Eduardo Moga o el laberinto de la soledad

Huerga y Fierro publica «Hombre solo» en la colección Rayo azul.

Texto:  Alfredo GAVÍN AGUSTÍ

 

El laberinto es una metáfora de la vida. Entrar en el laberinto es entrar por la puerta de la herida, en las entrañas de la introspección y sus peligros, en los vericuetos de la perdición y el extrañamiento, en sus rincones de finitud y rendición, en sus averiguaciones de vulgaridad y muerte. El poemario Hombre solo, de Eduardo Moga, publicado por Huerga y Fierro, en su colección Rayo azul; es un ejercicio de valentía moral que entra en sí mismo con los ojos abiertos de una conciencia lúcida que constata una realidad traspasada por un sentimiento trágico de la vida. Recuerdo que Juan Benet hablaba del carácter necesariamente trágico de toda obra de primera magnitud.

El libro consta de ocho partes o capítulos que, en el imaginario del lector, pueden llegar a leerse como una especie de novela lírica, pues cada capítulo es una imagen caleidoscópica de una visión más completa, radical y romántica de un hombre afrontando la hostilidad del mundo. Un hombre solo es un hombre sin Dios, sin otro arraigo que el de su propio cuerpo, sin otra salvación que la de su inteligencia. El ser es un cúmulo de representaciones: “Yo soy el loco y el manicomio, /la cucaracha y la basura, /el excremento y el agua, /la estrella y su extinción”.

El ser es el escritor que indaga y se indaga. El poema es el instrumento para hablar de la realidad transformada por el lenguaje. Una realidad autobiográfica y confesional. Pero no a la manera de como acostumbran los poetas confesionales de ahora que suelen desgranar un anecdotario de nimiedades ingeniosas, autocomplacientes, que buscan la complicidad del lector por medio de la adulación y el nivel bajo. Moga no hace concesiones. Puede haber muchas poéticas, pero solo una actitud para ser un poeta elevado: “No soy pacífico cuando escribo: aspiro a quebrar los límites”.

Quebrar los límites lleva al poeta a una verdad expandida por una tremenda terribilitá, un yo inmerso en la soledad que se expresa con un estilo grandioso y de fuerza potente. Un diálogo entre las emociones íntimas y el relato de las circunstancias exteriores que las condicionan. El poeta abre sus venas al dolor, al fuego de su pasión existencial por la escritura, a las cenizas de su ruptura matrimonial, al fervor de sus relaciones sentimentales, a la agonía por la muerte de su madre. Sin concesiones a la buena fama y absolutamente entregado a la verdad poética. Parafraseando a Borges, leemos: “Que otros se enorgullezcan/ de sus venturas/ yo me jacto de mis tristezas”.

En este juego de perspectivas, interior versus exterior, que se manifiesta por medio de diferentes tipografías, reside una parte de la originalidad del libro. Una entre otras fortalezas, en la que tampoco es menor la elección y la dicción del verso largo. Un verso largo que no fatiga y que invita a una lectura en voz alta. Un verso largo que se construye como un edificio orgánico que va acarreando los materiales de la comparación y el símil, que le permiten auténticos hallazgos reflexivos y deslumbramientos lingüísticos. O esos estilemas paradójicos, anticlimáticos, desvergonzados, fisiológicos, tan significativos dentro de la obra imprescindible de Eduardo Moga. El señor de sí mismo.  El Teseo de su laberinto.