Buenos Aires: de Reina del Plata a Ciudad de la Furia
Existe una Buenos Aires histórica, una Buenos Aires presente y, entre ambas, muchas Buenos Aires imaginadas: la de Roberto Arlt, la de Jorge Luis Borges, la de Adolfo Bioy Casares, la de Julio Cortázar, la de Ernesto Sabato… hasta desembocar en la más reciente, una urbe de violencia latente y pobreza extrema que Ernesto Mallo ha retratado en la “Ciudad de la furia” (Siruela)
Texto: Diego GÁNDARA
¿Qué será Buenos Aires?, se preguntaba Jorge Luis Borges en uno de los muchos y variados poemas que le dedicó a la ciudad que tanto amaba y a la que, curiosamente (o quizás por eso) no lo unía el amor sino el espanto. ¿Qué será Buenos Aires?, se preguntaba, insistente, para, después de enumerar una sucesión de hechos y recuerdos personales, llegar a la conclusión de que Buenos Aires, en el fondo, era algo más que esa ciudad a orillas de un río de sueñera y de barro. Era, según Borges, aquello que ignoramos y queremos.
Sea lo que fuere, lo cierto es que Buenos Aires, más allá de la visión metafísica y evocadora de Borges, con su pasado mitológico de puñales y cuchilleros y su forma laberíntica, es una ciudad que, sin saber muy bien por qué, quizás por su cosmopolitismo y porque encierra algo de misterio, siempre atrajo a todo el mundo, en especial a los escritores, quienes, cada cual a su manera, a través de los libros y de la literatura, la hicieron propia.
Hay una Buenos Aires, por ejemplo, para Borges. Una ciudad que, además de ser aquello que ignoraba y amaba, acabó convirtiéndose también en el mapa de sus humillaciones y fracasos. Una ciudad muy distinta a la que retrata Roberto Arlt en sus novelas y en sus cuentos y en las aguafuertes porteñas que publicaba en el diario El Mundo en la década del treinta: una ciudad repleta de rufianes, de prostitutas, locos y delincuentes que se jugaban la vida a cada rato. Una Buenos Aires, en ese sentido, que poco tiene que ver con la fabulación desaforada de Bioy Casares, que en Diario de la guerra del cerdo imagina una banda de jóvenes asesinos, dispuestos a exterminar a ancianos en el barrio de Palermo, ni tampoco con la Buenos Aires real, nerviosa y seductora, cuyo mayor atractivo, para el escritor polaco Witold Gombrowicz, que vivió veinticinco años en la reina del Plata, se encontraba en los baños públicos de las estaciones de trenes y en los bares de la avenida Corrientes, donde pasaba horas conversando con jóvenes y jugando partidas de ajedrez.
Es que Buenos Aires, a pesar de sus cuatrocientos años de existencia, siempre fue (y sigue siéndolo) un enigma. O una pregunta sin respuesta. Un mito confuso que aún no ha encontrado en la historia su verdadero origen porque su origen, en realidad, son dos: dos fundaciones con cuarenta años de diferencia y envueltas en un halo de imaginación, de esplendor y fracaso. La primera, en el año 1536 (no se sabe si fue el 2 o el 3 de febrero), a manos de don Pedro de Mendoza, un granadino que llegó al Río de la Plata y estableció en la orilla del Riachuelo un fuerte y un puerto al que llamó Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire y que en pocos meses acabó en ruinas y con la expedición, diezmada por el hambre y por el enfrentamiento con los nativos, de regreso a España. Pedro de Mendoza, enfermo de sífilis, murió durante la travesía y su cuerpo tuvo que ser arrojado al mar.
De aquel primer asentamiento, del que apenas quedaron vestigios y algunos españoles que permanecieron en tierra cuando las naves partieron, solo se tuvo noticias gracias a las crónicas de Ulrico Schmidl, un soldado bávaro que se había embarcado con Mendoza y que dejó constancia de los vaivenes de aquella primera fundación en su Viaje al Río de la Plata. También gracias a una epístola breve, una carta que Isabel de Guevara, una mujer que había formado parte de la expedición, le envió a la princesa Doña Juana, hermana de Felipe II, y en la que describe un paisaje desolador: una vasta llanura pantanosa, con los hombres heridos por los enfrentamientos con los nativos, y en la que no bastaban ni las ratas ni los ratones, ni las víboras ni las sabandijas, según Schmidl, para apaciguar el estómago. Un momento histórico, en cualquier caso, que Manuel Mujica Láinez (y también Borges, por supuesto) hizo mítico en El hambre, uno de los cuentos de Misteriosa Buenos Aires.
Hubo que esperar, pues, unos cuantos años más para que esa pequeña aldea de trescientos habitantes, de difícil acceso para los barcos por los bancos de arena que se formaban en el río, volviera a llamar la atención de la Corona y fuera fundada, oficialmente, por segunda vez. Fue en 1580, cuando Juan de Garay, un vasco afincado en América, llegó al Río de la Plata navegando el río Paraná desde Asunción y, tras trazar con escuadra el mapa de la ciudad y precisar la ubicación del Fuerte, de la Catedral y de los conventos, fundó en lo que hoy es el Parque Lezama la Ciudad de La Santísima Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre.
