80 años de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz

Este 27 de enero se cumplen 80 años de la entrada de las tropas aliadas en el campo de exterminio de Auschwitz. Lo que encontraron al entrar fue desolador.

Texto y fotos: Antonio Iturbe

 

En enero de 1945 las tropas del ejército de la Unión soviética avanzaban sobre Polonia. La II Guerra Mundial había cambiado su signo y el III Reich retrocedía a la vez que se descomponía. El Alto mando envió a un comandante del ejército soviético, Anatoly Shapiro, con el encargo de tomar posesión en nombre de los aliados del Campo de Auschwitz ese 27 de enero de 1945, abandonado en su retirada por los alemanes.

Shapiro, muchos años después, seguía relatando conmocionado aquel día. Describía, como si lo estuviese sintiendo físicamente el temblor de sus soldados, curtidos en la dureza del frente de guerra ruso, ante aquel lugar siniestro, una ciudad fantasma de barracones sembrada de cadáveres por la que se movían desorientados algunos humanos tambaleantes que apenas se distinguían de los muertos. Algunos supervivientes estaban tan deteriorados que, cuando prepararon un poco de comida caliente en unos calderos de campaña y les dieron unas cucharadas, murieron al ingerirlas.

Se calcula que 1,3 millones de personas fueron enviadas a Auschwitz entre 1940 y 1945, según los datos del Museo Estadounidense Conmemorativo del Holocausto. Shapiro y sus soldados encontraron solo entre 5.000 y 7.000 prisioneros, en tal mal estado que menos de mil salieron por su propio pie. Nunca antes en la historia se había visto tanta eficacia y organización en el asesinato masivo de personas. Se utiliza erróneamente el término “campo de concentración” porque en realidad era «campo de exterminio».

Auschwitz, situado en la ciudad polaca de Oświęcim, está formado por dos estructuras principales. Una es Auschwitz I, un antiguo cuartel del ejército polaco que hoy día puede resultar agradable con sus edificios de ladrillo y sus calles rectilíneas. Aunque las vallas electrificadas y las torres de vigilancia te dan una pista de dónde te encuentras. También ese gran rótulo a la entrada con el lema “Arbeit macht frei” (El trabajo os hará libres)” que parece un burla grotesca para quienes iban a ser encerrados allí a trabajar como esclavos hasta caer muertos por la extenuación, el hambre y las enfermedades.

Hay un par de edificios reconvertidos en memorial. En uno de ellos se reúnen maletas de los que llegaron deportados al campo: maletas abolladas, montones de maletas apiladas. Hay enormes vitrinas llenas de gafas rotas que te recuerdan las vidas rotas. Hay una enorme vitrina de varios metros de largo llena hasta arriba de pelo humano. Te explican que hay 2 toneladas de pelo. ¡Si un solo pelo es casi invisible, no pesa nada! Esas montañas descomunales de pelo te sobrecogen porque te acercan, ni que sea lejanamente, a la magnitud de esa tragedia. En Auschwitz 1 se ubicaban principalmente a los presos políticos polacos y a los prisioneros de guerra. Hay una cárcel terrible con celdas tan estrechas que los obligaban a dormir de pie. Hay algunas de las fotografías de cuando llegaron para ser fichados. Miradas de entereza, de terror, de desafío, de extrañeza… ojos que inquietan, que si los miras mucho rato te acaban mirando a ti, observan a cada uno de los visitantes que ese día paseamos confortablemente por ahí como si esperasen algo de nosotros. Son muertos, no nos pueden mirar, me diréis. Tal vez no son fotografías, tal vez es que son espejos. Eran ellos, pero pudimos ser nosotros. El Holocausto, la extrema crueldad del ser humano, no va de ellos, va de nosotros.

La otra parte del complejo, Auschwitz-II/Birkenau está a tres kilómetros. Un enorme vallado en medio del campo. Tropiezas ahí con esa imagen que hemos visto muchas veces en películas de campos de exterminio: la enorme torre de control que se abre por debajo para que pase el tren hasta adentro y se lo trague con su carga de personas indefensas. Antes de entrar, los médicos de la SS, dirigidos por el siniestro Dr. Mengele, seleccionaban a las personas aptas para trabajar de manera esclava: ancianos, enfermos, mujeres embarazadas y niños ni siquiera entraban en el campo y eran enviados directamente a las cámaras de gas. Los que entraban, trabajaban hasta la extenuación con raciones de comida de hambre hasta que enfermaban y eran asesinados.

Tras la guerra se quemaron los barracones infectados de piojos y de dolor y ahora lo que queda es una gran extensión donde se observan las marcas en el suelo de lo que fueron las calles de los diferentes campos, valladas para que nadie las pise, ves los hierbajos creciendo entre las grietas del cemento resquebrajado. A través de las vallas metálicas lo que se ve es un gran vacío y un descomunal silencio. Cuando se camina hacia el final del campo, donde estaban los hornos y más allá hay un bosquecillo que visto entre la niebla podía resultar incluso bucólico, en esa soledad y ese frío que va más allá de lo meteorológico, te das cuenta que caminar por Auschwitz-Birkenau es caminar por un cementerio.