Dolores Redondo: «No sabemos ayudar ni a nacer ni a morir»

Publica «Las que no duermen Nash» (Destino/Columna).

 

Texto: Diego Prado Foto: Carlos Ruiz B.k

 

Llego a Pamplona para asistir a la presentación de prensa de la última novela de Dolores Redondo y me acoge un rudo otoño navarro como para echarse una novia castañera, aunque éstas siempre hayan sido tradicionalmente viejas, desde que nacieron. Pienso que un algo de brujas buenas y hacendosas tenían aquellas ajadas cenicientas de las aceras. En cambio, las brujas que asoman en el nuevo libro de Dolores Redondo, Las que no duermen Nash (Destino/Columna), son otra cosa. Ya lo decía el maestro Torrente Ballester: de haberlas, haylas. Pero no es lo único que aparece en este tocho de seiscientas páginas, escritas con la tensión y el pulso criminal típicos de la autora, armas que le han llevado a ser traducida a casi 40 lenguas y vender cinco millones de libros. Casi ná, dijo un torero.

A la comitiva que venimos de Barcelona nos recogen en la estación de Iruña para ir en autocar a la localidad de Elizondo, capital del valle del Baztán, geografía mítica que Redondo ha convertido en lugar de peregrinación gracias a su famosa trilogía. El pueblo, en pleno corazón del Pirineo navarro y con la cabecera del Bidasoa bañándolo, se halla a 57 kl. Por medio, montes recónditos, con sus bufandas de niebla, y aldeas que parecen ancladas en un pasado propicio para las supersticiones y leyendas de todo tipo. Buen lugar para cometer un crimen, porque aquí todo se sabe y todo se calla.

Desde Elizondo, entre imágenes de postal, calles empedradas y el eterno canturrear del río, se adivina la sombra tenebrosa de la sima de Legarrea, uno de los escenarios de la novela, que tenemos prevista visitar al día siguiente. Tenebrosa, en efecto, no tanto por el paisaje, repleto de verdes hondonadas y robles ancianos que acompañan el camino, sino por lo que ocurrió en su sima en 1936, donde la bella Josefa Goñi Sagardia fue arrojada estando embarazada desde una altura de 60 metros junto a sus seis hijos. El caso, entremezclado con la confusión de los primeros momentos de la sublevación militar, se quedó enquistado en las almas y el subconsciente de las gentes del lugar. La macabra historia creció como una leyenda, entre silencios y vergüenza. Pero no era una leyenda. En 2006 el prestigioso antropólogo forense Paco Etxeberria, que resolvió entre otros el triste caso Bretón, descendió al agujero del diablo con su equipo y confirmó que aquella atrocidad era cierta. Y también algo aún más terrible: nada tenía que ver con la contienda ni las ideologías como se apuntó en un principio, sino simple y llanamente con el odio, la envidia, el fanatismo religioso y la superchería. La familia vivía en condiciones muy humildes en Gaztelu. El padre y el hijo mayor habían sido movilizados y eso, al parecer, les salvó. Se les miraba con recelo puesto que no eran naturales del pueblo y nunca frecuentaban la iglesia. A la madre la acusaban de practicar extraños rituales, maleficios y otras prácticas ancestrales. La mecha del miedo, la superstición y quién sabe qué rencillas vecinales sólo tenía que prender.

De esta horripilante historia se ha servido Redondo para componer su nueva novela, que dada la cercanía y la implicación emocional del valle ha resultado dolorosa y difícil. Confieso que fui al encuentro con la bestseller donostiarra cargado con ciertos prejuicios, pero su amabilidad y cercanía los anuló. Seis periodistas del turno de tarde nos sentamos alrededor de ella en una pequeña e íntima salita del hotel. Dolores Redondo nos acogió con calidez y simpatía, y tuvo palabras amables para cada uno de nosotros, algo no siempre muy habitual en escritores tan mediáticos y consagrados.

