Dime que me quieres
Los seres humanos en general tendemos a utilizar más palabras alegres, felices o positivas que negativas.
Texto: Nahir Gutiérrez
Aunque pueda parecerlo, esto no es una proactiva declaración de amor. Estoy ensayando a decir cosas bonitas por si la minería de datos decide escoger esta última página de Librújula para otro estudio sobre la lengua. Y quiero ser positiva. Porque quiero ser feliz como lo es, por lo visto, el idioma español. No seré yo quien le enmiende la plana a semejante información. Eso es oro. Oro molido. Ni que sea para llevarle la contraria al consabido puñado de pitufos gruñones, a esa clase política que no nos merecemos y, ya puestos, le hacemos también una peineta a la declaración de la Renta, la fórmula gramatical más odiada por la gente de a pie.
Resumo la cuestión del estudio: en 1969, dos psicólogos de la universidad de Illinois lanzaron la Hipótesis Pollyanna —¿solo a mí me parece lo más que bautizaran una hipótesis con ese título de clásico de la literatura universal?—, que sostiene que los seres humanos en general tendemos a utilizar más palabras alegres, felices o positivas que negativas.
46 años después, otro grupo de investigadores —esta vez de la de la universidad de Vermont, seguramente viendo que los de Illinois habían dejado la tarea a medias— decidió comprobar si aquella hipótesis echaba a andar —¿lo pillan?— y, junto con la organización de investigación y desarrollo sin ánimo de lucro MITRE Corporation, inició un estudio analizando las palabras que utilizamos en la vida profesional, en Internet, etc. Igual ayudó que no analizaran las del ámbito privado… ya saben, la confianza da asco, que se dice.
La cosa es que recopilaron miles de millones de palabras en diez idiomas distintos, procedentes de veinticuatro tipos de fuentes como libros de Google Books, medios de comunicación como The New York Times, la red social entonces llamada Twitter, páginas web, noticias, subtítulos de televisión y cine, y letras de canciones. Ni siquiera el vertedero de odio que era Twitter (ahora también lo es, pero se llama X, como la calificación del porno, aten cabos, pero no aprieten) pudo tumbar los resultados obtenidos: el español es la lengua más feliz del mundo, y no lo dice la RAE, sino la peña de Vermont, que tiene más mérito.
Por lo que parece, nuestra lengua utiliza nueve palabras positivas por cada palabra negativa, mientras que otros idiomas utilizan tres palabras positivas por cada siete palabras negativas. Y a pesar de que la conclusión es que el lenguaje humano “revela un sesgo positivista universal, da igual el idioma que hable cada persona”, cuando hay un ganador es porque hay perdedores, y en el hedonímetro, que en vez de medir el alcohol en sangre mide el buen rollo semántico, quedan como lenguas más tristes el chino, el coreano y el ruso. No voy a exponer las conclusiones que se me pasan por la mente porque soy muy de mezclar y agitar datos de forma atolondrada.
Y digo yo. Qué innecesario, con tan espléndida materia prima, hacerse daño con las palabras. Si hasta el idioma lo pone difícil. Será por eso que mi abuela decía que no hay mejor palabra que la que está por decir. Si no vas a decir algo bonito, mejor te callas; o lo dices con flores, a ver si no lo pillan y salimos todos ganando.
Y, si hablamos del contenido emocional de las palabras, que en definitiva es lo que mide ese hedonímetro, hay un libro ebrio, que desborda amor por encima y a pesar de la tristeza, y es el poemario de Luis García Montero dedicado a Almudena Grandes y que lleva por título su nombre: Almudena.
Háganse un favor y léanlo. Quien tiene la generosidad de compartir su historia de amor está ofreciendo lo mejor que un ser humano puede ofrecer a otro. Y con qué palabras.