Antonio Muñoz Molina: “Estoy reconciliado con la idea de desaparecer»

En su última novela, “No te veré morir”, nos muestra cómo durante su juventud dos personas compartieron uno de esos amores totales que parecía eterno, pero que acabó por extraviarse en el correcalles del destino. Cincuenta años después, en el ocaso de sus vidas, se reencuentran de nuevo.

Texto: Nuria MENDOZA  Foto: Asís G. AYERBE

 

Antonio Muñoz Molina aparece en la pantalla de mi ordenador con una sonrisa tímida, enmarcado por su biblioteca. Conectamos por Zoom para hablar de su último libro, No te veré morir. Él está en Madrid y yo en Nueva York, una ciudad que aparece en esta novela y en gran parte de su obra, y donde nos conocimos en 2011, cuando fui su alumna en el Máster de la NYU. Por un rato, es como si estuviésemos conversando en mi apartamento, antes de salir a almorzar en algún diner del Upper West Side.

 

Recuerdo que me hablaste del libro el año pasado. Me contaste que el inicio había surgido tras el encuentro con un amigo. ¿Cómo se crea una novela a partir de un chispazo, de una anécdota?  

La idea básica surge de una conversación que tuve con un conocido hace tiempo, en 2016. Habíamos quedado para comer y se estaba retrasando mucho. Era raro, porque es muy puntual. Cuando por fin llegó, me contó la razón de la tardanza. Y ahí estaba uno de los leivmotiv de la novela, el hilo principal, muy intervenido luego por la imaginación. A mí me gusta tener siempre unas cuantas ideas en la cabeza, ¿sabes? Les doy vueltas y luego las escribo o no. Al principio pensé que esto sería un cuento. Pero de pronto un día se me ocurrió una frase mientras fregaba los platos. Y esa primera frase fue desencadenando toda la historia, que salió de forma torrencial, sobre todo al principio. Yo tenía una idea vaga de por dónde iba a ir, pero también me ponía coacciones muy severas. En la primera parte, me propuse llegar hasta el final del cuaderno sin romper la frase. Y cuando se acabó el cuaderno, se acabó esa parte.

 

En la primera parte, durante más de sesenta páginas, las frases se separan solo por comas, no aparecen puntos. ¿Fue un experimento? ¿Un homenaje a autores que ya usaron ese recurso? ¿Un reto?

Empecé a escribir y, de una manera orgánica, la frase se iba expandiendo. Javier Marías, Thomas Bernhardt o Saramago ponen una coma en vez de un punto, pero esto es diferente: la forma en que la novela estaba surgiendo me exigía eso. Tenía que ver con la manera en que la historia estaba siendo inventada. Se convirtió en una especie de juego o experimento. Todos los detalles se me iban ocurriendo mientras escribía. Yo tenía una idea general, pero ese deambular de una cosa a otra fue saliendo sobre la marcha.

 

Julio Máiquez, el narrador de la parte II, comparte algunos detalles de tu biografía, sobre todo las localizaciones (Nueva York, Virginia, Madrid, el Prado) pero otros son muy diferentes. ¿Cómo construyes ese personaje?

Para la segunda parte elegí otro punto de vista, el de alguien que escucha la historia. Empecé en primera persona: era un profesor que llega a Virginia, algo que me había pasado a mí.  Pero esa voz, de repente, dejó de ser la mía. Se cruzó con otra historia que tenía en la cabeza hace tiempo, sobre un hombre que se separa y pierde la custodia de su hija. Eso le daba una consistencia al personaje. Ya no era un trasunto de mi propia experiencia, era una voz de ficción.

 

Las otras tres partes son muy diferentes de la primera, desde el punto de vista formal.

Me di cuenta de que la novela tenía que construirse como un cuarteto de cámara. Siempre me ha impresionado The Sound and The Fury, de Faulkner. Tiene cuatro partes muy separadas entre sí, con cuatro puntos de vista distintos. Eso pasa también en esta novela y me gusta que sea poliédrica, que haya distintos tonos y puntos de vista.