Para esta ocasión, Redondo se ha alejado de su investigadora Amaya Salazar (aunque ésta asoma también en la novela) y ha creado a una nueva criatura: Nash Elizondo (claro guiño al código que utilizan los forenses para evaluar si una víctima falleció por causas naturales, accidentales, suicidio u homicidio. En cuanto al apellido, es evidente). Ella es una psicóloga forense que un día halla el cadáver de una joven desaparecida unos años atrás en una sima con un pasado de leyendas de brujería. «Quería ofrecer otro punto de vista distinto con esta nueva protagonista» –nos dice la autora-, «huir del típico policía o investigador. Nash es una psicóloga de los muertos y, por tanto, tiene una mayor capacidad de empatía. Ella no busca tanto el quién policial sino el porqué».

Para escribir esta octava obra, Redondo se encerró durante dos inviernos en Elizondo y no tardó en darse cuenta de la preocupación de sus convecinos al saberlo. La historia removía demasiadas cosas. Para ella no ha sido tampoco fácil, pues hubo de trabajar con material muy sensible que incluía el asesinato de niños muy pequeños. Al respecto de esta fragilidad, Dolores nos cuenta un suceso familiar cuando hubo de asistir ella misma al parto de su hermana: «no sabemos ayudar a nacer ni ayudar a morir». En este caso, la psicóloga de los muertos intenta indagar no la muerte, sino la vida de sus difuntos pacientes, un hecho que ha añadido la necesidad de una mayor profundidad psicológica en la novela.

En un aparte le pregunto por sus influencias literarias españolas, consciente de que en sus libros existe un gran peso de la tradición oral. Me cita La torre vigía, de Matute, la crueldad presente en Benet, y finalmente confiesa: «un autor que me marcó mucho fue Ruiz Zafón«. Entiendo entonces el buen manejo que ella hace de aquello que, demasiadas veces despectivamente, llamamos la técnica folletinesca en la que el fallecido autor catalán fue un maestro. Le señalo la gran presencia que hay en su obra de la gastronomía y que eso la emparenta con Vázquez Montalbán. Ríe y bromea: «En todo caso, él se emparenta conmigo, porque yo me formé como chef con Arzak, eh.  Y añade: La gastronomía me ayuda para diferenciarme de la novela noir nódica, en la que sólo beben y nunca comen. Además, lo mismo que las leyendas, el folclore, etc., yo reivindico las viejas recetas culinarias de la zona del Baztan, que son igualmente antiguas».

En estos valles fríos, donde las noches son muy largas y la superstición y el miedo pueden empujar al crimen o a la locura, Dolores es toda una leyenda en sí misma: «En la comisaría de Elizondo hay un despacho a nombre de Amaya Salazar. La realidad y la ficción se confunden a veces de tal manera que temo cualquier día encontrármela por la calle», bromea.

La noche, en efecto, es larga en Elizondo. Nos reunimos algunos en el bar El futbolín antes de ir a cenar. Dolores, como una más, se agrega luego. Hablo con ella, ahora ya más distendidamente. Me pregunta por mi isla, me cuenta sus veraneos de infancia en Málaga, se interesa por lo que escribo… Al día siguiente nos acompañará a Gaztelu, a la subida de la sima de Legarrea, en el centro de lo que se conoce como los Valles Tranquilos, nombre que ha adoptado para su nuevo ciclo de cuatro novelas (de la que Las que no duermen es la segunda tras Esperando el diluvio). No desea, no obstante, hacerse fotos allí: «Para mí ese lugar es el escenario de un crimen». No diré que no. Mientras andamos hasta la sima, varios compañeros intentamos imaginar esa subida con antorchas en plena noche. Cuesta darle crédito porque, a pleno día, resulta un paseo idílico y un lugar bucólico donde celebrar un picnic dominguero. Una vez arriba se hace un respetuoso silencio. Nos asomamos a la sima (equivalente a 16 pisos), cubierta por la sombra de una monumental y centenaria haya. Pienso entonces en lo que el venerable árbol podría contarnos si supiera.

El libro está en todas partes desde el 13 de noviembre, día de mi santo. Me digo que por algo será. O no. Cansado, pero con esa laxitud beatífica que otorga el buen yantar y la grata conversación, me dejo vencer lentamente por la somnolencia que el traqueteo del tren de regreso propicia, mientras rumio que la maldad anida en cada uno y que quizá sí, haberlas, haylas, aunque por mi parte no haya visto ni a una sola castañera.