Ángeles López: “la comunicación, como la realidad, es un delirio consensuado”

La escritora, periodista y editora , pero sobre todo poeta, publica el poemario “Las ocho y carne”.

Texto: Redacción 

 

Obras de narrativa como La rosa número trece o Trastorno afectivo bipolar hacen olvidar a veces que está mujer que no puede parar quieta y lleva muchos años peleando en el ring del mundo del libro desde todas sus esquinas, es sobre todo poeta. En su poesía la delicadeza nace del ardor y del desgarro.  En su nuevo poemario, Las ocho y carne (Huerga&Fierro), nos recuerda que repudia “las miradas de segunda mano” y nos introduce en los laberintos del amor, el deseo y la sumisión donde todo arde y a veces te quemas.

 

Dice en la introducción Ricardo Menéndez Salmón que “Ángeles López hace del exceso virtud”. ¿Es así o el exagerado es él?

Pues la verdad es que mi querido Ricardo tiene toda la razón. Soy excesiva en todo, barroca por naturaleza (en plena aspiración a románica), una verdadera dramática verbal.  Soy un instrumento del lenguaje y eso que el lenguaje empezó siendo mi herramienta…. pero se me ha ido de las manos.

Arrebato no falta en estas líneas. ¿La literatura ha de ser arrebatada?

¡Por supuesto! Cuando escribo una crítica o un texto de narrativa soy comedida y mesurada pero cuando abordo un poema es como si el ordenador escupiese libremente todas las palabras que le sobran. No sé por qué la gente espera que la poesía tenga sentido… ¡La vida no lo tiene!

“El amor no es lo que pensamos, siempre es otra cosa”. ¿El amor es un espejismo? ¿Es un espejismo necesario?

«Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe (…) El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés…» Como no pude añadir nada más bello a lo que dice San Pablo en La Primera Carta a los Corintios, escribí este triste poemario.

Se habla de esa “sumisión” que puede  provocar a veces la atracción irrefrenable del amor.  ¿En qué momento el amor se vuelve tóxico?

No ando yo muy placeada en toxicidades porque llevo más de treinta años con el mismo ser humano en feliz monogamia, quizá por eso me gusta contar lo que no he vivido, aquello de lo que me informan otros. Como a Sabina, me gusta el alcohol pero detesto a los borrachos.  Me gusta la toxicidad como elemento literario pero odiaría sufrirla… y claro que la detectaría.

“Tengo un nombre que es mi único patrimonio como procuradora de la buena vida para los malos hombres”. Sabemos quiénes son los malos hombres pero ¿los hay buenos?

Claro, ¡el mío! ¿Sabe qué me ocurre? Que soy muy progresista en mis ideas y muy conservadora en mi vida privada. Por eso solo conozco a los malos hombres y a las malas mujeres por referencias extranjeras a mis propios días.

Nos dices ”Luego están los deshabitados, claro. Pero ellos no cuentan.”  ¿Quiénes son los deshabitados?

Aquellos que están hechos a mano, los que son duros y blandos a la vez, quienes tienen una dulzura que negocia con la crudeza… los que tienen una naturaleza madrastra que les hace ir contra sí mismos. Aquellos que tienen muy pocas ganas de tener razón.

“Hay gentes, como yo, que se explican demasiado”. ¿Ser torrencial es una virtud o un defecto?

Siempre es un defecto. Si yo supiera escribir kōan me sobraría la mitad del diccionario. Solo nos explicamos demasiado los ignorantes, los que tenemos muchos cursos que repetir, los que tenemos que matizarlo todo para terminar no diciendo casi nada. Aquellos a los que terminan encontrándonos objetos de saldo en nuestras estanterías. Eso no le pasaba a San Juan, por ejemplo.

“Furiosamente, te ofrezco, las palabras que están debajo de mis palabras”. ¿Por qué en el siglo de la comunicación nos cuesta tanto comunicarnos?

Porque la comunicación, como la realidad, es un delirio consensuado. Creemos que estamos comunicándonos con otra persona cuando solo aspiramos a colocar nuestro discurso onanista entre las pausas de quien tenemos enfrente. Y, por cierto, las más de las veces, es vacuo, pomposo y no supera el silencio. Gesticulamos con los verbos para ser pretendidamente ingeniosos con nuestros monólogos exteriores.

En estos tiempos de la velocidad tecnológica y la falta de concentración… ¿vale la pena ser poeta?

Perdone la tontería, pero me viene a la cabeza a la canción del grupo Aguaviva (disculpe, tengo una edad): «¿Qué cantan los poetas andaluces de ahora?» (ja,ja,ja). Un poeta es un gilipollas sin remedio que se expresa a través de unos códigos que solo entienden unos pocos, hechos de medias verdades y medias mentiras y, sobre todo, escritos para otros juntaversos.

¿Alguien entiende a los poetas?

Me recuerda a aquello que le dijo Eugenio D´Ors a su secretaria: «¿Se entiende, Conchita?», y cuando ella respondió que sí, él le dijo: «entonces, oscurezcámoslo».