Un viaje por tierras cátaras
El viajero, escritor y agitador cultural José Luis Espina narra su viaje por tierras cátaras entre catedrales y lecturas.
Texto e ilustración: José Luis Espina
Cuenta un chiste que en cierta ocasión se reunieron tres clérigos para comentar cómo organizaba cada uno el reparto del dinero que recaudaban del cepillo de la iglesia. El primero expuso que él trazaba una línea en el suelo lanzando después el dinero al aire, las monedas que caían del lado izquierdo se destinaban a Dios y las del derecho a la parroquia. El segundo contó que él hacía un círculo en el suelo y tiraba al aire las limosnas, las que caían en el centro se le asignaban al Altísimo y el resto a la iglesia. Por último, el tercer párroco explicó que él lanzaba las monedas al cielo, las que Dios cogía al vuelo quedaban para él y las que volvían a la tierra para la parroquia.
Más allá de la retranca del chiste, la disposición de la iglesia para crear complicidades divinas con fines poco honestos ha sido recurrente a lo largo de los siglos, algo a lo que ha contribuido la ignorancia del pueblo y la predisposición de artistas y personajes influyentes convertidos, ya en tiempos de la Edad Media, en propagandistas de la Inquisición y sus ordalías, con las que justificaban la persecución y aniquilación de los herejes.
Rodando por tierras catarás en la Occitania francesa, llego a la ciudad de Albi. Frente a la catedral y fortaleza gótica de Santa Cecilia, contemplo la grandiosidad de sus muros y la esbeltez de un campanario con forma de torre que se eleva hasta casi 80 metros del suelo. Una estructura arquitectónica de tonos rojizos iniciada en el año 1282 que la convierte en la catedral de ladrillos más grande del mundo. En su interior, la desmesura de sus proporciones se refleja en la bóveda renacentista de tintes azules, el Coro de los Canónigos, el órgano barroco y el mural del Juicio Final, originalmente de doscientos metros cuadrados donde se representan cielo, tierra e infierno. Hombres y mujeres desnudos caminando temerosos hacia la sentencia divina con el libro de sus vidas abierto sobre el pecho y debajo, los castigos de los siete pecados capitales, personajes torturados entre las llamas del averno. Un mensaje apocalíptico de advertencia para pecadores.
En 1209, unos cuantos años antes de iniciarse la construcción de la catedral de Santa Cecilia, había tenido lugar en esa misma población, el comienzo de la conocida como cruzada albigense, una auténtica cacería contra los cátaros instigada por el Papa Inocencio III y apoyada por el rey de Francia que concluyó en el año 1244 y que tuvo como particularidad ser una persecución a muerte de cruzados templarios contra cristianos herejes.
Tenían los cátaros una forma de entender el mundo seductora, con principios sólidos y basada en unas creencias que para sí querrían como argumento muchos autores de ficción. De haber vivido en los años sesenta, aunque con matices carnales, habrían compartido manifestaciones antibelicistas con los chicos del movimiento hippy, habitado en sus comunas y brincado como descosidos en el Festival de Woodstock.
Los cátaros, “hombres buenos” se denominaban a sí mismos, negaban la creación del mundo por Dios. El mundo material que conocemos, falto de caridad e imperfecto, de ninguna manera podía haber sido creado por una voluntad superior, como tampoco los seres que lo habitan, producto del diablo quien con engaños y camelos había convenció a los ángeles del cielo para bajar a la Tierra y ocupar los cuerpos de los humanos, confiriéndoles una existencia dañina de la que solo se librarían aceptando el consolamentum, el bautismo cátaro de la imposición de manos. Supeditaban su existencia a las enseñanzas del Nuevo Testamento mientras repudiaban el Antiguo, negaban por su materialidad la existencia de Cristo como hijo de Dios en la Tierra y la maternidad de la Virgen María, desdeñaban la idea de la creación divina del hombre y creían en la reencarnación, lo que ofrecía a los humanos la posibilidad de acceder al bautismo cátaro en cualquier momento de esa mutante pero imperfecta existencia.
Esa forma de entender el mundo, de habitarlo y de relacionarse con el pueblo resultó tan sugerente que llegó a seducir a nobles y vasallos, incluso, aunque por intereses territoriales, al mismísimo Pedro II, rey de Aragón, que dio con sus huesos en la tierra en la batalla de Muret allá por el año 1213.