La gran pregunta, muchos años después, es cómo una ciudad sin ningún atractivo climático ni geográfico, levantada como un damero frente a un río sin orillas, llegó a convertirse, con el paso de los años y de los libros, en una metrópolis gigantesca que no ha dejado de crecer, una urbe abierta al mundo y que sedujo a extranjeros y a nativos hasta el punto de que André Malraux, cuando visitó la ciudad, dijo que Buenos Aires era no solo la capital de un país, sino de un imperio inexistente.
Mucho tuvieron que ver, en la construcción de una Buenos Aires que más que fundada parece imaginada, los movimientos de vanguardia de comienzos del siglo XX, que eligieron la ciudad como tema y la hicieron, más que un espacio real, un objeto en sí misma. La Buenos Aires de calles bajas se había transformado, con el flujo masivo de inmigrantes de Europa, en la gran metrópolis del sur, en la reina del Plata, en un lugar donde se respiraba un futuro de ilusiones, y así la reflejaron muchos escritores. Leopoldo Marechal, en ese sentido, mostró en Adán Buenosayres el corazón grotesco y escatológico de la ciudad, habitada por unos seres infernales que descienden a mundos subterráneos, mientras que otros, como Fray Mocho en Memorias de un Vigilante,evocaron el arrabal perdido, la ciudad que, como escribió Ezequiel Martínez Estrada, cambia según las edades lo mismo que cambia el alma de los seres humanos.
Cambiante y eterna como el agua y el aire. Muchos otros escritores, a partir de los años cincuenta, reflejaron otra ciudad, más acorde con el espíritu del hombre que está solo y espera, como tituló Raúl Scalabrini Ortiz a su ensayo sobre “el ser” del hombre de Buenos Aires, que con la puesta en escena de un color local. Así, algunos sitios de la ciudad, desde entonces, han sido impregnados por la literatura. Es fácil reconocer, en ese sentido, la esquina de Libertador y Tagle en la que Clara, la protagonista de El sueño de los héroes, de Bioy Casares, busca a Emilio y donde, muchos años antes, funcionó el Armenonville, el primer cabaret de lujo de la ciudad. También es fácil reconocer la Cafetería London City, a pocas calles de la plaza de Mayo, donde Cortázar escribió el principio y el final de su novela Los Premios. O el mirador de la Galería Güemes de la calle Florida, donde el personaje de El otro cielo contempla el cielo de Buenos Aires y, al mismo tiempo, el cielo de París. O el Parque Lezama, donde Juan de Garay fundó la ciudad y donde se conocen Martín y Alejandra, los protagonistas de Sobre héroes y tumbas, la novela de Ernesto Sabato.
Es que Buenos Aires, amada y odiada a partes iguales, es, para bien o para mal, una ciudad en la que todo parece posible. Más allá de sus anchas y largas avenidas, de sus altos y majestuosos edificios, de sus parques enormes y de su espíritu cosmopolita, en Buenos Aires la realidad puede confundirse con la ficción y no saberse a ciencia cierta dónde empieza una y dónde acaba la otra. Solo en Buenos Aires puede existir, en el sótano de un edificio de la calle Garay, un objeto en el cual puede reflejarse, desde diversas perspectivas, el infinito universo. Solo en Buenos Aires, también, un taxi puede bajar por las escaleras del subte de la Plaza de Mayo porque el chofer ha creído que se trataba de un garaje.
Literaria o real, Buenos Aires es una ciudad que no duerme. Una urbe que cada día se parece más a cualquier urbe latinoamericana que a aquellas capitales europeas en las cuales intentó verse reflejada. Una ciudad con una población concentrada, que vive en la pobreza y que transita por unas calles en las que se respira violencia. Una ciudad, en definitiva, que lejos de ser la Reina del Plata que cantaba el tango, es, como la muestra Ernesto Mallo en su nueva novela, La Ciudad de la Furia.
Título prestado de una canción del grupo de rock argentino Soda Stereo, en La Ciudad de la Furia Ernesto Mallo presenta una historia que transcurre en una Buenos Aires llena de rencor concentrado, de profundos deseos de venganza. Buenos Aires, en ese sentido, no es la ciudad de la evocación borgeana ni tampoco la ciudad que imaginaba Bioy Casares. La ciudad que ofrece Mallo es una ciudad cruda, violenta, paranoica, que ha sido devastada social y económicamente por una pandemia y en la que se percibe una atmósfera inquietante, agresiva, pues las grandes corporaciones se han aprovechado del colapso y se han hecho con el monopolio del poder.
En medio de esa vorágine, de violencia latente, al borde del estallido, el crimen del hijo de un millonario en una de las tantas villas miserias que han crecido y se han expandido por la ciudad conduce al lector por unas calles llenas de policías corruptos, de jueces sobornables, de periodistas que guardan silencio. Una ciudad en la que, detrás de su fachada europea, se esconde una trama criminal que todo lo impregna, un universo que, a diferencia del Aleph borgeano, está a punto de explotar.
Buenos Aires, en todo caso, ya no es la ciudad en la que, como escribió Borges en su Fundación mítica de Buenos Aires, las proas llegaron a fundarle la patria, sino que se reconstruye desde una cosmografía diferente, más cercana a la vida en cualquier urbe de Latinoamerica, aunque conserva rasgos que siguen haciéndola diferente. Una ciudad eterna, única, que cualquiera puede hacer suya y en la que, a pesar de la furia, en medio de la pesadilla, es posible encontrar aquello que, como decía Borges, que eligió morir lejos de Buenos Aires, ignoramos y queremos.