«África no es un país», un ensayo para descolonizar la mente occidental
El periodista Dipo Faloyin publica «África no es un país» (Capitán Swing).
Texto: David Valiente
Con su ensayo África no es un país (Capitán Swing), el periodista Dipo Faloyin se suma al grupo de intelectuales comprometidos con mostrar que los jóvenes africanos no están “rodeados de moscas y alimentados solo a base de agua contaminada”. Su defensa sin complejos realiza un retrato del pasado y del presente que pretende confrontar los estereotipos que aún persisten en el otro lado de la muralla civilizatoria. El libro se presenta como un ensayo dividido en ocho capítulos, aunque también se puede leer como ocho miniensayos independientes los unos de los otros dentro del volumen.
Para deconstruir el relato y descolonizar la mente, Dipo Faloyin, de origen nigeriano, aunque profundamente conocedor de la cultura occidental, se adentra en la historia del continente plagada de injusticias y traumas. En este primer capítulo, el autor no aporta nada que no hayan dicho ya los investigadores, periodistas y escritores de Estados Unidos y Europa: a saber, los Estados-nación africanos son constructos ad hoc que en el pasado servían a los intereses de los amos. Una vez se marcharon con los bolsillos llenos, dejaron un paisaje desolador, donde el conflicto entre comunidades y la división étnica conformaban identidades sociales y nacionales difíciles de asumir. Esto complicaba el establecimiento de una actividad política entre comunidades históricamente enfrentadas.
Sin embargo, la crítica que realiza a la imagen de ‘salvador blanco’ proporciona un aire de independencia intelectual al texto. En el trasfondo de su análisis hay una premisa acertada que podría simplificarse de este modo: el proselitismo civilizatorio que emana del famoso poema de Rudyard Kipling, La pesada carga del hombre blanco, sigue vigente en el apoyo que los organizadores de eventos, compositores y artistas prestan a las empresa neocolonialista realizando actos benéficos donde se caricaturiza el continente y se anula la dignidad de las personas que supuestamente se deberían de ayudar.
Dipo Faloyin recoge en el ensayo una publicación de Tumblr realizada por un joven estudiante de Ciencias Políticas, que revela lo siguiente: “Solamente el 32 por ciento de las donaciones recibidas por Invisible Children iba a parar a servicios directos en Uganda”. ¿En qué se gastaba el resto del dinero? Pues, según la misma fuente, “en pagar salarios de la plantilla, viajes y transportes, y en la producción de películas”. Aunque tampoco todo el dinero llega a las personas necesitadas cuando lo recaudado lo reciben directamente los gobiernos. Faloyin documenta el caso de la gran hambruna de Etiopía de 1984 y cómo gran parte de ese dinero no fue destinado a paliar el hambre, sino a “financiar una política de reubicación forzosa que recogía sistemáticamente a personas inocentes de la calle, de sus hogares o de centros de distribución de comida en el norte, controlado por los rebeldes, y las transportaba a áreas controladas por el Gobierno en el sur”. Aproximadamente cien mil etíopes murieron a consecuencia de esta política de reubicación. Los rebeldes del norte, prosigue el autor, también sacaron beneficio de la ayuda internacional, ya que interceptaron parte del dinero y lo destinaron a la compra de armas, tal y como revela una investigación de la BBC.
Por supuesto, Dipo Faloyin no se muestra contrario a la ayuda internacional; los gestos solidarios, sin embargo, no son razón suficiente para evitar el reconocimiento de la capacidad de agencia de los africanos. Los recursos deberían destinarse a reforzar la independencia de los entes públicos y a consolidar los sistemas de gobierno y económicos locales.
El redactor y editor jefe de Vice, asimismo, dedica un capítulo (o ensayo) a desmontar la idea de que las sociedades y los sistemas de gobierno del continente son contrarios a las tendencias democráticas. Muchos de los dictadores históricos, prosigue, han desaparecido del panorama político, dando paso a florecientes democracias. Aquellos que aún permanecen en el poder eventualmente serán desplazados por las tendencias democratizantes que experimenta el continente desde los años 90.
Sin embargo, el perfil que realiza de Muamar el Gadafi resulta algo impreciso. Acepta sin cuestionar el relato creado desde Occidente: para los intereses del establishment el gobernante libio era un personaje excéntrico, un megalómano sin remedio que sufrió una muerte terrible a causa de una especie de justicia kármica encargada de equilibrar la balanza a favor de los damnificados durante sus cuarenta años de mandato. No podemos negar que Gadafi encaja perfectamente en el estereotipo del tirano. No obstante, tampoco se debería olvidar la contribución teórica a la democracia que hizo con su Libro Verde, ni los avances en alfabetización, salud e igualdad de género, por citar algunos, desde su llegada al poder en 1969 tras un golpe de Estado que se produjeron en un país que hoy esta desmembrado y sumido en luchas internas.
De hecho, en esta línea de profundizar, habría sido interesante conocer con más precisión algunos temas. Por ejemplo, Dipo Faloyin enfatiza lo equivocados que están los conservadores de museos occidentales al pensar que albergando en las vitrinas de sus museos las piezas artísticas y arqueológicas expoliadas durante la colonización están contribuyendo a la universalización del conocimiento. Esas piezas bien podrían formar parte de los catálogos de los museos de las ciudades africanas y contribuir al disfrute de potenciales turistas que aportarían prestigio cultural e ingresos a esos países. No obstante, a la mayoría de amantes del arte les preocupa que esas piezas se conserven de la misma manera. No olvidemos que el Museo de El Cairo está repleto de artefactos arqueológicos aún sin documentar ni catalogar, les faltan manos y recursos para dispensar la atención necesaria y muchos se acumulan en las estanterías de museos abarrotados de historia e historias.
En el ensayo, Dipo Faloyin menciona el informe de 2018 realizado por la historiadora del arte Bénédicte Savoy y el economista senegalés Felwine Sarr, quienes concluyeron que los tesoros históricos expoliados deberían ser devueltos a su tierra de origen. Pero este mismo informe advierte (y esto no lo menciona el ensayista) que muchos museos africanos tienen todavía asignaturas pendientes con asuntos relacionados con las infraestructuras, financiamiento y capacidad técnica. ¿Es conveniente, pues, restituir piezas si las condiciones de conservación no van a resultar las más adecuadas? En Katanga, la región más conflictiva de República Democrática del Congo, también existen museos. Sin embargo, ¿los amantes del arte permitirían la devolución de piezas artísticas a estos museos?
Además de la crítica y la reivindicación, el autor debería haber mostrado algunos éxitos museográficos del continente. El Museo Nacional de Mali nada tiene que envidiar a los museos europeos en cuanto a conservación y capacidad técnica, aunque es verdad que actualmente, debido a los últimos movimientos geopolíticos, Mali no es el país más seguro del continente. Pero hay otros ejemplos, como el Museo de Civilización Negra de Dakar, el Museo Nacional de Sudáfrica, el Museo Nacional de Ruanda, el Museo Nacional de Benín. Así que los museos occidentales ya pueden ir preparando la devolución.
Dicho esto, y a pesar de las pequeñas críticas de fondo, el ensayo (o ensayos) de Dipo Faloyin es una lectura acertada para todas las personas que deseen descolonizar su mente y entender los profundos cambios que el continente vecino ha experimentado desde las independencias. Cambios que seguirán transformando a su población. Recuerden: la próxima vez que alguien les diga que África es un país o le dé tal tratamiento, recordarles que Europa también lo es.