El síndrome de Stendhal: enfermar de belleza

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El escritor francés describió el episodio que vivió de belleza y alucinación en «Nápoles y Florencia: Un viaje de Milán a Reggio».

Texto: Antonio ITURBE  Ilustración: Alfonso ZAPICO

 

Florencia, 22 de enero de 1817

 

A Henri Bey le gusta firmar sus textos con diversos pseudónimos, aunque su predilecto es el de Stendhal. Todavía no sabe que va a escribir un par de décadas después dos novelas que quedarán para la historia de la literatura: El rojo y el negro y La Cartuja de Parma. Está en una época de fructífero vagabundeo vital y va a celebrar al día siguiente su 35 cumpleaños. Aunque la juventud va quedando atrás, se siente más vivo que nunca. No le importa en absoluto celebrar su aniversario lejos de Francia porque Italia, desde la primera vez que la visitó 17 años atrás como jovencísimo subteniente de dragones, se ha convertido en un territorio inspirador. Pero aunque le encanta Roma y se siente como pez en el agua en Milán, Florencia lo tiene absolutamente magnetizado.

Llega caminando desde el río Arno atravesando palacetes con un sabor renacentista que lo traslada a una época que le resulta inspiradora.  Al otro lado de una amplia plaza hay una iglesia de fachada armoniosa pero discreta: la Iglesia de Santa Cruz. Por dentro la iglesia es más impresionante de lo que parecía, con una nave en forma de cruz egipcia y un techo  con las vigas de madera al descubierto.

Se le acerca un monje con un hábito de un marrón grisáceo muy pálido, casi cadavérico, y le parece salido de un cuadro del pintor renacentista Correggio, especialista en claroscuros fantasmagóricos. A pesar de la aprensión que le produce, el franciscano se muestra afable, incluso le muestra su admiración por la cultura francesa. Henri habla bien el italiano y le ruega que le abra la capilla donde se encuentran los frescos de Baldassarre Franceschini, el Volterrano. El guardián del templo asiente y le hace una señal para que lo siga hasta el ala noroeste. Pasan por delante de la tumba de Dante Alighieri, por la de Miguel Ángel, la de Maquiavelo, la de Galileo… siente el pecho oprimido al estar rodeado de esas presencias sobrecogedoras y se siente embriagado por el olor a incienso y cera derretida que impregna el aire. Al llegar a la capilla, el monje le da la bendición y lo deja solo.

Todavía aturdido por haber estado ante las tumbas de los más grandes, se sienta en un reclinatorio y apoya la cabeza sobre el respaldo para mirar las pinturas al fresco del techo. Un lucernario en el centro expande una luz que tiene algo de celestial. La bóveda está saturada de pinturas de una ejecución armónica y maravillante. Se queda hipnotizado por las Sibilas y siente un placer que lo inunda. Siente que toda la belleza de Florencia se concentra en esa bóveda pintada. El éxtasis lo invade y siente una mezcla de placer y angustia. Se siente mareado y ha de levantarse, trastabillando, y salir hasta la puerta de la calle porque el corazón se le ha disparado en una taquicardia. Camina con tanta inseguridad que piensa que va a caer fulminado al suelo de un momento a otro. Tambaleante, alcanza un banco de piedra afuera y se sienta. El corazón le late con una fuerza inusitada y el único remedio que se le ocurre a ese desvarío que se ha apoderado de su cuerpo es sacar del bolsillo con la mano temblorosa un libro de poemas de Ugo Foscolo: la belleza se combate con belleza.

La lectura lo va apaciguando, su respiración se va sosegando y el corazón vuelve a encontrar su ritmo. Unos años después, describirá ese episodio de belleza y alucinación en Nápoles y Florencia: Un viaje de Milán a Reggio. Pasarán los años, pero nunca será indiferente a la belleza.

 

El síndrome de Stendhal

En 1989 la psiquiatra y psicoanalista italiana  Graziella Magherini describió como enfermedad médica El síndrome de Stendhal. Al servicio de urgencias psicológicas del dispensario de Santa Maria Nouva acuden turistas aquejados de lo que ella ha tipificado en la nomenclatura médica como Síndrome de Stendhal: pacientes con crisis nerviosas provocadas por la fatiga o la emoción en los museos  y visitas a esa ciudad que rebosa arte. Una consecuencia somática del atracón de belleza que supone visitar Florencia para espíritus sensibles. La Dra. Magherini va relatando casos como el de una cuarentona del norte de Europa, que no pudo soportar la soledad inverosímil de un domingo en Florencia y tratando de regresarse, despavorida, a casa, terminó en el hospital. O el caso de la neoyorkina Nancy, de 51 años, que se quedó paralizada, proverbialmente patidifusa, ante un Boticelli en la galería Uffizi. La Dra. explica que el síndrome afecta sobre todo a los visitantes solitarios , más expuestos a la ensoñación mórbida, pero en pocas ocasiones sucede en turistas de viajes organizados, donde el éxtasis y el arrebato suele producirse en las tiendas de souvenirs.