Antonio Muñoz Molina: «En España, la humildad se castiga»

El escritor jienense publica “Volver a dónde” (Seix Barral), un dietario personal sobre el final de la pandemia y una reflexión sobre el paso del tiempo.

 

 Texto: Antonio ITURBE  Foto: Iván GIMÉNEZ

 

 

Antonio Muñoz Molina vino a Barcelona para la presentación de Volver a dónde. Un libro poroso, construido con fragmentos del diario escrito durante el confinamiento del Covid y la apertura posterior, en junio de 2020. Un encierro punteado por las inquietantes noticias de la televisión o la catarsis balconil de los aplausos por las tardes a sanitarios y trabajadores esenciales que tuvo su contrapunto con el final del encierro, que trajo el progresivo despertar de la ciudad, de los sentidos y, cómo no, también el trajín y la bronca a la que somos tan aficionados, especialmente en el gremio de la política.

Como en toda su obra, lo vivido, lo leído, lo pensado y lo ensoñado se entremezclan en esos diarios hasta formar una pasta literaria de una textura agridulce. Ahí está su compromiso cívico en la defensa de la sanidad o la escuela públicas, la música o las lecturas que lo llevan y la huella de esa infancia en Jaén de la que creía que quería escapar pero de la que nunca se ha marchado: regresa su padre llevando los productos de la huerta a la parada del mercado, sus tíos, que sin darse cuenta se le han hecho octogenarios; aparece su madre, luchando contra el pasado y contra el presente… pero también la huella del futuro que representa su nieta Leonor. Asombra el dominio técnico de Muñoz Molina al paso de los años: es capaz de reflejar cualquier realidad, incluso cualquier emoción, sin recurrir a metáforas luminosas, adjetivaciones cargadas o cualquier tipo de efectos especiales. La escritura fluye como si untara manteca colorada en un pan caliente.

Acudo a la cita en el hotel donde se hospeda, pero cometo la descortesía de ser impuntual. No llego tarde, sino demasiado pronto. Eso hace que, mientras estoy esperando el ascensor para subir a la terraza donde se realizará el encuentro, lo vea entrar por la puerta. Trae esa desenvoltura distraída del que ha salido a caminar por la ciudad sin rumbo preciso y, al toparse conmigo, en la misma puerta del ascensor, sin escapatoria posible, ha de volver de golpe a las convenciones sociales: me saluda amablemente, se disculpa por dejarme solo unos instantes para ir un momento a la habitación y lamento que tenga que disculparse cuando soy yo el que ha llegado antes de lo convenido.

La terraza del hotel está vacía y todavía hace calor en el arranque del otoño mediterráneo. La tarima, una pequeña pérgola de tela de color crudo y las mesas de madera tropical le dan al conjunto un vago aire colonial, aunque sea postizo. Cuando llega Muñoz Molina fantaseamos irónicamente con estar metidos en una escena de una novela de Somerset Maugham y, al menos, se resiste a la asepsia del agua sin gas que nos ofrecen y solicita educadamente una cerveza. Que sean dos.

A la cierta indolencia que contagia el calor, la terraza vacía y la cerveza, se suma que mi grabadora se ha quedado sin pilas. Y que tampoco sea capaz de hacer funcionar la grabadora del teléfono móvil tras unos penosos intentos que Muñoz Molina observa en misericordioso silencio. En un intento poco convincente de hacer de la necesidad virtud, anuncio que haremos la entrevista sin grabadora, como los grandes del Nuevo Periodismo. Truman Capote o Gay Talese nunca la usaban. Capote ni siquiera tomaba notas, decía que eso cohibía al entrevistado. No decía que le permitía también escribir lo que le daba la gana. Yo tomo notas en la libreta. A ratos, embebido en la conversación, me olvido de apuntar. Las preguntas y las respuestas fueron mucho más divagatorias pero, con la urgencia de captar el momento de un plumazo de bolígrafo, al transcribirla parecen más rotundas. No lo fueron; en realidad fue una charla de terraza de bar distendida un día cualquiera en la vida.

Volver a dónde… ¿Y a dónde hay que procurar no volver?

A muchos sitios. Como escritor, creo que hay que resistirse a ir a los festivales. Sobre todo cuando no se va a hablar de literatura con precisión y lo que hacemos es participar de ese bullshit en lugar de trabajar con la precisión de la cirugía, donde no hay margen para desviarse de lo importante. En las presentaciones de libros se ha puesto de moda eso de “la conversación” con el autor, para no cansar a la gente. Voy a procurar callarme más.

Pero eres de la generación de los que lucharon para que en este país se pudiera hablar…

Me refiero a esa constante tertulia de tertulianos profesionales. Una conversación hueca, que no dice nada.