Escribí cada parte en un cuaderno diferente, fueron saliendo de manera compulsiva a lo largo de seis semanas. Los capítulos estaban marcados por mis sesiones de escritura: si un día escribía cinco páginas, ese capítulo tenía cinco páginas. Cuando acabé, no dije nada a nadie. Guardé los cuadernos en un cajón y no volví a mirarlos en mucho tiempo. Cuando Elvira y yo nos fuimos a Lisboa en 2021, me llevé mis cuadernos. Pero no sabía si allí había algo que merecía la pena. En el proceso de reescritura, al pasar del cuaderno al ordenador, fui añadiendo cosas y corrigiendo. Después de eso, seguía sin estar seguro, pero un tiempo después se lo enseñé a Elvira.

 

En esta novela hay temas que ya has tratado con anterioridad, como el amor, el deseo y ser —y sentirse— extranjero, que aparece de forma recurrente en tu obra, desde El jinete polaco a Ventanas de Manhattan. ¿Por qué esa atracción por personajes exiliados, españoles que viven en otro país (a menudo Estados Unidos)?

Yo creo que los temas fundamentales de un escritor no son voluntarios, vienen dictados por impulsos muchas veces inconscientes, igual que un sueño. Un escritor, como un músico, tiene propensiones, y esas propensiones hay que explorarlas, pero también tomarlas con cierta cautela, porque pueden convertirse en repeticiones sin más, en autoparodia.

Un libro es, al fin y al cabo, un reflejo de lo que eres. Y a largo de mi vida, a menudo he sentido cierta distancia hacia el lugar donde estaba. Quizás es un rasgo de carácter, algo genético.

 

Me interesa mucho cómo hablas en esta novela de los recuerdos. Hay evidencia científica de que la mente los modifica, los reelaboramos y un tiempo después ya no son tan fiables. Gabriel Aristu ha pasado casi cincuenta años recordando un momento que no fue exactamente así.

El estudio de cómo se construye la memoria y cómo se percibe el mundo, ha avanzado mucho. Y es fascinante, porque se parece a los procesos literarios. Cuando le entregué la novela a la editora, señaló que hay contradicciones, que en una página se dice una cosa y luego otra distinta. ¡Pero es que el recuerdo es así! Eso de que la vida es una narración que se desenvuelve con una cierta lógica no es verdad. Es una narración que se construye continuamente y que puede romperse con mucha facilidad.

Y también hay algo muy masculino ahí. Creo que los hombres, en general, tenemos más capacidad para engañarnos. Sobre todo, en cuestiones amorosas, los hombres, o cierto tipo de hombres —quizás yo también, entre ellos—, tendemos a la fantasía, a aumentar el amor. Eso también quería mostrarlo: cómo los dos personajes recuerdan ese amor desde una percepción distinta.

 

Aristu dice que se siente como un figurante en su propia vida. Reflexiona sobre lo falso y lo verdadero, y el lector también lo hace, cuestionando a veces lo que dice el personaje.

Aristu ha vivido toda su vida como una simulación, desde que era niño. Tenía que ser lo que sus padres querían, tenía que ser un hijo modelo. A mí de niño me pasaba algo parecido, ¿sabes? Yo era muy formal. Y mis padres esperaban de mí la formalidad, las buenas notas. Eso pesa mucho. En fin, este personaje también tiene cosas mías.

 

El escritor está en todos los personajes.

Sí. Y Aristu ha vivido así toda su vida. Esa presión estaba ahí. Conforme me acercaba al final de la novela, me preguntaba: ¿cómo termino esto? Porque él, en el fondo, está contento en el sueño.

 

Prefiere el sueño a la realidad.

