Vivir y (no) morir en Colombia

El escritor colombiano Sergio Álvarez publica “El Inmortal” (Navona), una novela breve contada como una fábula sobre la violencia y la injusticia en un país como el suyo.

Texto: Guillermo RUIZ PLAZA

 

Hay algo peor que la muerte, y es la inmortalidad. Borges la pensó, de hecho, como el peor castigo imaginable. En El inmortal, Sergio Álvarez (Bogotá, 1965) demuestra hasta qué punto esta visión, sobre todo en un país tan violento como el suyo, queda plenamente justificada. Colombia, en efecto, aparece como un infierno para los mortales y, para el inmortal, una condena sin fin. “Bendecido” por el Divino Niño con ese don, el narrador hará todo lo posible por librarse de lo que en realidad es una maldición.

El inmortal es una novela breve contada con la agilidad de una fábula. No en vano está dedicada a un “cuentero”. La primera mitad de la novela remite, en algo más que un guiño, al mecanismo característico de El Lazarillo de Tormes y otras novelas picarescas: el antihéroe pasa sucesivamente del cuidado o la amistad de un amo a otro, desenvolviéndose en un contexto hostil y moralmente putrefacto. Este aprendizaje marca las etapas de su ascenso vertiginoso en la escala de la violencia, lo que permite satirizar patrones de conducta nefastos en una sociedad en la que no se salva casi nadie. Tras una revelación en la selva, sin embargo, el inmortal es impelido a desandar camino.

Los aciertos de Álvarez son varios. Contar la violencia y la injusticia en su país sin recurrir en ningún momento a lo patético; dar a ver un panorama desolador sin echar mano del manido detallismo realista; integrar en este universo infame momentos de una ternura genuina, lo que humaniza y redime a sus personajes; deslizar aquí y allá, con economía y sencillez, pequeñas reflexiones que adquieren la intensidad de epifanías. Pero el mayor acierto es haber logrado todo esto gracias a la voz de un protagonista ambiguo y lleno de dudas –tan pronto repulsivo como inefable, tan pronto naíf como perverso–, cuyo verdadero rostro nunca es del todo desvelado, ya que él mismo se busca a través de su confesión.