Reflexionas en el libro que “la literatura puede existir al margen de la moda y la celebridad pública, al margen de todos los indicadores académicos oficiales o académicos o comerciales que determinan el mérito”…

La literatura está en otra parte.

¿Entonces no hay un baremo?

No sabemos el baremo. Hay libros buenos y malos que han sido reconocidos en su época. Sí hay libros que se sostienen al cabo de los años, en diferentes épocas bajo distintas miradas: ese es un baremo.

¿Y entonces cómo sabe un escritor en activo que lo que está escribiendo tiene un valor literario sin que se esté autoengañando?

No lo sabes. Es asombroso lo poco que sabes sobre tu trabajo. El escritor no sabe el valor de lo que hace y ahí la vanidad es una substancia defensiva.

Se habla del ego de los escritores… pero, en un país como este, donde el que más grita parece que tiene más razón, ¿se puede llegar a algo siendo humilde?

En España, la humildad se castiga. El problema de la vanidad es que si es mucha te vuelves tonto y si es poca siempre sientes cierto remordimiento, como si fueras un impostor.

¿Qué tal eres juzgando tus propios libros?

Los libros, una vez hechos, no son tuyos. La única certeza que tienes es que has de hacerlo lo mejor que puedas y aceptar que tal vez eso no sea todo lo bueno que tú quisieras. Nunca sabes.

¿Pero estás contento con lo que has logrado como escritor?

¡No estoy contento con nada!

Llama la atención en el libro lo que cuentas de autores como Conan Doyle, que no sentía ningún aprecio especial por sus libros de Sherlock Holmes.

No son capaces de apreciar lo mejor que ellos mismos han hecho. No saben ver las cosas que han logrado. Un autor tan extraordinario como Cheever estaba amargado por no escribir novelas. Cervantes y el Quijote no forman parte del género prestigioso de su época, que son los poemas épicos, y de ahí su empeño en el Persiles, que pertenece a un género de novela más reconocible.

En los conciertos de los grandes grupos sucede a menudo que tratan de presentar los temas de su nuevo trabajo, pero el público les pide las viejas canciones, que tal vez estén hartos de tocar o ya no les gusten…

No es posible ser artista y repetir siempre lo mismo. Pero también hay que aceptar que el público se fije en una parte de tu trabajo que tú vas dejando atrás.

En el libro están algunos de tus asuntos seminales: las raíces familiares, la literatura y la resistencia cívica al desmantelamiento de los servicios públicos. También la crítica al bajo nivel de los políticos…

A menudo, la gente de a pie nos ponemos de acuerdo en la vida cotidiana de cada día, incluso la vacunación ha demostrado que podemos ser de una eficiencia escandinava, pero la política es otra cosa. La política de partidos nacionales es sectaria y bronca, con medios de comunicación que calientan el ambiente. Hay sesiones de control al Gobierno que se convierten en una bronca que hace que todo sea estéril. Es desalentador que los partidos políticos se hayan convertido en burdas maquinaciones para lograr el poder.

¿Se le pasan a uno las ganas de ir a votar?

Eso no. La participación ciudadana es ahora más importante que nunca para sustentar la democracia. Los ciudadanos tenemos que hacer un esfuerzo por distinguir lo que no está bien y lo que está peor. Hay que hacer un esfuerzo de pragmatismo y huir del tremendismo.

En el libro explicas que tu tío Juan te llamó por teléfono al verte en un Telediario y te dijo que lo que le había venido a la cabeza era: “Mi sobrino es mayor”.

Igual no se había percatado hasta ese preciso momento de verme en la tele, pero sí, su sobrino también envejece.

¿Hay una edad en la que nos dedicamos a mirar el pasado porque nos incomoda mirar al futuro?

No somos el centro del tiempo. Este presente mío va a ser el pasado lejano de mi nieta. Con un hijo, el eje del tiempo se desplaza, igual que el eje de intereses.

Escribes en el libro: “Si muero a la edad de mi padre, me quedan once años de vida”. ¿Le das vueltas a eso?

No pienso en la muerte. Uno se queda instalado en una cierta edad mental.

Explicas que a Galdós le quedaban ocho años de vida, pero no escribió más Episodios Nacionales. Ese tal Muñoz que escribía un Diario del Nautilus en el Ideal de Granada… ¿tiene todavía tela que cortar?

Tiene. Lo mejor que puedo escribir está por delante. Los últimos cuartetos que compuso Beethoven rompen con todo, rompen todos los moldes… ¡parecen jazz! Me gustaría tener esa capacidad de libertad. Me gustaría poder ser un viejo temerario.