A mí me interesan mucho los sueños. No desde el punto de vista psicoanalítico, sino más bien narrativo, o experiencial, digamos: cuál es el lugar de los sueños en la vida. He leído muchos trabajos científicos para saber qué pasa en el cerebro durante el sueño. Y eso tiene que ver con este personaje: los sueños le han permitido la simulación.

Cuando yo vivía en Estados Unidos y acudía a actos oficiales, como los de fundraising, me daba cuenta de la teatralidad de los americanos. Interpretan de una forma que nosotros aquí no hacemos: esos I’m doing great! tan exagerados, por ejemplo. Tienen una desenvoltura que este personaje tiene también. Aristu se ha convertido en parte de ese mundo y pertenece a él más de lo que piensa. De hecho, al final se queda ahí.

 

El paso del tiempo, la vejez son otros temas importantes en este libro, que no están tan presentes en tu obra anterior. ¿Las reflexiones sobre la edad, el paso del tiempo, tienen más relevancia ahora? ¿Se necesita madurez para reflexionar y escribir sobre esto?

Yo creo que sí. Hay cosas que tienes que vivir para para contarlas. La imaginación es muy poderosa, pero es más limitada. Cuando éramos jóvenes y alguien te hablaba de algo que había pasado veinte años atrás, parecía remoto. A veces hago el ejercicio de pensar en cuánto tiempo ha pasado: desde el año 83… ¡han pasado cuarenta años! Por entonces yo estaba escribiendo mi primera novela. Y hay otra experiencia que se aprende: lo que hace el tiempo con las personas, qué hace con nosotros. Qué hace con la cara de las personas que quieres.

 

Las descripciones de la vejez son muy sensoriales: “Es en las caras de los demás y no en el espejo donde uno ve el paso del tiempo”, “Olía tristemente a enfermedad, a medicinas, a ácido úrico, a vejez”.

La vida te enseña también que hay cosas que se pierden y cosas que no desaparecen, cosas que duran. Yo quería mostrar eso cuando Gabriel Aristu se reencuentra con Adriana Zuber. Son dos viejos, pero en ella hay una belleza extraordinaria, una belleza incluso sensual. Y eso es difícil saberlo cuando eres muy joven.

El año pasado coincidí con la actriz Magüi Mira, que trabajó en la película que dirigió Elvira. Y me fijé en su pelo. Porque yo el pelo de Adriana no lo tenía claro, pero cuando vi esa melena rizada, levantada, me dije: esta es.

Y en los años 90, conocí a Idea Vilariño en Montevideo. Yo sabía que había sido la amante de Onetti, tiene un poema de despedida dedicado a él. La conocí en el año 94 y no la he olvidado nunca. Era una mujer muy mayor, una señora enferma, encorvada, pero tenía una mirada fulgurante: por esa mirada no había pasado el tiempo. En esa mirada no había ni rastro de vejez, ni apocamiento, ni nada. Tenía un fulgor en los ojos como si tuviera veinte años, esa mirada parecía extranjera en su cuerpo.

 

¿Adriana Zuber está inspirada en Idea Vilariño, entonces?

La mirada, sí. Cuando escribes no ficción, los datos te los da la realidad, pero en la ficción los rasgos de los personajes tienen que ser muy concretos, y los sacas de aquí y allá.

 

Precisamente iba a preguntarte por el título, No te veré morir, que es el verso final de ese poema maravilloso, Ya no, de Idea Vilariño. ¿Lo elegiste después de haber escrito la novela o se te ocurrió desde el principio?

El título llegó cuando llevaba escrito un poco y eso fue muy importante. Eso te motiva mucho. Tener un título, y un título tan bueno, te indica una dirección. Además, yo le había dado muchas vueltas a ese poema, porque es un verso definitivo: ya no puede haber más separación.

 

Los personajes de No te veré morir se enfrentan a la enfermedad y la muerte. En Volver a dónde ya aparecían esos temas, pero en el contexto de una pandemia. Aquí afectan a unos personajes específicos y, a mi parecer, los humaniza. ¿No crees que hablamos poco de estas cuestiones, aunque son experiencias universales?

