argentina de los años 1950 y 1960, para lo bueno y lo malo. Un momento muy creativo de un país que sentía un gran respeto por las culturas ajenas y miraba al exterior, pero ahora ya no mira más afuera salvo para ver cómo es mirado. Mi acercamiento a la literatura fue porque mi madre a los cinco años me leía en italiano a Natalia Ginzburg. Para el mundo editorial actual se requeriría otro tipo de armas de las que no estoy dotado. Con esa forma de ser y trabajar hoy fracasaría.