«La vida secreta de Roberto Bolaño», según Montero Glez

Montero Glez publica en Navona la novela «La vida secreta de Roberto Bolaño».

Texto: Antonio ITURBE  Foto: Asís G. AYERBE

 

Montero Glez es un escritor al que equivocadamente se considera un maldito porque es trasnochador —pero en su casa—, alérgico a la disciplina, nada complaciente con el capitalismo editorial y que nunca ha querido un trabajo de oficina para que no se le oxidaran los dedos a la hora de escribir. Él lo ha explicado muchas veces: malditos son los autodestructivos, los que desprecian la vida, gente bien que, de tan fácil que lo ha tenido todo, lo echa a perder. Montero es un vividor. Le gusta la vida más que el jamón. Siempre se ha cuidado, a su manera. Ha sido de mucho gimnasio, de mucho caminar, de comer lo justo y arrodillarse lo menos posible, que se quebrantan las rótulas. Maldito es William Burroughs, uno de los personajes que aparecen en su nuevo libro. Un maldito o un imbécil, que casi es lo mismo. De tanto meterse de todo por todas partes acabó proponiéndole a su mujer un juego muy gracioso a lo Guillermo Tell, pero en vez de ponerse él la manzana se la puso a ella en la cabeza y le acabó reventando el cráneo de un tiro. Montero nos habla de él en pensiones de Tánger con olor a sangre, sudor y semen a través de la voz del gran escritor marroquí Mohammed Chukri, al que se encuentra en el cielo, que tiene barra bar.

Montero ha cambiado de editorial más que de calcetines, porque él no aguantaba a los editores o porque los editores no lo aguantaban a él, que tanto monta, monta tanto. Se arrancó a publicar en 1995 con Al sur de tu cintura. Hace tantos años de eso que ni siquiera había nacido Montero Glez y el que firmaba los cheques sin fondos era Roberto del Sur. Un título que era una premonición de una adivina que adelanta el porvenir, no porque tenga poderes esotéricos sino porque tiene mucha calle.

La suya fue desde el principio una literatura en el sur geográfico, entre Cádiz y Tarifa; también en el sur social porque Montero se define como libertario. Y libre ha volado siempre, últimamente hacia el norte, pero mirando al sur. Siempre moviéndose al sur de la cintura porque la única ley que obedecen sus personajes es la del deseo. Su literatura es de juerga flamenca, de traficantes y delincuentes sin estrella que se van a estrellar, de pijoapartes que miran el brillo del dinero que siempre está en los bolsillos de otros, de héroes embrutecidos por el rencor o por los sueños imposibles abocados al derrumbe, pero sobre todo es una literatura sensual, donde no manda ni el arco narrativo ni eso que les encanta enseñar en las escuelas de escritura del conflicto de la narración, ni la estructura, porque todo eso siempre le ha importado una mierda. Lo que manda en su narrativa es el deseo salvaje que arrolla todo, el arrebato que hace que todo reviente, ese momento de locura en que por fin la vida cobra sentido.

La vida secreta de Roberto Bolaño marca un punto y aparte en su obra. Es un libro muy suyo, pero también distinto. Aquí se mueve en un mundo de escritores y eso marca diferencias respecto al chapoteo en el lumpen untado de Manteca colorá o a esos personajes como el Charolito, gitano de navaja fácil con la palabra “perdedor” grabada en la frente, o el Chuqueli, atracador de bancos enamorado.

Acodado en la barra de un bar de Tánger junto a Mohammed Chukri, otro de los que siempre tenían en la cabeza a esos tan pobres que ni siquiera tienen mierda en las tripas, despliega un tríptico como si desplegara una alfombra en el zoco. Empieza por las correrías y las corridas en Tánger de ese niño bien que era William Burroughs bañándose en la piscina del lado oscuro. Después nos trae a un maravilloso personaje monterogleziano: El Agujetas. Y ahí nos sentamos en un bareto cutre de madrugada a escuchar una historia de gitanos con mucho honor, mucha sangre y mucho asombro, donde El Agujetas nos advierte que “los muertos nunca acaban de morir”. Y en el tramo final nos subimos a un tren donde viaja un poeta chileno llamado Roberto Bolaño y ahí tendrán que leerlo ustedes, que yo no les voy a contar qué pasa. Solo les digo que se mete en el jardín editorial y se mea en todos los parterres (menos en el de Juan Marsé). Estoy muy en desacuerdo con una de las coces que reparte. Pero para eso escribe Montero, para joder. Para que te hierva.

Montero Glez empieza a contar y te hace sentir que estás sentado en el fondo de un bar donde hace calor, resuenan coplas flamencas y te has emponzoñado tanto con la historia que se te ha calentado la cerveza. Dice en estas páginas del personaje de Bolaño, pero igual se lo está diciendo a sí mismo: “Para él la verdad en la vida y la verdad en la literatura eran dos cosas idénticas”. Pues eso. Y otra caña, por favor