Yo observo a las personas que sufren: cómo reaccionan ante la enfermedad, cómo he reaccionado yo a mi propia enfermedad o la de las personas que quiero. Es un tema fundamental. Y como es tan fundamental, da miedo.

Además, en la literatura contemporánea, y en España, lo que predomina es el sarcasmo. No puedes mostrar abiertamente que te tomas en serio las cosas esenciales. Tiene que haber un quiebro irónico, hay que usar un tono sarcástico. Tiene que haber como un distanciamiento para escribir sobre el amor o sobre la enfermedad o sobre la muerte. Hay que acercarse al juego intelectual. Y creo que la literatura y al arte, siempre, desde Mesopotamia, han tratado el paso del tiempo, amor, la enfermedad, la muerte… es que eso es la vida.

 

 ¿Y cómo se enfrenta Antonio Muñoz Molina a la idea de la muerte?

Como escritor no eliges un tema:  te encuentras con unos materiales, con unos impulsos. Y ese impulso tiene que guiarte. Al pasar el tiempo, al hacerte mayor, la gente empieza a envejecer y a morir a tu alrededor. ¿Cómo no voy a escribir sobre esto? (si encuentro la manera, claro). Pero no escribo en abstracto, como un filósofo o un ensayista, lo que hago es crear personajes que están marcados por eso. Gabriel Aristu dice que con el cáncer había descubierto que no tenía miedo a la muerte.

 

Sí, que tenía miedo del dolor, pero no de la muerte.

Pues a mí me pasa igual. No tengo creencias religiosas, pero estoy perfectamente reconciliado con la idea de desaparecer, y me parece hasta de buena educación. Hay quien dice que la vida hay que extenderla. ¿Y para qué quieres extender la vida, es que no tienes bastante? Somos muchos, no hay recursos para todos.

 

Y que se acabe es lo que le da sentido a la vida.

Claro. Porque también está el drama terrible de la gente que vive demasiado.

 

¿Por qué eliges un final abierto? Julio dice: “Me hacía preguntas que él ahora no estaba dispuesto a contestar” y como lectora me pasó algo parecido.

Tiene que ver con la impostura de Aristu. Me parece que huir de la complicación, del dolor ajeno, es muy masculino. Y hay una simetría ahí: él se fue en 1967 y cincuenta años después vuelve a irse.

 

“Quizás lo que le dolió tanto fue la ausencia absoluta de amor en la voz de Adriana Zuber”, dice el narrador. Prefiero no desvelar el final de la novela, pero me gustaría comentar contigo esta frase, que me dio mucho que pensar.  

Este hombre se justifica a sí mismo. Creo que la quiere menos de lo que él piensa. Es más cobarde y más acomodaticio de lo que él cree. Insisto, es la dificultad masculina para hacer frente al dolor. En vez de quedarse, se marcha, vuelve a su mansión a orillas del Hudson.

 

La casa a orillas del Hudson, la fealdad de Penn Station, el concierto de Yo-Yo Ma en Carnegie Hall… Nueva York sigue apareciendo en tus libros, aunque ya no vivas aquí.

Quiero darle verosimilitud a la historia, es un proceso como de artesanía. Me gusta ser preciso en los detalles: el concierto del domingo por la tarde en Carnegie Hall, las calles oscuras, entre la séptima y la quinta avenida, que atraviesa para ir a cenar. El frío que hace en Washington en invierno, esa desolación. El personaje entra en el Museo del Espacio y compra unos regalos. Lleva el cohete que ha comprado en una bolsa y se encuentra con el matrimonio. Todo eso se me iba ocurriendo mientras escribía. Es lo bonito de escribir ficción: cómo llegan los pequeños detalles. Hace unos años, yo también iba a ese museo y compraba cohetes o dinosaurios para mis hijos. Pero esa experiencia personal, con el tiempo, se transforma en otra cosa.