Sobre los tentáculos de los “hombres buenos” en tierras catalanas, aragonesas y valencianas nos habla el escritor Víctor Amela en su novela histórica El cátaro imperfecto (Ediciones B) mientras que el investigador Sergi Grau Torras nos ofrece una aproximación histórica en la obra Cátaros e Inquisición en los reinos hispánicos – siglos XIII al XV – (Edit. Cátedra) un punto de vista alejado de especulaciones románticas o esotéricas que poco tienen que ver con la realidad cátara.
Tanta salida de tiesto y el éxito de los argumentos heréticos acabaron por alertar a los jerarcas de la iglesia, una institución corrupta de la que formaban parte clérigos ignorantes, alejados de la doctrina y mandamientos cristianos a los que estaban obligados.
Europa era por aquellos años un territorio en expansión comercial que coincidía con la aparición de nuevos inventos o la adaptación de otros provenientes de continentes lejanos, como la brújula, las lentes, la xilografía o la pólvora para usos bélicos. Faltaban años para la llegada demoledora peste negra a mitad del siglo XIV, y es en ese contexto de bonanza en el que debemos entender la irrupción cátara y de otras doctrinas heréticas, contrarias a la iglesia oficial.
Pero no todo iban a ser palos y hogueras a las que lanzar a quienes se apartaban del camino recto. Se imponía hacer algo más, advertir al pueblo de las consecuencias de tantos desmanes.
Las sociedades represoras siempre han estado respaldadas por un aparato de comunicación sofisticado capaz de adoctrinar en el pensamiento único y disuasorio para quienes se alejan de los idearios oficiales. Controlar los medios de comunicación ha sido la fórmula recurrente y, a falta de redes sociales, prensa, radio o televisión, la iglesia medieval ha contado con murales en las iglesias, vitrales, o pinturas con las que transmitir los peligros que conllevaba desviarse de la norma.
No existe valla publicitaria tan explícita ni sobredimensionada como el mural de El Juicio Final de la catedral de Albi, ni obras de arte tan intimidatorias como las realizadas por Pedro de Berruguete, a disposición del inquisidor Torquemada, para plasmar sobre lienzos el poder sancionador de la iglesia y la proclamación de sus milagros contra la blasfemia.
El poder mágico del fuego y la incuestionable certeza divina quedan expresadas en el cuadro Santo Domingo y los albigenses donde el santo, perseguidor de cátaros, lanza a la pira libros sagrados absueltos de la hoguera por intermediación divina, mientras los textos heréticos arden entre las llamas. Tampoco los judíos, que en tiempos de persecuciones cátaras sufrieron su propio calvario, se libraron de los pinceles del artista. A finales del año pasado, en el Museo del Prado, tuvo lugar la exposición “El espejo perdido. Judíos y Conversos en la España Medieval”, una muestra de obras que ejemplificaban el poder de las imágenes en la relación entre judíos, conversos y cristianos en España, entre los años 1285 y 1492.
Ejemplo de esas imágenes intimidantes y preventivas son los sambenitos, pinturas instaladas en las iglesias con nombres identificativos de conversos condenados en los actos de fe, en los que se explicitaba año, nombre, acusación y sentencia.
Cierta o no la proclama «matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos», atribuida por el monje Arnaud Amaury a Simón de Montfort en la batalla de Moret, de lo que no hay duda es de que lo divino, el dogma inapelable, ha servido durante siglos como recurso gratuito para justificar las arbitrariedades del poder eclesiástico contra cátaros, judíos, musulmanes o discrepantes de todo tipo. Sentencias de las que pintores como el ínclito Antonio Berruguete o muralistas de catedrales han dejado constancia como advertencia y aviso para navegantes.
Quillan, Lagrassse, Foix, Montsegur, Mirepoix, Peyrepertuse, Albi, Minerve… poblaciones adormecidas bajo el cielo de agosto que conservan en sus rincones historias de herejes y persecuciones. Carreteras emboscadas que se revuelven entre bosques de castaños y encinares. Copas de árboles que se entrelazan sobre nuestras cabezas formando bóvedas por donde la luz parpadea dejando tonalidades verdes. Viñedos que descansan en las lindes de los caminos, campos de maíz, extensiones de frutales, planicies de legumbres.
Escribo sentado en el salón de un hotel en Quillan cuando la tarde empieza a declinar. Un caserón antiguo con suelos de madera que crujen víctimas de la artrosis del tiempo. Sobre la repisa de una chimenea reposan dos libros de tapas rusticas y hojas de color pajizo. En un cuadro sin firma se ve la fachada de un templo y la imagen de un clérigo bajo el dintel de la entrada, entonces me acuerdo de un chiste en el que tres curas cuentan cómo repartirse las limosnas de los feligreses.